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El cáncer había espesado la sangre de Changez de tal manera que el corazón la bombeaba con gran dificultad. También el sistema circulatorio estaba contaminado de cuerpos extraños, plaquetas que atacaban toda la sangre que se le transfundía, aunque fuera de su propio tipo. De manera que ni siquiera con esto podría ayudarle, comprendió Saladin. Changez podía morir de estas complicaciones antes de que el cáncer lo matara. Si moría de cáncer, el fin llegaría en forma de pulmonía o de fallo del riñón; los médicos, sabiendo que nada podían hacer por él, lo habían enviado a casa, a esperar el fin. «El mieloma afecta a todo el organismo, por lo que ni la quimioterapia ni la radioterapia están indicadas -explicó Nasreen-. El único medicamento es el Melphalan, que, en algunos casos, puede prolongar la vida, incluso durante años. Pero nos han dicho que su caso es de los que no responden al Melphalan.» Pero no se lo habéis dicho, insistían las voces interiores de Saladin. Y eso está mal, muy mal. «De todos modos, un milagro ya ha ocurrido -exclamó Kasturba-. Los médicos dijeron que normalmente éste es uno de los tipos de cáncer más dolorosos; y tu padre no tiene dolor. Si rezas, a veces se te concede un favor.» Fue por esta extraña ausencia de dolor por lo que resultó tan difícil diagnosticar el cáncer; llevaba por lo menos dos años extendiéndose por el cuerpo de Changez. «Deseo verle ya», pidió suavemente Saladin. Un criado había entrado su equipaje mientras hablaban; ahora, por fin, él siguió a sus trajes al interior.

Por dentro, la casa estaba igual -la generosidad de la segunda Nasreen para con la memoria de la primera parecía infinita, por lo menos durante estos días, los últimos que su común esposo pasaba en la tierra-, salvo por la colección de pájaros disecados (abubillas y raras cotorras cubiertas por campanas de cristal, un pingüino rey de gran tamaño, con el pico infestado de diminutas hormigas rojas en el vestíbulo de mármol y mosaico) y las vitrinas de mariposas atravesadas por alfileres, que Nasreen había traído a la casa. Saladin avanzó por aquella variopinta galería de alas muertas hacia el estudio de su padre – Changez había mandado que lo sacaran de su dormitorio y le instalaran una cama en la planta baja, en aquel refugio que tenía las paredes cubiertas de libros apolillados, para que la gente no tuviera que estar todo el día subiendo y bajando escaleras para cuidarlo- y llegó, finalmente, a la puerta de la muerte.

De joven, Changez Chamchawala había adquirido la desconcertante habilidad de dormir con los ojos abiertos para «mantenerse alerta», como solía decir. Ahora, cuando Saladin entró suavemente en la habitación, el efecto de aquellos ojos grises que miraban ciegamente al techo resultó francamente sobrecogedor. Durante un momento, Saladin pensó que había llegado tarde, que Changez había muerto mientras él charlaba en el jardín. Entonces, el hombre de la cama tosió débilmente, volvió la cara y alargó un brazo vacilante. Saladin Chamcha fue hacia su padre e inclinó la cabeza bajo la palma de la mano del anciano.

* * *

Enamorarte de tu padre al cabo de largas décadas de discordia es un sentimiento hermoso y sereno; una renovación, una infusión de vida nueva, quería decir Saladin, pero no lo dijo, porque le parecía que tenía algo de vampirismo; como si, al extraer de su padre esta vida nueva, dejara espacio a la muerte en el cuerpo de Changez. Pero hora tras hora, aunque no lo decía, Saladin se sentía más próximo a muchos viejos y descartados yos, muchos Saladins -o, mejor dicho, Salahuddins- que se habían desgajado cada vez que él hacía una elección en su vida, pero que, al parecer, habían seguido existiendo, quizás en los universos paralelos de la teoría de los quanta. El cáncer había dejado a Changez Chamchawala literalmente con la piel y los huesos; las mejillas se le habían hundido en los huecos del cráneo y tenía que colocar una almohada de gomaespuma debajo de sus posaderas a causa de la atrofia de sus carnes. Pero también le había despojado de sus defectos, de todo lo que tenía de dominante, tiránico y cruel, de manera que el hombre irónico, cariñoso y brillante que había debajo estaba otra vez de manifiesto, a la vista de todos. Si hubiera sido así toda su vida, pensó Saladin (que, por primera vez en veinte años, empezaba a encontrar atractivo el sonido de su nombre completo, no abreviado a la inglesa). Qué triste es encontrar a tu padre cuando ya no puedes decirle nada más que adiós.

La mañana de su regreso, el padre pidió a Salahuddin Chamchawala que le afeitase. «Estas mujeres mías no saben ni por dónde hay que agarrar la Philishave.» La piel de la cara de Changez colgaba en pliegues suaves y correosos y su barba (cuando Salahuddin vació la máquina) parecía ceniza. Salahuddin no recordaba desde cuándo no tocaba la cara de su padre de aquel modo, alisando la piel antes de pasar la máquina de pilas y luego acariciándola para cerciorarse de que estaba bien rasurada. Cuando terminó, durante un momento siguió deslizando los dedos por las mejillas de Changez. «Mira al viejo -dijo Nasreen a Kasturba al entrar en la habitación-; no puede apartar los ojos de su hijo.» Changez Chamchawala sonrió ampliamente con fatiga, enseñando una boca llena de dientes deteriorados, manchados y con restos de alimentos.

