«¿Distraer a quién? -preguntó ella-. Además, incluso ahora sólo te dejan salir al aire después de cubrirte la cara de pasta y ponerte una peluca roja. Gran cosa el Deluxe, palabra.»
«La verdad es -dijo ella cuando despertaron a la mañana siguiente-, Salad, cariño, que eres bien parecido, no un palurdo. Una piel como la leche, recién vuelto de Inglaterra. Ahora que Gibreel ha dado el esquinazo, tú podrías sucederle. Hablo en serio, sí. Necesitan una cara nueva. Vuelve a casa y tú podrías ser una gran estrella, mejor que Bachchan, más grande que Farishta. Tu cara no es tan rara como la de ellos.»
Cuando era joven, dijo él, cada una de las fases de su vida, cada personalidad que asumía, parecía temporal y eso le tranquilizaba. Sus imperfecciones no importaban, porque él podía sustituir fácilmente un momento por el siguiente, un Saladin por otro. Ahora, empero, el cambio empezaba a resultar doloroso; las arterias de lo posible habían empezado a endurecerse. «No es fácil decirte esto, pero ahora estoy casado, y no sólo con mi esposa, sino con mi vida. -Otra vez se le escapaba el acento-. En realidad, vine a Bombay por un motivo, y no era la obra. Él tiene más de setenta años y yo ya no tendré muchas oportunidades. Él no ha ido al teatro; Mahoma tendrá que ir a la montaña.»
Mi padre, Changez Chamchawala, dueño de una lámpara maravillosa. «Changez Chamchawala, pero hablas en serio, no creas que vas a poder dejarme. -Ella palmoteo-. Estoy deseando verle en persona.» Su padre, el famoso recluso. Bombay era una cultura de imitaciones. Su arquitectura reproducía el rascacielos, su cine reinventaba incansablemente Los siete magníficos y Love Story obligando a todos sus héroes a salvar por lo menos un pueblo de los bandidos asesinos y a todas sus heroínas a morir de leucemia por lo menos una vez en su carrera, a poder ser al principio. La invisibilidad de Changez era el sueño indio del infeliz crorepati que vivía enclaustrado en Las Vegas; pero un sueño no es ni siquiera una fotografía, al fin y al cabo, y Zeeny quería verlo con sus propios ojos. «Cuando está de mal humor, hace muecas a la gente -le advirtió Saladin-. Nadie lo cree hasta que lo ve, pero es la verdad. ¡Y qué muecas! Gárgolas. Además, es un puritano y te llamará descarada y, de todos modos, probablemente, yo me pelearé con él, está escrito.»
Lo que había traído a la India a Saladin: el perdón. Éste era el motivo de su viaje a su ciudad natal. Pero no habría podido decir si venía a darlo o a recibirlo.
Aspectos curiosos de las circunstancias actuales de Mr. Changez Chamchawala: en compañía de Nasreen Segunda, su nueva esposa, durante cinco días a la semana habitaba en un complejo rodeado de un alto muro conocido por el nombre de Fuerte Rojo, en el distrito de Pali Hill, favorito de las estrellas del cine; pero el fin de semana volvía, sin su esposa, a la vieja casa de Scandal Point, para pasar sus días de descanso en el mundo perdido del pasado, en compañía de la primera, y difunta, Nasreen. Además, se decía que su segunda esposa se negaba a poner los pies en la casa vieja. «O no se lo permiten», conjeturó Zeeny en el asiento trasero del largo Mercedes de cristales opacos que Changez había enviado a recoger a su hijo. Cuando Saladin acabó de ponerla en antecedentes, Zeenat Vakil silbó admirativamente: «Alucinante.»
La industria de fertilizantes Chamchawala, el imperio del estiércol de Changez, iba a ser inspeccionada por un comité gubernamental por evasión de impuestos y de aranceles de importación, pero Zeeny no estaba interesada en eso. «Ahora -dijo- podré averiguar cómo eres tú realmente.» Scandal Point se abría ante ellos. Saladin sintió que el pasado se le venía encima como una marea, ahogándolo, llenándole los pulmones de un aire salobre olvidado. Hoy no soy yo, pensó. El corazón palpita. La vida hiere a los vivos. Ninguno somos nosotros. Ninguno somos así.
Ahora había puertas de acero, accionadas desde dentro por control remoto, que sellaban el deteriorado arco triunfal. Se abrieron con un sordo zumbido, para dar acceso a Saladin a aquel lugar del tiempo perdido. Cuando vio el nogal en el que, según su padre, se guardaba su alma, empezaron a temblarle las manos. Se escudó en la prosa de lo material. «En Cachemira -dijo a Zeeny -, el árbol de tu vida es, en cierto modo, una inversión financiera. Cuando el hijo llega a la mayoría de edad, el nogal es un árbol adulto, como una póliza de seguros vencida; es un árbol valioso, puede venderse, para pagar una boda o financiar una carrera. El adulto tala su niñez para ayudar a su edad madura. Es de un materialismo escalofriante, ¿no crees?»
