Cuando despertó, vio que Chamcha, con ayuda del rehén de la perilla y aspecto ratonil, un tal Jalandri, le había colocado en una fila de asientos del bloque central. Fue al aseo y estuvo orinando doce minutos. Al volver tenía mirada de terror. Se sentó otra vez al lado de Chamcha, pero no decía palabra. Dos noches después, Chamcha le oyó resistirse nuevamente al sueño. O, mejor dicho, a los sueños.
«El décimo pico más alto del mundo -le oyó murmurar Chamcha- es el Xixabangma Geng, ocho mil trece metros. El noveno, el Annapurna, ocho mil setenta y ocho. -O empezaba por el otro extremo-: Primero, el Chomolungma, ocho mil ochocientos cuarenta y ocho. Dos, el K2, ocho mil seiscientos once. Kanchenjunga, ocho mil quinientos noventa y ocho. Makalu, Dhaulagiri, Manaslu, Nanga Parbat, metros ocho mil ciento veintiséis.»
«¿Cuentas los picos de más de ocho mil metros para dormir? -preguntó Chamcha-. Son más grandes que las ovejas, pero menos numerosos.» Gibreel Farishta lo miró, furioso; luego, inclinó la cabeza; tomó una decisión. «No para dormir, amigo. Para estar despierto.»
Fue entonces cuando Saladin Chamcha descubrió por qué Gibreel Farishta empezaba a tener miedo de quedarse dormido. Todo el mundo necesita a alguien con quien hablar, y Gibreel no había hablado con nadie de lo que ocurrió después de que comiera cerdos impuros. Los sueños empezaron aquella misma noche. En aquellas visiones, él estaba siempre presente, no como él mismo, sino como su homónimo, y no interpretando el papel, compa, sino que yo soy él y él es yo, yo soy el recondenado arcángel, Gibreel en persona, tamaño jodidamente natural.
Compa. Al igual que a Zeenat Vakil, a Gibreelle le hacía gracia que Chamcha se hubiera acortado el nombre. «Bhai, tú, qué risa. De verdad que tiene gracia. O sea que en inglés eres Chamcha. Pues muy bien. En lugar de mi compañero de viaje, serás mi compa. Será nuestro chistecito particular.» Gibreel Farishta poseía el don de no ver cuándo enfurecía a las personas. Saladin odiaba los motes. Pero no podía hacer nada. Odiar, lo único.
Tal vez fuera por el mote o tal vez no, lo cierto es que a Saladin las revelaciones de Gibreel le parecieron patéticas e incongruentes. ¿Qué tenía de particular que en sueños se viera como un arcángel? Los sueños pueden hacer cualquier cosa. ¿Revelaba algo más que una trivial especie de egomanía? Pero Gibreel sudaba de miedo. «La cuestión es que cada vez que me duermo el sueño continúa donde quedó. El mismo sueño en el mismo sitio. Como si alguien parase el vídeo mientras yo estoy fuera de la habitación. O, o… O como si el que estuviera despierto fuera el otro, y ésta es la verdadera pesadilla. Como si nosotros fuéramos su recondenado sueño. Aquí. Todo esto.» Chamcha le miraba fijamente. «Sí, es una locura, tienes razón», dijo. «Quién sabe si duermen los ángeles, y no digamos si sueñan. Esto parece una locura. ¿Tengo razón o no?»
«Sí; parece que estás loco.»
«Entonces, ¿qué diantre está pasando dentro de mi cabeza?
