¿Qué querían? Nada nuevo. Una patria independiente, libertad religiosa, libertad de presos políticos, justicia, rescate y salvoconducto al país que ellos eligieran. Muchos de los pasajeros llegaron a simpatizar con ellos, a pesar de que se encontraban bajo constante amenaza de ejecución. Si vives en el siglo veinte, no te cuesta trabajo verte retratado en quienes, más desesperados que tú, tratan de modelarlo a su voluntad.
Después de aterrizar, los secuestradores liberaron a todos los pasajeros menos a cincuenta, que consideraban era el número máximo que podían vigilar cómodamente. Las mujeres, los niños y los sikhs pudieron marchar. Resultó que Saladin era el único miembro de la compañía Prospero Players que no recuperó la libertad; pero sucumbió a la lógica perversa de la situación y, en lugar de sentirse afligido por verse prisionero, se alegraba de perder de vista a sus mal educados colegas; a paseo la chusma, pensó.
Eugene Dumsday, el científico creacionista, se sintió incapaz de aceptar la idea de que los secuestradores no fueran a liberarlo a él. Se puso en pie, oscilando a su gran altura como un rascacielos en un huracán, y empezó a gritar incoherencias histéricamente. Un hilo de saliva le caía por las comisuras de los labios y él la lamía con lengua febril. Bueno, un momento, canallas, ya está bien, ya está bien, peroqué, peroaquién se le ocurre, etcétera; preso en su pesadilla de vigilia, siguió babeando y babeando hasta que uno de los cuatro, evidentemente la mujer, se le acercó y le partió la mandíbula con la culata del rifle. Y, lo que es peor, el baboso Dumsday en aquel momento se lamía los labios cuando se le cerraron violentamente los maxilares, cercenándole la lengua, que fue a parar al pantalón de Saladin Chamcha, seguida rápidamente de su antiguo propietario. Eugene Dumsday cayó deslenguado e inconsciente en brazos del actor.
Eugene Dumsday consiguió la libertad a trueque de perder la lengua; el persuasor consiguió persuadir a sus captores entregando su instrumento de persuasión. Ellos no estaban para cuidar a un herido, con riesgo de gangrena, etcétera, por lo que él siguió al éxodo del avión. En aquellas primeras horas de revuelo, Saladin Chamcha no hacía más que pensar en cuestiones de detalle, si son rifles automáticos o metralletas, cómo subieron todo ese material a bordo, en qué partes del cuerpo se puede recibir una bala sin morirse, qué asustados deben de estar esos cuatro, qué conscientes de su propia muerte… Una vez se marchó Dumsday, esperaba quedarse solo, pero en la butaca que había dejado el creacionista se sentó un hombre diciendo: con permiso, yaar, pero en estas circunstancias uno necesita compañía. Era la estrella de cine, Gibreel.
Después de los primeros días de nervios en tierra, durante los cuales los tres enturbantados secuestradores se acercaban peligrosamente a los límites de la locura, gritando a la noche del desierto canallas, venid a cogernos o, también, ay, dios, ay, dios, ahora nos mandan a los jodidos comandos, esos cabrones americanos, yaar, esos ingleses gilipollas -momentos durante los cuales los restantes rehenes cerraban los ojos y rezaban, porque cuando más miedo tenían era cuando los secuestradores daban señales de debilidad-, se instaló una cierta rutina que empezaba a parecer lo normal. Dos veces al día, un solitario vehículo llevaba comida y bebida al Bostan y la depositaba en la pista. Los mismos rehenes tenían que subir las cajas, mientras los secuestradores los observaban desde el avión. Aparte de esta visita diaria, no había contacto con el mundo exterior. La radio había enmudecido. Era como si el incidente hubiera sido olvidado, como si fuera tan vergonzoso que lo hubieran borrado. «¡Esos canallas nos dejan que nos pudramos!», exclamó Man Singh, y los rehenes le hicieron coro con brío: «¡Hijras! ¡Chootias! ¡Mierdas!» Estaban envueltos en calor y silencio y ahora, en los rincones, empezaban a brillar con luz trémula los espectros. El más nervioso de los rehenes, un