«Bien, aún no eres del todo idiota -rió ella-. ¿Quién quiere casarse? Yo tenía cosas que hacer.»
Y, después de una pausa, ella le devolvió la pregunta: Bueno, ¿y tú?
No sólo casado sino, además, rico. «Anda, cuenta. ¿Cómo vivís, tú y la señora?» En una mansión de cinco plantas en Notting Hill. Últimamente, él empezaba a sentirse inseguro allí, porque la última partida de ladrones se habían llevado no sólo los consabidos vídeo y estéreo, sino también el perro guardián pastor alemán. No era posible, empezaba a creer él, vivir en un sitio en el que los elementos criminales raptaban animales. Pamela le dijo que era una antigua costumbre local.
En los Viejos Tiempos, dijo (para Pamela, la Historia se dividía en: la Antigüedad, la Edad Media, los Viejos Tiempos, el Imperio británico, la Edad Moderna y el Presente), el secuestro de animales domésticos era un buen negocio. Los pobres robaban los canes de los ricos, les enseñaban a olvidar sus nombres y los vendían a sus afligidos e indefensos amos en las tiendas de Portobello Road. La historia local de Pamela era siempre muy detallada y, con frecuencia, inexacta. «¡Santo Dios! -dijo Zeeny Vakil-. Vende la casa y múdate cuanto antes. Yo conozco a esos ingleses, son todos iguales, gentuza y nawabs. No puedes luchar contra sus jodidas tradiciones.»
Mi esposa, Pamela Lovelace, frágil como la porcelana, grácil como una gacela, recordó él. Yo echo raíces en las mujeres a las que amo. Las trivialidades de la infidelidad. Él las desechó y se puso a hablar de su trabajo.
Cuando Zeeny Vakil descubrió cómo ganaba el dinero Saladin Chamcha, lanzó una serie de gritos que impulsó a uno de los árabes de medallón a llamar a la puerta para preguntar si ocurría algo malo. Vio sentada en la cama a una hermosa mujer a la que algo que parecía leche de búfala le resbalaba por las mejillas y le goteaba por la barbilla y, después de pedir disculpas a Chamcha por la intrusión, se retiró apresuradamente, perdón, amigo, eh, es usted un hombre afortunado.
«Pobre infeliz -jadeó Zeeny entre carcajadas-. Esos cochinos angrez, bien te han jodido.»
Conque ahora resultaba que su trabajo era chistoso. «Tengo un don para los acentos -dijo él, ufano-. ¿Por qué no había de aprovechar?»
«¿Por qué no habría de aprovechar? -remedó ella agitando las piernas en el aire-. Mister actor, acaba de volver a resbalarle el bigote.
Ay, Dios mío.
¿Qué me ocurre?
¿Qué diablos?
Socorro.
Porque él tenía realmente aquel don, de verdad que lo tenía, él era el Hombre de las Mil y una Voces. Si querías saber cómo debía hablar tu botella de ketchup en el anuncio de televisión, si no estabas segura de la voz que correspondía a tu bolsa de fritos con sabor a ajo, él era tu hombre. Él hacía hablar a las alfombras en los anuncios de los grandes almacenes, imitaba a personajes célebres, judías fritas, guisantes congelados. Por la radio, podía convencer al auditorio de que era ruso, chino, siciliano o presidente de los Estados Unidos. Una vez, en una obra de radioteatro para treinta y siete voces, él las interpretó todas, con una serie de seudónimos, y nadie lo notó. En compañía de Mimi Mamoulian, su equivalente femenina, él dominaba las ondas hertzianas de la Gran Bretaña. Dominaban un segmento tan amplio del círculo de la voz que, como decía Mimi: «Vale más que delante de nosotros nadie mencione la Comisión Antimonopolios ni en broma.» Ella tenía una gama asombrosa; podía representar cualquier edad de cualquier lugar del mundo en cualquier tono del registro vocal, desde la angelical Julieta hasta la fatal Mae West. «Tú y yo tendríamos que casarnos cuando estés libre -le sugirió Mimi-. Entre los dos, podríamos ser las Naciones Unidas.»
«Tú eres judía -repuso él-. A mí me educaron con ciertas opiniones sobre los judíos.»
«Bueno, soy judía -dijo ella encogiéndose de hombros-. Pero el circunciso eres tú. No hay nadie perfecto.»
Mimi era muy bajita, con unos rizos negros muy prietos y aspecto de anuncio de Michelin. En Bombay, Zeeny Vakil se desperezó y bostezó, ahuyentando de su pensamiento a las otras mujeres. «Demasiado -rió-. Te pagan para que los imites, siempre y cuando no tengan que verte la cara. Tu voz se hace famosa, pero a ti te esconden. ¿Adivinas por qué? ¿Verrugas en la nariz, ojos bizcos, etcétera? ¿Alguna idea, monín? Menos seso que una maldita lechuga, palabra.»
Es verdad, pensó él. Saladin y Mimi eran una especie de leyendas, pero leyendas con lunar, estrellas opacas. El campo de gravedad de sus dotes atraía el trabajo hacia ellos, pero ellos permanecían invisibles, abandonando el cuerpo para asumir voces. Por la radio, Mimi podía convertirse en la Venus de Botticelli, podía ser Olympia, la Monroe, cualquier maldita mujer que quisiera. A nadie le importaba un pito su aspecto; ella se había convertido en su voz, valía un potosí, y había tres muchachitas perdidamente enamoradas de ella. Además, compraba inmuebles. «Conducta neurótica -confesaba sin avergonzarse-. Excesiva necesidad de arraigo, debida a hecatombes en historia armenio-judía. Cierta desesperación causada por la edad y pequeños pólipos detectados en la garganta. Las fincas son tan sedantes… Las recomiendo.» Poseía una rectoría en Norfolk, una granja en Normandía, un campanario toscano y una costa marina en Bohemia. «Todas, encantadas -explicaba-. Cadenas, aullidos, sangre en las alfombras, señoras en camisón, lo que quieran. Y es que nadie renuncia a la tierra sin pelear.»