Cuanto más tiempo pasaba sin dormir, más locuaz se volvía. Empezó a obsequiar a los rehenes, los secuestradores y también a la maltrecha tripulación del vuelo 420 -aquellas azafatas antes tan desdeñosas y el flamante personal de la cabina de vuelo, que ahora estaban lúgubres y machucados en un rincón del avión y que incluso habían perdido su anterior entusiasmo por unas interminables partidas de rummy-, obsequiarles, decía, con sus teorías de la reencarnación a cual más excéntrica, comparando su estancia en la pista próxima al oasis de Al-Zamzam con un segundo período de gestación, diciendo a todo el mundo que estaban todos muertos para el mundo y en fase de ser regenerados, creados de nuevo. Esta idea parecía animarle bastante, pero hizo que muchos de los rehenes desearan darle una paliza, y se subió de pie a una butaca para explicar que el día de su liberación sería el día de su renacimiento, optimismo que tuvo la virtud de calmar a su auditorio. «Extraño pero cierto -exclamó-. Ése será el día cero y puesto que todos naceremos a la vez, a partir de entonces todos tendremos la misma edad para el resto de nuestra vida. ¿Cómo se llama a los cincuenta hijos que nacen de un solo parto? Sabe Dios. Cincuentillizos. ¡Maldición!»
Para el enloquecido Gibreel, la reencarnación era un término bajo el que se amalgamaban muchas ideas: el Ave Fénix que surge de las cenizas, la Resurrección de Jesucristo, la transmigración, en el instante de la muerte, del alma del Dalai Lama en el cuerpo de un recién nacido…, cosas que se confundían con los avatares de Vishnu, las metamorfosis de Júpiter, que imitó a Vishnu y adoptó la forma de un toro, etcétera, incluyendo, naturalmente, la progresión de los seres humanos por sucesivos ciclos de vida, ora como cucarachas, ora como reyes, hasta la dicha del no volver. Para volver a nacer, tienes que morir. Chamcha no se molestó en protestar que, en la mayoría de los ejemplos que ponía Gibreel en sus soliloquios, la metamorfosis no exigía la muerte; se había entrado en la nueva carne por otras vías. Gibreel, en su alto vuelo, moviendo los brazos como imperiosas alas, no soportaba interrupciones. «Lo viejo debe morir, atended al mensaje, o lo nuevo no podrá ser lo que sea.»
A veces, la perorata acababa con llanto. Farishta, extenuado, perdía la serenidad y apoyaba la cara, sollozando, en el hombro de Chamcha y éste -el cautiverio prolongado erosiona cierta reserva en el cautivo- le acariciaba la mejilla y le daba un beso en el pelo. Vamos, vamos, vamos. Otras veces, podía más la irritación. La séptima vez que Farishta citó al castaño de Gramsci, Saladin gritó indignado: Quizás eso mismo esté ocurriéndote a ti, bocazas; tu viejo yo se está muriendo y ese ángel de tus sueños trata de encarnarse en ti.
«¿Quieres saber algo realmente raro? -Gibreel, al cabo de ciento un días, ofrecía más confidencias a Chamcha-. ¿Quieres saber por qué estoy aquí? -De todos modos, se lo dijo-: Por una mujer. Sí, señor. Por el jodido gran amor de mi jodida vida. Con la que he pasado en total tres días y medio. ¿No demuestra eso que estoy realmente majareta? ¿Qué dices, compa, viejo Chamcha?»
Y: «¿Cómo explicártelo? Tres días y medio de eso, ¿cuánto tiempo necesitas para saber que ha ocurrido lo mejor de todo, la cosa más profunda, el momento de la verdad? Te lo juro, cuando la besé, saltaron condenadas chispas, yaar, créelo o no, ella dijo que era electricidad estática de la moqueta, pero yo he besado a muñecas en habitaciones de hotel antes y aquello fue lo auténtico, lo grande. Jodidas descargas eléctricas, tú, tuve que dar un salto atrás, con un calambre.»
No tenía palabras para describirla, aquella mujer de hielo de la montaña, para expresar lo que había sido aquel momento en que su vida quedó hecha pedazos a sus pies y ella se convirtió en el significado de su vida. «Tú no lo entiendes -renunció-. Será que tú nunca encontraste a una persona por la que cruzarías el mundo, por la que lo dejarías todo plantado y tomarías un avión. Ella subió al Everest, tú. Veintinueve mil dos pies, o quizá veintinueve mil ciento cuarenta y uno. Hasta la misma cima. ¿Imaginas que no había de subirme a un jumbo por una mujer como ella?»
