Выбрать главу

«Dices que tendría que darme vergüenza -dijo Chamcha a Zeenat con amargura-. Tú, que desconoces la vergüenza. En realidad, ésta debe de ser una característica nacional. Empiezo a sospechar que los indios carecen del necesario refinamiento moral para poseer un verdadero sentido de la tragedia y, por consiguiente, son incapaces de comprender el concepto de la vergüenza.»

Zeenat Vakil terminó su whisky. «Está bien. No es preciso que digas más. -Levantó las manos-. Me rindo. Me marcho. Mr. Saladin Chamcha, yo pensé que todavía estabas vivo, por lo menos un poco, que aún respirabas, pero me equivocaba. Resulta que durante todo este tiempo has estado muerto.»

Y una última frase, antes de cruzar la puerta con los ojos lácteos. «No dejes que las personas se acerquen mucho a ti, Mr. Saladin. Les dejas cruzar tus defensas y los muy canallas te clavan un puñal en el corazón.»

Después de aquello, ya nada le retenía allí. El avión despegó y dio la vuelta sobre la ciudad. Allá abajo su padre disfrazaba de su difunta esposa a una criada. El nuevo plan circulatorio había convertido el centro de la ciudad en un gigantesco atasco. Los políticos trataban de medrar haciendo padyatras, peregrinaciones a pie por todo el país. Había pintadas que decían: Aviso a los políticos. La única salida: padyatra al infierno. O, también: a Assam.

Los actores empezaban a meterse en política: MGR, N. T. Rama Rao, Bachchan. Durga Khote denunciaba que una asociación de actores era un «frente rojo». Saladin Chamcha, en el vuelo 420, cerró los ojos; y entonces, con profundo alivio, sintió reveladores latidos y ajustes en la garganta que indicaban que su voz, espontáneamente, reasumía su carácter británico, serio y seguro.

El primer incidente inquietante que Mr. Chamcha experimentó en aquel vuelo fue reconocer entre el pasaje a la mujer de sus sueños.

4

La mujer de sus sueños era más baja y menos grácil que la de verdad, pero en el momento en que Chamcha la vio pasear tranquilamente por los pasillos del Bostan, recordó la pesadilla. Cuando Zeenat Vakil se marchó, él cayó en un sueño atormentado y tuvo un presentimiento: la visión de una mujer-bombardero con una voz de acento canadiense, casi inaudible de tan suave, profunda y melodiosa como un océano lejano. La mujer del sueño iba tan cargada de explosivos que, más que el bombardero, era la bomba; la mujer que paseaba por el pasillo tenía en brazos a un niño de pecho que parecía dormir plácidamente, un niño tan bien envuelto y tan estrechamente abrazado que Chamcha no consiguió distinguir ni un solo rizo de pelo recién nacido. Influido por el sueño, Chamcha pensó que, en realidad, el niño era un manojo de cartuchos de dinamita o alguna especie de artefacto que hacía tictac, y ya iba a gritar cuando reaccionó y se reprendió severamente. Éstas eran precisamente las tontas supersticiones que ahora dejaba atrás. Él era un hombre correcto, con el traje bien abrochado, que iba camino de Londres y de una vida ordenada y feliz. Él formaba parte del mundo real.

Saladin viajaba solo, rehuyendo a los restantes miembros de la compañía Prospero Players, esparcidos por la clase turista, con camisetas del Pato Donald, que doblaban el cuello imitando a los danzarines de natyam, llevaban saris benarsi, bebían demasiado champán barato de avión e importunaban a las desdeñosas azafatas que, por ser indias, sabían que los actores eran gente de baja estofa; en suma, comportándose con la falta de discreción propia de los cómicos. La mujer que llevaba el niño en brazos tenía para los faranduleros blancos una mirada que los convertía en volutas de humo, en espejismos, en fantasmas. Para un hombre como Saladin Chamcha no había nada tan penoso como la degradación de lo inglés por los propios ingleses. Volvió a su periódico, en el que una manifestación del «rail roko» de Bombay era dispersada por cargas de policías armados de lathis. El reportero del periódico sufrió la fractura de un brazo y su cámara fue destrozada. La policía publicó una «nota». Ni el periodista ni ninguna otra persona fue atacada intencionadamente. Chamcha cayó en sopor de avión. La ciudad de las historias perdidas, los árboles talados y los ataques no intencionados se borró de su pensamiento. Cuando volvió a abrir los ojos, tuvo la segunda sorpresa de aquel macabro viaje. Un hombre pasó por su lado camino del aseo. Llevaba barba y unas gafas baratas con cristales de color, pero Chamcha lo reconoció: allí, viajando de incógnito en la clase turista del vuelo AI-420, estaba el superstar desaparecido, la leyenda viva Gibreel Farishta en persona.