Cuando su padre volvió a dormirse después de beber, obligado por Kasturba y Nasreen, una pequeña cantidad de agua y se quedó mirando -¿el qué?- con sus ojos abiertos y soñadores que podían ver tres mundos a la vez: el real de su estudio, el mundo fantástico de los sueños y la otra vida que se acercaba (o así lo pensó Salahuddin, en un momento en que dejó vagar la imaginación); entonces el hijo subió al antiguo dormitorio de Changez a descansar. Grotescas figuras de terracota le miraban amenazadoramente desde las paredes: un demonio con cuernos; un árabe de sonrisa soez que llevaba un halcón en el hombro, y un hombre calvo que ponía los ojos en blanco y sacaba la lengua con gesto de pánico cuando una enorme mosca negra se le posaba en la ceja. Incapaz de dormir debajo de aquellas figuras que había visto, y también odiado, toda su vida, porque veía en ellas el retrato de Changez, acabó por irse a otra habitación más neutra.

Despertó a última hora de la tarde, y al bajar encontró a las dos mujeres delante de la habitación de Changez, tratando de ordenar el horario de la medicación. Aparte de la diaria tableta de Melphalan, se le habían recetado una serie de específicos, a fin de tratar de combatir las perniciosas complicaciones del cáncer: anemia, insuficiencia cardíaca, etcétera. Isosorbide, dinitrato, dos tabletas, cuatro veces al día; Furosemida, una tableta, tres veces; Prednisolona, seis tabletas, dos veces… «Yo me encargo de eso -dijo a las mujeres, que le miraron con alivio-. Es lo menos que puedo hacer.» Agarol para el estreñimiento, Spironolactona para Dios sabe qué y Allopurinol, un zilórico; de pronto recordó, disparatadamente, una vieja reseña teatral en la que Kenneth Tynan, el crítico inglés, imaginó a los personajes de Tamerlán el Grande, de Marlowe, de nombres largos y altisonantes, como una «horda de píldoras y drogas mágicas empeñadas en aniquilarse mutuamente»:

¿Me desafías, insolente Barbitúrico? Señor mío, tu abuelo ha muerto, el viejo Nembutal. Las estrellas del firmamento llorarán por Nembutal… ¿No es timbre de valor ser rey Aureomicina y Formaldehído, No es timbre de valor ser rey Y cabalgar triunfante por Anfetamina?

¡Las cosas que nos trae la memoria! Pero quizás este Tamerlán farmacéutico no estuviera fuera de lugar en este estudio lleno de libros apolillados, en el que otro monarca caído esperaba el final con los ojos abiertos a tres mundos. «Vamos, vamos, abba -dijo entrando alegremente a presencia del rey-. Es hora de salvarte la vida.»

En el mismo sitio todavía, en una repisa del estudio de Changez: cierta lámpara de cobre y latón con fama de maravillosa aunque (nunca la habían frotado) no demostrada aún. Un poco mate, parecía contemplar a su dueño moribundo; y era contemplada, a su vez, por su único hijo. El cual durante un instante sintió la tentación de cogerla, frotarla tres veces y pedir una fórmula mágica al djinni del turbante…, pero Salahuddin la dejó donde estaba. Aquél no era lugar para djinns, afreets ni diablos; aquí no se admitía a trasgos ni fantasías. Ni fórmulas mágicas; sólo la inoperancia de las píldoras. «Aquí está el hombre de la medicina», canturreó Salahuddin, haciendo tintinear los frasquitos para despertar a su padre. «Medicinas -dijo Changez con una mueca infantil-. Eek, buaak, tch.»

* * *

Aquella noche, Salahuddin obligó a Nasreen y Kasturba a acostarse cómodamente en sus propias camas mientras él se instalaba junto a Changez en un colchón en el suelo, para vigilarlo. Después de su dosis de medianoche de Isosorbide, el moribundo durmió tres horas y luego tuvo necesidad de ir al baño. Salahuddin prácticamente lo levantó en vilo y quedó impresionado por lo poco que pesaba. Changez siempre fue un peso fuerte, pero ahora no era más que un almuerzo viviente para las células cancerosas… En el baño, Changez rehusó su ayuda. «No consiente que nadie le haga nada -se lamentaba Kasturba cariñosamente-. Es un hombre muy pudoroso.» Al volver a la cama, Changez se apoyaba ligeramente en el brazo de Salahuddin y andaba arrastrando sus pies planos en unas viejas chanclas. Los pocos pelos que le quedaban se erguían en ángulos grotescos, la cabeza se proyectaba hacia delante sobre un cuello frágil y arrugado. Salahuddin sintió de pronto el deseo de levantar al anciano en brazos y acunarlo con canciones dulces de consuelo. Pero lo que hizo fue soltar, en aquél, el menos indicado de los momentos, una petición de reconciliación: «Abba, he venido porque no quería que entre nosotros siguiera habiendo desavenencias…» Idiota de mierda. Que el diablo te lleve, estúpido. ¡Y en plena puta noche! Es decir, que si no sospechaba que se muere, esa frasecita de despedida se lo dirá claramente. Changez siguió arrastrando los pies; oprimió ligeramente el brazo de su hijo. «Eso ya no importa -dijo-. Lo que fuera, ya está olvidado.»