No he venido a pelearme con él. Mira, el viejo chivo. No debo pelear. Pero esto, esto es intolerable. «En la casa de mi madre -exclamó Chamcha melodramáticamente, perdiendo la batalla consigo mismo-. El Gobierno piensa que hay corrupción en tus negocios, y ésta es la corrupción de tu alma. Mira lo que les has hecho a ellos. Vallabh y Kasturba. Con tu dinero. ¿Cuánto necesitaste? Para envenenarles la vida.
Eres un enfermo.» Miraba a su padre con irreprimible furor justiciero.
Inesperadamente, intervino Vallabh, el criado: «Baba, con todo respeto, perdona, pero ¿qué sabes tú? Tú te marchaste y ahora vienes a juzgarnos.» Saladin sintió que el suelo se hundía bajo sus pies; ante sus ojos se abría el infierno. «Es verdad que él nos paga -prosiguió Vallabh-. Por nuestro trabajo y también por lo que ves. Por esto.» Changez Chamchawala oprimió más estrechamente los dóciles hombros del ayah.
«¿Cuánto? – gritó. Chamcha-. ¿Cuánto convinisteis entre los dos hombres? ¿Cuánto por prostituir a tu esposa?»
«Qué tonto -dijo Kasturba con desdén-. Educado en Inglaterra y todo lo que quieras, pero todavía con la cabeza llena de paja. Vienes aquí haciendo aspavientos, en la casa de tu madre, etcétera, pero quizá no la querías tanto. Nosotros sí la queríamos, todos nosotros. Los tres. Y de esta manera podemos mantener vivo su espíritu.»
«Podrías decir que esto es pooja -dijo la voz suave de Vallabh-. Un acto de culto.»
«Y tú -Changez Chamchawala hablaba con la misma suavidad que su criado-, tú vienes a este templo. Con tu falta de fe. Mister, tienes una desfachatez…»
Y, por último, la traición de Zeenat Vakil. «Anda ya, Salad -dijo sentándose en el brazo del sofá Chesterfield, al lado del anciano-. ¿Por qué tienes que ser un aguafiestas? Tú no eres un ángel, tesoro, y estas personas parecen haber dispuesto muy bien las cosas.»
La boca de Saladin se abrió y se cerró. Changez dio a Zeeny unas palmadas en la rodilla. «Ha venido a acusar, hijita. Ha venido a vengar su juventud, pero se han vuelto las tornas y ahora está confuso. Hay que darle una oportunidad y tú serás el árbitro. No consiento en ser sentenciado por él, pero de ti aceptaré cualquier veredicto.»
El muy canalla. Viejo canalla. Quería hacerme caer y aquí estoy, mordiendo el polvo. No pienso hablar, y por qué, así no, esta humillación. «Había un billetero lleno de libras esterlinas -dijo Saladin Chamcha-, y había un pollo asado.»
¿De qué acusaba el hijo al padre? De todo: espionaje de un niño, robo de la olla del arco iris, exilio. De convertirle en lo que acaso no habría sido. De «hacer un hombre de». De «qué voy a decir a mis amigos». De irreparables rupturas y ofensivos perdones. De sucumbir a la adoración de Alá con la nueva esposa y también de culto blasfemo de la anterior. Sobre todo, de «adepto de lámpara maravillosa» de «abresesamista». Él todo lo consiguió con facilidad, donaire, mujeres, riqueza, poder, posición. Frotar, puf, genio, deseo, en seguida, amo, ya está. Era un padre que había prometido, y luego escamoteado, una lámpara maravillosa.
Changez, Zeeny, Vallabh y Kasturba permanecieron inmóviles y mudos hasta que Saladin Chamcha dejó de hablar, colorado y violento. «Tanta violencia de espíritu al cabo de tanto tiempo -dijo Changez después de un silencio-. Es triste. Al cabo de un cuarto de siglo, todavía reprocha los pecadillos del pasado. Ay, hijo. Tienes que dejar de acarrearme como a un loro en el hombro. ¿Qué soy yo? Ya nada. Yo no soy tu maestro. Afróntalo, mister: yo ya no soy la clave de tu vida.»
Por una ventana, Saladin Chamcha vio un nogal de cuarenta años. «Córtalo -dijo a su padre-. Córtalo, véndelo y mándame el dinero.»
Chamchawala se puso de pie y extendió la mano derecha. Zeeny se levantó a su vez y la tomó como una bailarina tomaría unas flores; en el acto, Vallabh y Kasturba se redujeron a criados como si un reloj hubiera dado en silencio la hora de las calabazas. «Ese libro suyo -dijo a Zeeny-. Tengo algo que le gustará.»
Los dos salieron del salón; el indefenso Saladin, después de un momento de titubeo, les siguió de mala gana. «Aguafiestas -gritó Zeeny alegremente por encima del hombro-. Vamos, olvídalo, déjate de niñerías.»
La colección de arte Chamchawala, que se guardaba en Scandal Point, comprendía una gran serie de las legendarias telas Hamzanama, parte de la secuencia del siglo XVI que representan escenas de la vida de un héroe que tal vez fuera o tal vez no el famoso Hamza, tío de Mahoma, cuyo hígado fue comido por Hind, la mujer de La Meca, cuando yacía muerto en el campo de batalla de Uhud. «Me gustan estas pinturas porque se permite fracasar al héroe -dijo Changez a Zeeny -. Mire cuántas veces tienen que sacarlo de apuros.» Los cuadros eran también prueba elocuente de la tesis de Zeeny Vakil acerca de la naturaleza ecléctica e híbrida de la tradición artística india. Los mogoles habían traído artistas de todas las partes de la India a trabajar en las pinturas; la identidad individual se sumergía en la creación de un Superartista de muchas cabezas y muchos pinceles que, literalmente era la pintura india. Una mano dibujaría los suelos de mosaico, otra las figuras, otra los cielos con nubes de aspecto chino. En el reverso de las telas estaban las historias que acompañaban las escenas. Los cuadros se mostraban como una película: sosteniéndolas en alto mientras alguien leía la historia del héroe. En Hamzanama podías ver la miniatura persa fundiéndose con los estilos de pintura kannada y keralan, podías ver la filosofía hindú y musulmana formando su síntesis característica de las postrimerías de la dominación mogol.
