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Tenía razón, desde luego; apenas él habita decidido volver la cara hacia el futuro, ya empezaba a suspirar y lamentar el fin de la niñez. «Voy a ver a George y Bhupen, ¿te acuerdas? -dijo ella-. ¿Por qué no vienes? Necesitas empezar a conectar.» George Miranda acababa de rodar un documental sobre el comunalismo, entrevistando a hindúes y musulmanes de todas las tendencias. Los fundamentalistas de una y otra religión trataron inmediatamente de conseguir órdenes para que se prohibiera la proyección de la película, y si bien los tribunales de Bombay rechazaron las peticiones, el caso había pasado al Tribunal Supremo. George, con la cara aún más sombreada por la barba, el pelo más lacio y el estómago más ancho de lo que Salahuddin recordaba, bebía ron en una taberna de Dhobi Talao y golpeaba la mesa con puños pesimistas. «Es el Tribunal Supremo que falló el caso de Shah Bano», exclamó, aludiendo al tristemente célebre caso en el que, presionado por extremistas islámicos, el tribunal dictaminó que el pago de pensión alimenticia era contrario a la voluntad de Alá, con lo que hizo las leyes de la India más reaccionarias que las de Pakistán, por ejemplo. «No tengo grandes esperanzas.» Se retorcía desconsoladamente las enceradas guías de su bigote. Su nueva compañera, una bengalí alta y delgada de pelo corto que a Salahuddin le recordaba un poco a Mishal Sufyan, eligió aquel momento para atacar a Bhupen Gandhi por haber publicado un tomo de poesía acerca de su visita a la «pequeña ciudad templo» de Gagari, en los Ghats Occidentales. Los poemas habían sido criticados por la derecha hindú; un eminente profesor del Sur de la India anunció que Bhupen había «perdido el derecho a ser llamado poeta indio», pero, en opinión de la joven Swatilekha, Bhupen se había dejado seducir por la religión hacia una ambigüedad peligrosa. Bhupen, agitando su reluciente cara de luna y su melena gris, se defendía con firmeza. «Yo digo que la única cosecha de Gagari es la de los dioses de piedra que se extraen de sus canteras. Yo hablo de rebaños de leyendas que hacen sonar sagrados cencerros mientras pacen en las verdes laderas. No son imágenes ambiguas.» Swatilekha no se dejaba convencer. «En estos tiempos -insistió-, tenemos que manifestar nuestras opiniones con claridad meridiana. Todas las metáforas pueden ser mal interpretadas.» Expuso su teoría. La sociedad estaba orquestada por lo que ella llamaba las grandes narrativas: la Historia, la economía, la ética. En la India el desarrollo de un aparato estatal cerrado y corrupto había «excluido del proyecto ético a las masas del pueblo.» En consecuencia, el pueblo buscaba satisfacer su necesidad de ética en la más vieja de todas las grandes narrativas, a saber: la fe religiosa. «Pero estas narrativas son manipuladas por la teocracia y por varios elementos políticos de una manera totalmente retrogresiva.» Bhupen dijo: «No podemos negar la ubicuidad de la fe. Si escribimos de tal manera que se prejuzgue esta creencia como una ilusión o una falsedad, ¿no incurrimos en el pecado de elitismo, al tratar de imponer a las masas nuestra visión del mundo?» Swatilekha dijo con desdén: «Hoy mismo, en la India se están estableciendo líneas de combate -exclamó-. Secularismo contra racionalismo, la luz contra la oscuridad. Vale más que decidas de qué lado estás.»

Bhupen se levantó airadamente para marcharse. Zeeny le apaciguó: «No podemos permitirnos las escisiones. Hay planes que trazar.» Él volvió a sentarse y Swatilekha le dio un beso en la mejilla. «Perdona -dijo-. Demasiada universidad, como dice George. En realidad, las poesías me gustaron. Sólo quería plantear una teoría.» Bhupen, satisfecho, simuló que le daba un puñetazo en la nariz; crisis superada.

Se habían reunido, según dedujo ahora Salahuddin, para hablar de su participación en una curiosa manifestación política: la formación de una cadena humana que se extendería desde la Gateway of India hasta el extrarradio norte de la ciudad, en apoyo de la «integración nacional». El Partido Comunista de la India (Marxista) había organizado recientemente una cadena en Kerala, con gran éxito. «Pero -argumentó George Miranda- aquí, en Bombay, será diferente. En Kerala, el PCI(M) está en el poder. Aquí, con esos bastardos del Shiv Sena en el control, podemos esperar todo tipo de hostigamiento, desde obstrucción de la policía hasta ataques de las masas en algunos segmentos de la cadena, especialmente cuando pase, como tendrá que pasar, por las fortalezas del Sena en Mazagaon, etcétera.» A pesar de estos peligros, explicó Zeeny a Salahuddin, estas manifestaciones públicas eran esenciales. A medida que aumentaba la violencia entre las comunidades -de la que Meerut no era sino el último de una larga serie de criminales incidentes- se hacía más necesario que las fuerzas de la desintegración se salieran con la suya. «Tenemos que demostrar que existen fuerzas de signo contrario.» Salahuddin estaba aturdido por la rapidez con que, una vez más, su vida empezaba a cambiar. Yo, tomando parte en un acto del PCI(M). Los prodigios no acaban; desde luego, tengo que estar enamorado.