«¿Ha dormido bien?» Saladin comprendió que la pregunta iba dirigida a él, y apartó la mirada del gran actor de cine para contemplar al personaje no menos extraordinario que iba sentado a su lado, un inefable americano con gorra de béisbol, gafas de montura metálica y una camisa verde neón sobre la que se retorcían las figuras entrelazadas de dos resplandecientes dragones chinos dorados. Chamcha había eliminado al ente de su campo visual, en un intento de envolverse en un capullo de intimidad, pero la intimidad no era posible.

«Eugene Dumsday, a sus órdenes. -El hombre dragón le tendió una enorme mano colorada-. A las suyas y a las de la Guardia Cristiana.»

Chamcha, atontado por el sueño, movió la cabeza: «¿Es militar?»

«¡Ja! ¡Ja! Sí, señor, podría decirse que sí. Un humilde soldado de a pie del ejército de la Guardia Todopoderosa.» Oh, todopoderosa guardia, pues claro, haberlo dicho. «Yo, señor, soy un hombre de ciencia y mi misión, mi misión y, permítame decirlo, mi privilegio, ha sido visitar su gran nación para combatir la aberración más perniciosa que jamás haya agarrado de los huevos a la imaginación popular.»

«No sé a qué se refiere.»

Dumsday bajó la voz. «Me refiero a la caca del mono, señor. El darwinismo. La herejía evolucionista de Mr. Charles Darwin.» Su tono hacía evidente que el nombre del atormentado Darwin, obsesionado por Dios, le resultaba tan repulsivo como el de cualquier demonio de cola hendida, Belcebú, Asmodeo o el propio Lucifer. «He prevenido a sus compatriotas contra Mr. Darwin y sus obras -le confió Dumsday-. Con mi exposición asistida de cincuenta y siete diapositivas personales. Últimamente, señor mío, hablé en el banquete del Día del Entendimiento Mundial del Rotary Club de Cochin, Kerala. Hablé de mi país, de su juventud. Yo la veo perdida, señor. La juventud de América; yo veo que, en su desesperación, recurre a los narcóticos e, incluso, porque yo soy un hombre que habla claro, a las relaciones sexuales prematrimoniales. Y yo lo dije entonces y se lo digo ahora. Si yo pensara que mi tatarabuelo había sido un chimpancé yo estaría también bastante deprimido.»

Gibreel Farishta estaba sentado al otro lado del pasillo, mirando por la ventanilla. Empezaba la película y se bajaban las luces. La mujer del niño seguía de pie, arriba y abajo, quizá para que el chiquitín no llorase. «¿Y cómo le fue?», preguntó Chamcha, comprendiendo que tenía que decir algo.

Su vecino titubeó. «Me parece que el sistema de sonido se averió -dijo al fin-. Es lo que yo pienso, o ¿por qué habían de ponerse esas buenas gentes a hablar entre sí, de no creer que yo había terminado?»

Chamcha se sintió un poco avergonzado. Él pensaba que, en un país de fervorosos creyentes, la idea de que la ciencia era la enemiga de Dios tenía que ejercer una fácil atracción; pero el aburrimiento de los rotarios de Cochin le demostraba que estaba equivocado. A la luz parpadeante de la película, Dumsday, con su voz de buey inocente, siguió poniéndose en evidencia, completamente ajeno a lo que hacía. Al término de un paseo por el magnífico puerto natural de Cochin, al que Vasco da Gama llegó en busca de especias, con lo que puso en marcha toda esa ambigua historia del Este y el Oeste, Mr. Dumsday fue abordado por un mocoso con pssts y hey-mister-okays. «¡Eh, usted, yes! ¿Quiere hachís, sahib? Eh, misteramérica, Yes, unclesam, ¿quiere opio, calidad insuperable, del más caro? Okay, ¿quiere cocaína?