Un gigante estaba atrapado en un foso y sus verdugos humanos le clavaban lanzas en la frente. Un hombre hendido verticalmente desde la cabeza hasta la ingle todavía sostenía en alto la espada mientras caía. En todas partes, espumosa efusión de sangre. Saladin Chamcha se dominó. «El salvajismo -dijo en voz alta con su voz inglesa-, el puro bárbaro amor del dolor.»
Changez Chamchawala hacía caso omiso de su hijo, sólo tenía ojos para Zeeny, quien sostenía su mirada. «El nuestro es un Gobierno de filisteos, señorita, ¿no cree? Les he ofrecido toda la colección totalmente gratis, ¿lo sabía? A condición de que la alberguen debidamente, que construyan un local. El estado de las telas no es óptimo, como puede ver… Y no quieren. No les interesa. Mientras tanto, todos los meses recibo ofertas de Amrika. ¡Y qué ofertas! No lo creería. Yo no vendo. Nuestro patrimonio, hijita, día tras día, los Estados Unidos se lo están llevando. Pinturas de Ravi Varma, bronces de Chandela, celosías de Jaisalmer. Nos vendemos, ¿no? Ellos dejan caer el billetero al suelo y nosotros nos arrodillamos a sus pies. Nuestros toros de Nandi acaban en un patio de Texas. Pero todo esto usted ya lo sabe. Usted sabe que hoy la India es un país libre.» Guardó silencio, pero Zeeny esperaba; tenía que venir algo más. Y vino: «Un día, yo también aceptaré los dólares. No por el dinero. Por el placer de ser una puta. De convertirme en nada. Menos que nada.» Y ahora, por fin, el gran trueno, las palabras que siguieron a las palabras menos que nada. «Cuando yo muera -dijo Changez Chamchawala a Zeeny-, ¿qué seré? Un par de zapatos vacíos. Es mi destino, el destino que él me ha deparado. Este actor. Este simulador. Se ha convertido a sí mismo en imitador de hombres inexistentes. No tengo a nadie que me suceda, nadie a quien dar lo que yo he hecho. Ésta es su venganza: él me roba mi posteridad.» Sonrió, le palmeó una mano y la dejó al cuidado de su hijo. «Se lo he contado -dijo a Saladin-. Todavía llevas el pollo escondido en el pecho. Yo le he expuesto mis quejas. Ahora ella debe juzgar. Era lo convenido.»
Zeenat Vakil se acercó al anciano del traje grande, le puso las manos en las mejillas y le dio un beso en los labios.
Después de que Zeenat le traicionara en la casa de las perversiones paternas, Saladin Chamcha se negó a verla y a contestar los mensajes que ella le dejaba en la recepción del hotel. La millonaria acabó su temporada y la gira tocó a su fin. Hora de regresar a casa. Después de la fiesta de la noche de despedida, Chamcha se retiró a su habitación. En el ascensor, una pareja joven, evidentemente en luna de miel, escuchaba música por auriculares. El joven dijo a su esposa: «Dime, ¿todavía te parezco un extraño a veces?» Ella movió negativamente la cabeza con una sonrisa cariñosa, no te oigo, se quitó los auriculares. Él repitió muy serio: «¿Te parezco todavía a veces un extraño?» Ella, con sonrisa impasible, apoyó la mejilla un instante en el hombro alto y flaco de él. «Sí, una o dos veces», dijo, y volvió a ponerse los auriculares. Él, aparentemente satisfecho con la respuesta, la imitó. Sus cuerpos volvieron a seguir el ritmo de la música. Chamcha salió del ascensor. Zeenat estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta de su habitación.
Dentro de la habitación, ella se sirvió un generoso whisky con soda. «Te portas como un niño -le dijo-. Vergüenza tendría que darte.»
Aquella tarde, él había recibido un paquete de su padre. Dentro había un trozo de madera y muchos billetes, no rupias, sino libras esterlinas: las cenizas, por así decir, de un nogal. Él estaba embargado de un confuso furor y, puesto que Zeenat estaba allí, la hizo blanco de él. «¿Te has creído que te quiero? -preguntó con deliberada crueldad-. ¿Te has creído que voy a quedarme por ti? Yo estoy casado.»
«Yo no quería que te quedaras por mí -dijo ella-. No sé por qué, yo lo deseaba por ti mismo.»
Hacía unos días, él había ido a ver la versión india de una obra teatral de Sartre que trataba del tema de la vergüenza. En el original, un marido sospecha que su mujer le es infiel y le tiende una trampa para sorprenderla. Él se arrodilla para mirar por el ojo de la cerradura de la puerta de la calle. Entonces siente que hay alguien detrás de él, se vuelve sin levantarse y la ve a ella, que le mira con rencor y repugnancia. El cuadro: él de rodillas y ella, mirándole desde arriba, es el arquetipo sartreano. Pero en la versión india el marido arrodillado no sentía ninguna presencia a su espalda, sino que era sorprendido por la esposa, se levantaba del suelo para enfrentarse a ella en un plano de igualdad, se defendía echando bravatas y vociferando hasta que ella se echaba a llorar, entonces la abrazaba y se reconciliaban.