Una noche, sin más ni más, ella consintió, dijo que le creía. Él se casó con ella sin darle tiempo de arrepentirse, pero nunca llegó a aprender a leerle el pensamiento. Cuando se sentía desgraciada, se encerraba en el dormitorio hasta que se le pasaba. «No tiene nada que ver contigo -le decía-. No quiero que nadie me vea cuando estoy así.» Él la llamaba almeja. «Abre», él golpeó todas las puertas cerradas de su vida en común, primero un sótano, después una casita y, por fin, una mansión. «Yo te quiero. Déjame entrar.» Él la necesitaba tan desesperadamente para cerciorarse de su propia existencia que no llegó a advertir la desesperación de su sonrisa deslumbrante y permanente, el terror que había en la vivacidad con que ella encaraba el mundo ni las razones por las que ella se escondía cuando no conseguía encender el brillo. Hasta que ya era tarde no le contó que sus padres se habían suicidado juntos cuando ella empezaba a menstruar, que estaban agobiados por las deudas de juego y la habían dejado con un acento aristocrático que la señalaba como una chica de oro, una mujer digna de envidia, cuando en realidad era una criatura abandonada, perdida, que no tuvo ni unos padres que quisieran esperar a verla crecer, eso era lo que la querían, por 1o que ella no tenía ni la menor confianza y todos los momentos que pasaba en el mundo eran momentos de pánico, así que sonreía y sonreía y quizás una vez a la semana se encerraba para temblar y sentirse como una concha vacía, como una cáscara de cacahuete hueca, como un mono sin cacahuete.
No llegaron a tener hijos; ella se echaba la culpa. Al cabo de diez años, Saladin descubrió que sus propios cromosomas tenían algo raro, dos palitos más o menos, no lo recordaba. Herencia genética; por lo visto, si se descuida no nace, o nace monstruo. ¿Era por su madre o por su padre? Los médicos no lo sabían; es fácil adivinar a quién lo atribuía él; al fin y al cabo, no hay que pensar mal de los muertos.
Últimamente, tenían problemas.
Él lo reconoció después, pero no mientras tanto. Después se dijo: estábamos en las últimas, quizá por falta de niños, quizá porque fuimos distanciándonos, quizá por esto, quizá por lo otro.
Mientras tanto, él no se daba por enterado de toda la tensión, de los roces, de las peleas que no llegaban a empezar; él cerraba los ojos y esperaba hasta que ella volvía a sonreír. Él se permitía a sí mismo creer en aquella sonrisa, aquella brillante falsificación de alegría.
Él trataba de inventar un futuro feliz para los dos, de convertirlo en realidad inventándolo y luego creyendo en él. Cuando volaba hacia la India, pensaba en lo afortunado que era de tenerla; sí, tengo suerte, mucha suerte, sin discusión, soy el tío más afortunado del mundo. Y qué maravilla tener ante sí aquella larga y sombreada avenida de los años, la perspectiva de envejecer en presencia de tanta ternura.
Él se había empeñado con tanto ahínco, se había convencido casi tan completamente de que estas tristes ficciones eran verdad, que cuando se acostó con Zeeny Vakil, apenas cuarenta y ocho horas después de llegar a Bombay, lo primero que hizo, antes de que llegaran a copular, fue desmayarse, quedarse tieso, porque los mensajes que le llegaban al cerebro eran tan contradictorios como si su ojo derecho viera girar al mundo hacia la izquierda y su ojo izquierdo, hacia la derecha.
Zeeny era la primera mujer india con la que se acostaba. Ella se precipitó en su camerino la noche del estreno de La millonaria, con sus ademanes teatrales y su voz fosca, como si no hiciera años. Años. «Yaar, qué desilusión, de verdad; aguante toda la obra sólo para oírte cantar "Goodness Gracious Me" como Peter Sellers o qué sé yo, pensé, a ver si el chico ha aprendido a entonar. ¿Te acuerdas cuando hacías las imitaciones de Elvis con la raqueta de squash? Mi vida, qué risa, qué desastre. Pero ¿qué es esto? En esta obra no hay canción. Puñeta. Oye, ¿puedes escaparte de todos esos caraspálidas y venir con nosotros, los wogs? Puede que se te haya olvidado lo que es nuestra compañía.»
Él la recordaba adolescente y flaca con peinado asimétrico a lo Quant y sonrisa también asimétrica, pero en sentido inverso. Una chica descarada, mala. Una vez, para divertirse, entró en un antro de mala fama de Falkland Road y se quedó allí sentada fumando y bebiendo Coca-Cola hasta que los chulos que controlaban el local la amenazaron con rajarle la cara, porque allí no se permitía ir por libre. Ella sostuvo sus miradas, terminó el cigarrillo y salió. Zeenat no conocía el miedo. Quizás estaba loca. Ahora, a los treinta y tantos años, era médico, pasaba visita en el Breach Candy Hospital, trabajaba con los desamparados de la ciudad y había ido a Bhopal en cuanto saltó la noticia de la invisible nube americana que se comía los ojos y los pulmones de la gente. También era crítico de arte y había escrito un libro sobre el mito limitador de la autenticidad, esa camisa de fuerza folklorística que ella trataba de sustituir por la ética de un eclecticismo refrendado por la historia, porque ¿acaso no se basaba toda la cultura nacional en el principio de apropiarse los trajes que mejor parecían sentar, ario, mogol, británico, eligiendo lo mejor y dejando el resto? El libro había armado gran revuelo, como era de esperar, especialmente a causa del título. Lo titulaba El único indio bueno. «O sea, el muerto -dijo a Chamcha cuando le dio un ejemplar-. ¿Por qué tiene que existir una forma buena y correcta de ser wog? Esto es fundamentalismo hindú. En realidad, todos somos indios malos. Unos peores que otros.»