El coche se había detenido debajo del porche de la entrada. Zeeny no dijo nada mientras los dos subían los seis escalones hasta la puerta principal, donde fueron recibidos por un hierático y anciano criado de librea blanca con botones de latón, en cuya melena blanca reconoció Chamcha, sólo con imaginarla negra, la cabellera de Vallabh, el mayordomo que regentaba la casa en los Viejos Tiempos. «Dios mío, Vallabahbhai», dijo abrazando al anciano. El criado sonrió con dificultad. «Soy ya tan viejo, baba, creí que no me reconocerías.» Los condujo por los corredores de la mansión, con sus pesadas lámparas de cristal, y Saladin advirtió que la ausencia de cambio era excesiva y evidentemente deliberada. Era la verdad. Vallabh le explicó que cuando murió la Begum, Changez Sahib juró que la casa sería su monumento. Por lo tanto, nada había cambiado desde el día de su muerte: los cuadros, los muebles, las jaboneras, los toros de cristal rojo v las bailarinas de porcelana de Sajonia, todo, en el lugar exacto las mismas revistas en las mismas mesas, las mismas bolas de papel en las papeleras, como si también la casa hubiera muerto y sido embalsamada. «Momificada -dijo Zeeny expresando lo inefable, como siempre-, Dios, si parece una casa encantada, ¿no?» Fue en este momento, mientras Vallabh, el criado, abría las puertas dobles que conducían al salón azul, cuando Chamcha vio el fantasma de su madre.
Dio un fuerte grito y Zeeny giró sobre sus talones. «Allí -señalaba el extremo del largo y oscuro corredor-, no cabe duda, ese maldito sari de la letra de imprenta, el de los grandes titulares, el mismo que llevaba el día en que, en que…», pero Vallabh había empezado a mover los brazos como un pájaro débil incapaz de volar, verás, baba, es Kasturba, nada más, no habrás olvidado a mi esposa, es sólo mi esposa. Mi ayah Kasturba, con la que yo jugaba entre los charcos de las rocas. Hasta que pude ir sin ella y, en una hondonada, un hombre con unas gafas con montura de marfil… «Por favor, baba, no es para enfadarse, es sólo que cuando la Begum murió, Changez Sahib regaló algunos vestidos a mi esposa, ¿no te importa? Tu madre era una mujer tan generosa, cuando vivía siempre daba con largueza.» Chamcha recobró el equilibrio y se sintió ridículo. «Pues claro que no me enfado, por Dios.» Una antigua rigidez volvió a Vallabh; el derecho del viejo criado a la libertad de expresión le permitió reprender: «Perdón, baba, pero no debes pronunciar el nombre de Dios en vano.»
«Mira cómo suda -cuchicheó Zeeny-. Parece muy asustado.» Kasturba entró en la habitación y, aunque su reunión con Chamcha fue bastante cariñosa, había cierta tensión en el aire. Vallabh se fue en busca de cerveza y «Thums Up», y cuando también Kasturba se excusó, Zeeny dijo inmediatamente: «Aquí hay algo raro. Esa mujer anda como si fuera el ama. No hay más que ver el aire que se da. Y el viejo estaba asustado. Apostaría a que esos dos se traen algo entre manos.» Chamcha trató de razonar. «Viven aquí solos casi siempre; probablemente duermen en el dormitorio principal y comen en la vajilla buena; deben de imaginar que esto les pertenece.» Pero pensaba qué asombroso parecido con su madre tenía el ayah Kasturba con aquel viejo sari.
«Estuviste ausente tanto tiempo -dijo a su espalda la voz de su padre-, que ahora no puedes distinguir a un ayah viva de tu difunta mamá.»
Saladin dio media vuelta para descubrir la triste imagen de un padre que se había arrugado como una manzana vieja pero que se empeñaba en usar los caros trajes italianos de sus años de opulenta corpulencia. Ahora que había perdido tanto los antebrazos de Popeye como el abdomen de Brutón, parecía estar vagando dentro de su ropa como el que busca algo que nunca llegó a identificar. Estaba en el umbral de la puerta mirando a su hijo con la nariz dilatada y los labios doblados en una mueca que la hechicería abrasadora de los años había convertido en débil simulacro de su antigua cara de ogro. Chamcha empezaba a advertir que su padre ya no podía asustar a nadie, que había perdido la magia, que no era más que un vejestorio que iba camino de la tumba, y Zeeny observaba con cierto desencanto que Changez Chamchawala llevaba un conservador corte de pelo y, puesto que calzaba relucientes zapatos modelo Oxford con cordones, tampoco parecía verosímil la historia de las uñas de palmo cuando el ayah Kasturba volvió, fumando un cigarrillo y pasando por delante de los tres, padre, hijo, amiga, se fue hacia un sofá Chesterfield tapizado de terciopelo azul y se instaló en él con la sensualidad de una starlet, a pesar de ser mujer entrada en años.
No bien hubo hecho Kasturba su escandalosa entrada, Ghangez se deslizó por el lado de su hijo y se colocó al lado de la antigua ayah. Zeeny Vakil, con chispitas de escándalo en los ojos, siseó a Chamcha: «Cierra la boca, cariño. Es de mal efecto.» Y Vallabh, el criado, empujaba por la puerta un carrito de bebidas observando impasible cómo su amo de muchos años largos ponía un brazo alrededor de su esposa, que lo aceptaba de buen grado.
Cuando el progenitor, el creador, se revela satánico, con frecuencia el hijo se pone severo. Chamcha se oyó preguntar; «¿Y mi madrastra, querido padre? ¿Está bien?»
El anciano dijo a Zeeny: «Espero que contigo no sea tan santurrón. O debes de aburrirte mucho.» Y a su hijo, en tono más áspero: «¿Ahora te interesas por mi esposa? Pues ella no se interesa por ti. No tiene deseos de verte. ¿Por qué había de perdonarte? Tú no eres hijo suyo. Ni mío ahora tal vez.»