Una vez tomadas las decisiones pertinentes -cuántos amigos podría traer cada uno, dónde se reunirían y qué había que llevar de comida, bebida y equipo de primeros auxilios- el ambiente se distendió y ellos apuraron sus copas de ron barato y charlaron de cosas intrascendentes, y entonces fue cuando Salahuddin oyó por vez primera los rumores acerca del extraño comportamiento del astro cinematográfico Gibreel Farishta que empezaban a circular por la ciudad, y sintió que su vieja vida le pinchaba como una espina oculta; oyó el pasado, como una trompeta lejana, resonar en sus oídos.

* * *

El Gibreel Farishta que regresó de Londres a Bombay a retomar los hilos de su carrera cinematográfica no era, según la opinión general, el irresistible Gibreel de antaño. «El tío parece totalmente abocado a una carrera suicida -declaró George Miranda, que estaba al corriente de todos los chismes del mundo del cine-. ¿Quién sabe por qué? Dicen que tuvo un desengaño amoroso que le dejó desequilibrado.» Salahuddin mantuvo la boca cerrada, pero notó que se le encendía la cara. Allie Cone no quiso reconciliarse con Gibreel después de los incendios de Brickhall. En la cuestión del perdón, reflexionó Salahuddin, nadie pensó en consultar a Alleluia, totalmente inocente y muy perjudicada; una vez más, relegamos su vida a la periferia de la nuestra. No es de extrañar que siga indignada. Gibreel dijo a Salahuddin, en una conversación telefónica final y bastante violenta, que regresaba a Bombay «con la esperanza de no volver a verla, ni a ella, ni a ti, ni a esta maldita ciudad tan fría, en toda mi vida.» Pero, al parecer, volvía a hundirse, y ahora en su tierra natal. «Hace unas películas rarísimas -prosiguió George-. La última, con su dinero. Después de dos fracasos los productores le dan de lado. De manera que, si ésta también fracasa, estará arruinado, aviado, funtoosh.» Gibreel se había lanzado a rodar una nueva versión de la Ramayana trasladada a la época actual, en la cual los héroes y heroínas, en lugar de puros e inocentes, eran degenerados y malvados. Había un «Rama» lujurioso y borracho y una «Sita» ligera de cascos; «Ravana», el rey-demonio, por el contrario, era presentado como un hombre honrado y virtuoso. «Gibreel interpreta a "Ravana" -explicó George con expresión de fascinado horror-. Da la impresión de que busca deliberadamente la confrontación definitiva con los sectarios religiosos, a sabiendas de que no puede ganar, de que será despedazado.» Varios miembros del reparto ya habían abandonado la producción y concedido sabrosas entrevistas a la prensa en las que acusaban a Gibreel de «blasfemia», «satanismo» y otros delitos. Su última amante, Pimple Billimoria, aparecía en la cubierta de Cine-Blitz con esta afirmación: «Era como besar al diablo.» Evidentemente, la halitosis sulfurosa, aquel viejo problema de Gibreel, volvía a aquejarle, y con más fuerza que nunca.

Sus incoherencias habían dado que hablar más aún que la elección de los temas de sus películas. «Unos días es todo simpatía y bondad -dijo George-. Pero otros, llega al trabajo como dios todopoderoso y hasta se empeña en que la gente se arrodille. Personalmente, yo no creo que esa película llegue a terminarse, a menos que él recupere la salud mental, que tiene muy quebrantada. Primero, la enfermedad; después, la catástofe del avión, y, por último, los disgustos sentimentales: es fácil comprender los problemas de ese hombre.» Y había rumores de cosas peores: sus asuntos fiscales estaban siendo investigados; los funcionarios de policía le habían hecho una visita para interrogarle sobre la muerte de Rekha Merchant, y el marido de ésta, el rey de los cojinetes, había amenazado con «romperle todos los huesos del cuerpo al sinvergüenza», por lo que, durante varios días, Gibreel tuvo que hacerse acompañar por guardaespaldas cada vez que usaba los ascensores de Everest Vilas; y lo peor de todo eran las visitas nocturnas al barrio de los prostíbulos, en el que, al parecer, frecuentó ciertos establecimientos de Foras Road hasta que los dadas lo echaron porque hacía daño a las mujeres. «Dicen que algunas quedaron gravemente lesionadas -dijo George-. Y que tuvo que soltar mucho dinero para tapar bocas. No sé. La gente habla mucho. La tal Pimple, desde luego, cuando de atacar se trata no se queda atrás. El Hombre que odia a las Mujeres. Gracias a todo esto, ella está convirtiéndose en una estrella con fama de mujer fatal. Pero Farishta está francamente perturbado. Tengo entendido que tú lo conoces», terminó George mirando a Salahuddin, y éste se puso colorado.