Nadie, excepto yo, pensó Chamcha, sintiendo cómo le atenazaba la melancolía, allí tendido, al lado de Zeenat Vakil. Quizás yo sea ya un fantasma. Pero, por lo menos, un fantasma con un pasaje de avión, éxito, dinero, esposa. Una sombra pero una sombra que vive en el mundo tangible, material. Con Activo. Sí, señor.
Zeeny le acariciaba los rizos de encima de las orejas. «A veces, cuando estás callado -murmuró-, cuando no haces voces graciosas ni actúas con grandilocuencia, y cuando te olvidas de que la gente te mira, pareces un espacio en blanco. ¿Sabes? Una pizarra vacía, no hay nadie en casa. Me pone frenética, me entran ganas de abofetearte, de sacudirte para que despiertes. Pero también me da pena. Y es que eres tan tonto, tú, la gran estrella con la cara del color no apto para sus teles en color, que tiene que viajar al país de los wogs con una compañía de mala muerte, y, además, haciendo el papelito de babu, para poder salir en una obra. Te dan de puntapiés y aun así te quedas, los amas, jodida mentalidad de esclavo, palabra. Chamcha -le agarró por los hombros y lo sacudió, a horcajadas sobre él, con sus pechos prohibidos a pocas pulgadas de su cara-. Salad baba, o como te llames, por el cielo, vuelve a casa.»
La gran oportunidad de Saladin, la que pronto podría hacer que el dinero perdiera su significado, empezó en pequeña escala: televisión infantil, una cosa que se llamaba La hora de los aliens por Los Monsters de La guerra de las galaxias, inspirada en Barrio Sésamo. Era una comedia sobre un grupo de extraterrestres entre mono y psicópata, animal y vegetal, e incluso mineral, porque intervenía una artística roca espacial que podía explotarse a sí misma para extraer sus materias primas y regenerarse antes del episodio de la semana siguiente y que se llamaba Pygmalien. También aparecía una criatura brutal y eructadora, como un cactus con vómito, producto del basto sentido del humor de los productores del programa, oriunda de un planeta desierto situado en el confín del tiempo: ésta era Matilda, la austra-alien; y tres sirenas espaciales, rollizas y cantarínas, conocidas por Alien-Hadas, acaso por su talante risueño y distante; y una cuadrilla de hippies venusinos y artistas del spray de los ferrocarriles metropolitanos y similares que se llamaban Alien-Nacion; y, debajo de una cama de la nave que era el principal decorado del programa, vivía Bugsy, el escarabajo pelotero gigante de la Nebulosa de Cáncer, que se había escapado de su padre; y, en un tanque de peces, podías encontrar a Cerebro, el abalone gigante superinteligente al que chiflaba comer chinos; y Ridley, el más aterrador del reparto habitual, que parecía un juego de dientes pintado por Francis Bacon al extremo de una bolsa ciega y que tenía obsesión por la actriz Sigurney Weaver. Las estrellas del programa, los equivalentes de Kermit y Miss Piggy, eran Maxim y Mamá Alien, pareja elegantísima, de seductor atuendo y peinado asombroso, que ansiaban ser – ¿y qué si no?- celebridades de la televisión. Eran interpretados por Saladin Chamcha y Mimi Mamoulian que, de una secuencia a otra, cambiaban de voz al mismo tiempo que de traje, y no digamos de pelo, que pasaba del púrpura al bermellón, se erizaba en diagonal hasta un metro de distancia o desaparecía del todo; o de facciones y órganos, porque podían intercambiarlo todo: piernas, brazos, nariz, orejas, ojos, y cada cambio conjuraba una voz diferente de sus legendarias gargantas proteicas. El éxito del programa se debió a la utilización de novísimas imágenes creadas por ordenador. Los fondos eran simulados: nave, paisajes extraterrestres y escenarios intergalácticos; también los actores eran procesados por las máquinas, obligados a pasar cuatro horas al día soportando la aplicación de maquillaje protésico que -una vez los vídeo-ordenadores habían hecho su trabajo- les hacía parecer no menos simulados que los escenarios. Maxim Alien, playboy espacial, y Mamá, invicta campeona galáctica de lucha libre y reina universal de la pasta, tuvieron un éxito fulminante. Pasaron a los horarios preferentes y fueron solicitados por América, Eurovisión, el mundo.
A medida que La hora de los aliens adquiría preponderancia, empezó a suscitar las críticas políticas. Los conservadores lo encontraban espeluznante, obsceno (Ridley se ponía materialmente erecto al pensar intensamente en Miss Weaver), estrambótico. Los comentaristas radicales empezaron a atacar su tendencia al estereotipo, su énfasis en la idea de que lo extraño es monstruoso, su falta de imágenes positivas. Se presionó a Chamcha para que abandonara el programa; él se negó y se convirtió en blanco de ataques. «Tendré problemas cuando regrese -dijo a Zeeny-. El maldito programa no es una alegoría. Es entretenimiento. Sólo pretende distraer.»