Cuanto más se empeñaba Gibreel Farishta en explicar su obsesión por Alleluia Cone, la escaladora, con más empeño trataba Saladin de evocar el recuerdo de Pamela, pero ella se le resistía. Al principio quien le visitaba era Zeeny, su sombra, y, al cabo de un tiempo, nadie. La pasión de Gibreel empezó a poner a Chamcha frenético de indignación y frustración, pero Farishta no lo notaba, le daba palmadas en la espalda, anímate, compa, ya queda poco.
Al ciento décimo día, Tavleen se acercó a Jalandri, el pequeño rehén de barba de chivo, y le hizo una seña con el dedo. Nuestra paciencia se ha agotado, anunció; hemos enviado vanos ultimátums sin recibir respuesta, ha llegado la hora del primer sacrificio. Ella utilizó esta palabra: sacrificio. Miró a Jalandri a los ojos y pronunció su sentencia de muerte: «Tú serás el primero. Apóstata, traidor, infame.» Ordenó a la tripulación que se preparasen para despegar; no iba a exponerse a que asaltaran el avión después de la ejecución y, con la punta del rifle, empujó a Jalandri hacia la puerta abierta de delante, mientras él chillaba y pedía clemencia. «Esa mujer tiene buena vista -dijo Gibreel a Chamcha-. Es un cut-sird.» Jalandri era su primer objetivo por su decisión de descartar el turbante y cortarse el pelo, con lo cual se había convertido en traidor a su fe, un sirdarji tonsurado. Cut-Sird. Una sentencia de siete letras. Inapelable.
Jalandri se había puesto de rodillas, unas manchas se le extendían por el fondillo de los pantalones. Ella lo arrastraba hacia la puerta agarrándolo del pelo. Nadie se movió. Dura Buta Man Singh volvieron la espalda al cuadro. Él estaba arrodillado de espaldas a la puerta; Tavleen le dio la vuelta, le disparó en la nuca y él cayó al asfalto. La mujer cerró la puerta.
Man Singh, el más joven y nervioso del cuarteto, le gritó: «¿Y ahora adónde vamos? Allí donde vayamos seguro que nos mandan a los comandos. Estamos perdidos.»
«El martirio es un privilegio -dijo ella con suavidad-. Seremos como las estrellas; como el sol.»
La arena cedió paso a la nieve. Europa en invierno, bajo su alfombra blanca que la transformaba, su blancura fantasmagórica relucía en la noche. Los Alpes, Francia, la costa de Inglaterra, rocas blancas que se erguían hasta unos prados blanqueados. Mr. Saladin Chamcha, anticipando ansiosamente la llegada, se caló el bombín. El mundo había redescubierto el vuelo AI-420, el Boeing 747 Bostan. El radar lo seguía; crepitaba la radio. ¿Desean permiso para aterrizar? Pero no se solicitaba permiso. El Bostan volaba en círculo sobre las costas de Inglaterra como una gigantesca ave marina. Gaviota. Albatros. Los indicadores de combustible descendían hacia el cero.
Cuando estalló la pelea, pilló desprevenidos a todos los pasajeros, porque ahora los tres secuestradores masculinos no discutían con Tavleen, no hubo furiosos cuchicheos acerca del combustible ni qué coño te propones, sino un hosco silencio, ni siquiera hablaban entre sí, como si hubieran abandonado toda esperanza, y entonces fue cuando Man Singh perdió la cabeza y fue a por ella. Los rehenes miraban la lucha a muerte, incapaces de sentirse involucrados, porque un extraño distanciamiento de la realidad se había apoderado de todo el avión, una especie de indiferencia, un fatalismo podríamos decir. Los dos cayeron al suelo y ella le clavó el cuchillo en el estómago. Eso fue todo; la rapidez acrecentó la aparente intrascendencia del hecho. Luego, en el instante en que ella se levantó fue como si todo el mundo despertara; todos vieron con claridad que aquella mujer iba en serio, que pensaba llegar hasta el fin: en la mano tenía el cable que conectaba todas las espoletas de todas las granadas que llevaba debajo de la túnica, todos aquellos pechos fatídicos, y aunque en aquel momento Buta y Dura se le echaron encima, ella tiró del cable y las paredes saltaron.