Saladin empezó a reír por lo bajo, sin poder contenerse. Aquello debía de ser la venganza de Darwin: si Dumsday consideraba al pobre Charles, tan pacato y Victoriano él, responsable de la cultura americana de la droga, qué ironía que él fuera visto en todo el globo como representante de la misma ética contra la que tan denodadamente batallaba. Dumsday le miró con dolorido reproche. Duro sino el del americano en el extranjero que no sospecha por qué suscita tanta hostilidad.

Después de que aquella risita involuntaria escapara de labios de Saladin, Dumsday se sumió en un sopor, taciturno y ofendido, dejando a Chamcha con sus propios pensamientos. ¿Debía considerarse la película de a bordo como una mutación de la forma especialmente vil y casual, que al fin sería extinguida por la selección natural, o representaba el futuro del cine? Un futuro de películas de estrambóticas peripecias eternamente protagonizadas por Shelley Long y Chevy Chase era insoportable, una visión del infierno… Chamcha empezaba a cerrar los ojos otra vez cuando se encendieron las luces, la película se detuvo y la ilusión del cine fue sustituida por la de estar contemplando el telediario cuando cuatro figuras armadas empezaron a correr por los pasillos.

* * *

Los pasajeros fueron retenidos en el avión secuestrado durante ciento once días, encallados en una pista inundada de una luz trémula y rutilante, en torno a la cual se estrellaban las grandes olas de arena del desierto, porque uno de los cuatro secuestradores, tres hombres y una mujer, había obligado al piloto a aterrizar y nadie podía decidir qué había que hacer con ellos. No habían aterrizado en un aeropuerto internacional, sino en una pista para jumbos, capricho extravagante del jeque local, construida en su oasis favorito, al que ahora conducía también una autopista de seis carriles muy popular entre hombres y mujeres solteros, que paseaban por su ancha vastedad en coches lentos, mirándose por las ventanillas con ojos hambrientos…, pero una vez hubo aterrizado el 420, la autopista se llenó de vehículos acorazados, camiones y grandes coches negros con banderas. Y mientras los diplomáticos discutían lo que debía hacerse con el avión, si asaltar o no asaltar, mientras trataban de decidir entre transigir o mantenerse firmes a expensas de vidas ajenas, una gran quietud envolvió el avión y no tardaron en empezar los espejismos. Al principio había acción a un ritmo constante, mientras el cuarteto secuestrador se mostraba electrizado, frenético, ansioso de apretar el gatillo. Son los peores momentos, pensó Chamcha, mientras los niños gritaban y el miedo se extendía como una mancha; ahora es cuando todos podríamos saltar por los aires. Luego, la situación quedó controlada: eran tres hombres y una mujer, todos altos, ninguno enmascarado, todos guapos; ellos también eran actores, ahora eran estrellas, estrellas fugaces, y tenían nombres artísticos. Dara Singh Buta Singh Man Singh. La mujer era Tavleen. La mujer del sueño era anónima, como si la imaginación del sueño de Chamcha no tuviera tiempo para seudónimos; pero, al igual que ella, Tavleen hablaba con acento canadiense, meloso, con esas oes delatoras redondas. Cuando el avión hubo aterrizado en el oasis de Al-Zamzam los pasajeros, que observaban a sus captores con la atención obsesiva con que una mangosta pasmada mira a una cobra, comprendieron que en la belleza de los tres hombres había un algo narcisista, un romántico amor al peligro y a la muerte que les hacía aparecer con frecuencia en las puertas del avión, mostrando el cuerpo a los francotiradores profesionales que debían de estar apostados entre las palmeras del oasis. La mujer se abstenía de esta frivolidad y parecía hacer un esfuerzo para no reprender a sus colegas. Ella parecía ajena a su propia belleza, lo que la hacía la más peligrosa de los cuatro. Saladin tenía la impresión de que los chicos eran muy delicados, muy pagados de sí mismos, para estar dispuestos a mancharse las manos de sangre. Les costaría trabajo matar; ellos hacían esto para salir por televisión. Pero Tavleen estaba allí trabajando. Él no apartaba la mirada de ella. Los chicos no saben, pensó. Ellos quieren comportarse como los secuestradores del cine y de la televisión; en realidad, están imitando una imagen tosca de sí mismos, son gusanos que devoran su propia cola. Pero ella, la mujer, sabe… Mientras Dara, Buta y Man Singh se pavoneaban y hacían cabriolas, ella se quedó quieta, volvió la mirada hacia el interior, e hizo que los pasajeros se quedaran tiesos de miedo.