Ella estaba en la plenitud de su belleza, el pelo largo y suelto y nada flaca. Cinco horas después de que ella entrara en el camerino, estaban en la cama y él se desmayaba. Cuando despertó, Zeenat le explicó: «Te he contado un cuento.» Él nunca llegó a averiguar si le había dicho la verdad.
Zeenat Vakil hizo de Saladin su proyecto particular. «Vamos a conseguir tu recuperación -explicó-. Mister, vamos a conseguir que vuelvas.» A veces, él pensaba que ella quería conseguir su propósito por el procedimiento de comérselo vivo. Hacía el amor como un caníbal y Saladin era su explorador. Él le preguntó: «¿Conoces la relación, perfectamente establecida, entre el vegetarianismo y el impulso antropófago?» Zeeny, que estaba almorzándose su muslo, movió negativamente la cabeza. «En ciertos casos extremos -prosiguió él-, un exceso de consumo de verduras puede liberar en el sistema unos agentes bioquímicos que provocan fantasías caníbales.» Ella le miró con su sonrisa torcida. Zeeny, la hermosa vampiresa. «Vamos, vamos -dijo-. Nosotros somos una nación de vegetarianos y la nuestra es una cultura pacífica y mística, como todo el mundo sabe.»
Él, por el contrario, debía proceder con cuidado. La primera vez que le tocó los pechos, ella derramó unas asombrosas lágrimas calientes, que tenían el color y la consistencia de la leche de búfala. Ella había visto morir a su madre como un ave trinchada para la cena, primero el pecho izquierdo y luego el derecho, y, a pesar de todo, el cáncer se había extendido. Su miedo a repetir la muerte de su madre hacía de su busto zona prohibida. Era el terror secreto de la intrépida Zeeny. Ella no había tenido hijos, pero sus ojos lloraban leche.
Después de su primera cópula, ella empezó a trabajarle, olvidando sus lágrimas. «¿Sabes lo que tú eres? Yo te lo diré. Un desertor, eso eres, más inglés que nada, envuelto en tu distinguido acento como en una bandera, pero no creas que es perfecto, que a veces se te escurre, baba, como un bigote postizo.»
«Me ocurre una cosa extraña -quería decir él-, una cosa extraña en la voz», pero no sabía cómo explicarlo y optó por callar.
«La gente como tú -resopló ella besándole un hombro- volvéis al cabo del tiempo creyéndoos sabediosqué. Pues mira, hijo, nosotros no tenemos tan buena opinión de vosotros.» Su sonrisa era más brillante que la de Pamela. «Ya veo que no has perdido tu sonrisa Binaca, Zeeny», dijo él.
Binaca. ¿De dónde salía ahora ese viejo y olvidado anuncio de dentífrico? Y las vocales no parecían muy seguras. Cuidado, Chamcha, cuidado con tu sombra. Ese individuo negro que se arrastra detrás de ti.
A la segunda noche, ella se presentó en el teatro con dos amigos, un joven marxista director de cine llamado George Miranda, una ballena de hombre, con las mangas de la kurta subidas, un chaleco amplio y abierto, con manchas antiguas y un bigote de sorprendente aire militar, con las puntas engomadas; y Bhupen Gandhi, poeta y periodista, prematuramente encanecido, pero cuyo rostro tenía una inocencia infantil hasta que él soltaba su risa picara y atiplada. «Vamos, Salad baba -dijo Zeeny-. Te enseñaremos la ciudad. -Miró a sus acompañantes -. Estos asiáticos del extranjero no tienen vergüenza -declaró-. Saladin suena a recondenada ensalada. No te digo…»
«Hace unos días vi a una periodista de televisión -dijo Miranda -. Tenía el pelo color de rosa. Dijo que se llamaba Kerleeda. Yo no la entendí.»
«Es que George es muy inocente -interrumpió Zeeny-. Él no sabe lo raros que os volvéis. Esa Miss Singh, qué escándalo. Yo le dije, el nombre es Khalida, guapa, rima con Dalda, que es un utensilio de cocina. Pero no hubo manera de que lo pronunciara. Y era su propio nombre. Porque vosotros, chicos, no tenéis cultura. No sois más que unos wogs. ¿No tengo razón?», agregó abriendo mucho los ojos con gesto de regocijo, temerosa de haber ido demasiado lejos. «Déjale en paz, Zeenat», dijo Bhupen Gandhi con su voz dulce. Y George, violento, murmuró: «No te ofendas, es una broma.»
Chamcha decidió sonreír y contraatacar: «Zeeny -dijo-, la tierra está llena de indios, tú lo sabes, llegamos a todas partes, somos hojalateros en Australia y nuestras cabezas van a parar al frigorífico de Idi Amin. Quizá Colón tenía razón; el mundo está formado por Indias: Orientales, Occidentales, Septentrionales. Qué diantre, deberíais estar orgullosos de nosotros, de nuestro espíritu emprendedor, de la forma en que pasamos fronteras. Lo malo es que no somos indios como vosotros. Y vale más que os acostumbréis a nosotros. ¿Cómo se llama ese libro que has escrito?»