joven con perilla y el pelo rizado y muy corto, se despertó un amanecer chillando de miedo porque había visto un esqueleto cabalgando en un camello por las dunas. Otros veían globos de colores suspendidos del aire u oían batir alas gigantescas. Los tres secuestradores varones cayeron en una sombría melancolía fatalista. Un día Tavleen los llamó a una conferencia al extremo del avión. Los rehenes oyeron voces airadas. «Ella les dice que tienen que presentar un ultimátum -dijo Gibreel Farishta a Chamcha-. Que uno de nosotros tiene que morir o algo así.» Pero cuando los tres hombres volvieron, Tavleen no iba con ellos, y ahora en su mirada, además de desánimo había bochorno. «Han perdido las agallas. Ya no pueden seguir adelante -susurró Gibreel-. ¿Y ahora qué puede hacer nuestra Tavleen bibi?. Nada. Se acabó la historia.» Lo que ella hizo:
A fin de demostrar a sus cautivos, y también a sus compañeros secuestradores, que la idea del fracaso, de la rendición, nunca debilitaría su decisión, salió de su momentáneo retiro en el salón de primera clase y se quedó de pie delante de ellos, como una azafata que fuera a hacer una demostración de medidas de seguridad. Pero en lugar de ponerse un chaleco salvavidas y levantar la boquilla del soplador, etcétera, se levantó rápidamente la chilaba negra, que era su única prenda de vestir, y les mostró su cuerpo desnudo convertido en verdadero arsenal para que todos pudieran ver las granadas que le colgaban como pechos extra, y la gelignita sujeta con adhesivo a sus muslos, como lo estaba en el sueño de Chamcha. Luego volvió a ponerse la túnica y dijo en su voz suave y oceánica: «Cuando una gran idea nace al mundo, una gran causa, se le formulan ciertas preguntas cruciales -murmuró-. La Historia nos pregunta: ¿qué clase de causa somos? ¿Somos inflexibles, absolutos, fuertes o nos mostraremos esclavos del tiempo, gentes que hacen concesiones y claudican?» Su cuerpo había dado la respuesta.
Pasaban los días. Las circunstancias de su cautiverio, en aquel espacio reducido y tórrido, a un tiempo íntimo y distante, hacían que Saladin Chamcha deseara discutir con la mujer; la inflexibilidad también puede ser monomanía, quería decirle, puede ser tiranía y también puede ser debilidad, mientras que lo flexible también puede ser humano y lo bastante fuerte para perdurar. Pero, desde luego, no dijo nada y se sumió en el torpor de los días. Gibreel Farishta descubrió en la bolsa del asiento de delante un folleto escrito por el ausente Dumsday. Para entonces, Chamcha había advertido el empeño con el que el astro de cine se resistía al sueño, por lo que no fue sorprendente verle recitar y aprender de memoria el folleto del creacionista, mientras sus pesados párpados se iban cerrando y cerrando hasta que él los obligaba a abrirse. El folleto argüía que incluso los científicos se afanaban en reinventar a Dios, que una vez hubieran demostrado la existencia de una fuerza única unificada de la que el electromagnetismo, la gravedad y las fuerzas grandes y pequeñas de la nueva física no eran sino aspectos, avatares, como si dijéramos, o ángeles, entonces qué tendríamos sino la cosa más antigua de todas, un ente supremo que controlaba toda la creación… «Mira, lo que nuestro amigo dice es que, puestos a elegir entre un tipo de campo de fuerza abstracto y el Dios vivo y real, ¿con cuál te quedarías? Interesante, ¿no? A una corriente eléctrica no puedes rezarle. No tiene objeto pedir a una onda la llave del paraíso. -Cerró los ojos y luego volvió a abrirlos con vehemencia-. Todo son malditas bobadas – dijo secamente-. Me pone enfermo.»
Después de los primeros días, Chamcha ya no notaba el mal aliento de Gibreel, porque en aquel mundo de sudor y miedo nadie olía mucho mejor. Pero era imposible no fijarse en su cara, en la que los grandes círculos púrpura de su vigilia rodeaban sus ojos como grandes tiznaduras de aceite. Hasta que, agotadas sus fuerzas, se derrumbó en el hombro de Saladin y durmió cuatro días de un tirón.