Baal, a distancia -con Bilal no se puede jugar-, los provoca. «Si las ideas de Mahound tuvieran algún valor, ¿creéis que serían aceptadas únicamente por gentuza como vosotros?» Salman apacigua a Bilaclass="underline" «Debemos sentirnos honrados de que el poderoso Baal se digne atacarnos», sonríe, y Bilal se relaja y desiste. Khalid, el aguador, está inquieto, y cuando ve acercarse la figura corpulenta de Hamza, tío de Mahound, corre ansiosamente hacia él. Hamza, a los sesenta años, todavía es el luchador y el cazador de leones más famoso de la ciudad. No obstante, la verdad es menos gloriosa que los elogios: muchas veces, Hamza ha sido vencido en el combate y salvado por los amigos o por la suerte; rescatado de las fauces de los leones. Él tiene dinero suficiente para hacer que estos detalles no trasciendan. Y la edad, y la supervivencia, imprimen una especie de refrendo en una leyenda marcial. Bilal y Salman se olvidan de Khalid y siguen a Baal. Los tres están nerviosos, son jóvenes.
Todavía no ha vuelto a casa, dice Hamza. Y Khalid, preocupado: Pero si hace horas. ¿Qué estará haciéndole ese canalla, torturándole, empulgueras, látigo? Salman, una vez más, es el más tranquilo: No es el estilo de Simbel, dice; debe de ser algo más taimado, podéis estar seguros. Y Bilal vocifera lealmente: Taimado o no, yo tengo fe en él, en el Profeta. Él no sucumbirá. Hamza se limita a reprochar ligeramente: Oh, Bilal, ¿cuántas veces habré de decírtelo? Conserva tu fe para Dios. El Mensajero sólo es un hombre. La tensión estalla en Khalid: se planta ante el viejo Hamza y pregunta: ¿Quieres decir que el Mensajero es débil? Por más tío que seas… Hamza golpea al aguador sobre una oreja. No le demuestres tu miedo, dice, ni aunque estés medio muerto.
Los cuatro están otra vez lavándose cuando llega Mahound; se arremolinan alrededor de él quiénquéporqué. Hamza se mantiene apartado. «Sobrino, esto no me gusta -dice con su áspera voz de soldado -. Cuando bajas de Coney, hay en ti un resplandor; hoy todo son sombras.»
Mahound se sienta en el brocal del pozo y sonríe. «Me han ofrecido un trato.» ¿Abu Simbel?, grita Khalid. Inconcebible. Recházalo. El leal Bilal le reprende: No sermonees al Mensajero. Naturalmente, él lo ha rechazado. Salman, el persa, pregunta: Qué trato. Mahound sonríe otra vez. «Por lo menos, uno de vosotros quiere enterarse.»
«Es una cosa pequeña -vuelve a empezar-. Un grano de arena. Abu Simbel pide a Alá que le conceda una pequeña gracia.» Hamza ve que está exhausto. Como si hubiera estado peleando con un demonio. El aguador grita: «¡Nada! ¡Ni un adarme!» Hamza le hace callar.
«Si nuestro gran Dios quisiera conceder… él usó esta palabra: conceder… que tres, sólo tres de los trescientos sesenta ídolos de la casa son dignos de adoración…»
«¡No hay más dios que Dios!», grita Bilal. Y sus compañeros hacen coro: «¡Ya, Alá!» Mahound parece enojado. «¿Quieren los fieles oír al Mensajero?» Ellos enmudecen, restregando los pies en el polvo.
«Él pide que Alá reconozca a Lat, Uzza y Manat. A cambio, él garantiza que nosotros seremos tolerados, incluso oficialmente reconocidos; en señal de lo cual yo voy a ser elegido miembro del consejo de Jahilia. Ésta es la oferta.»
Salman, el persa, dice: «Es una trampa. Si tú subes al Coney y luego bajas con semejante Mensaje, él te preguntará cómo conseguiste que Gibreel te hiciera la revelación precisa. Entonces podrá llamarte charlatán y farsante.» Mahound mueve la cabeza. «Tú sabes, Salman, que yo he aprendido a escuchar. Esta manera de escuchar es especial; es también una manera de preguntar. Muchas veces, cuando Gibreel viene, es como si él supiera lo que hay en mi corazón. Casi siempre me da la impresión de que él viene de dentro de mi corazón; de lo más profundo, de mi alma.»
«Puede ser una trampa diferente -insiste Salman-. •Cuánto tiempo hace que recitamos el credo que tú nos diste? No hay otro dios más que Dios. ¿Qué somos nosotros si ahora lo abandonamos? Esto nos debilita, nos hace absurdos. Dejamos de ser peligrosos. Nadie volverá a tomarnos en serio.»
Mahound se ríe, divertido de verdad. «Quizá tú no lleves aquí el tiempo suficiente -dice con amabilidad-. ¿No te has dado cuenta? La gente no nos toma en serio. Cuando yo hablo, nunca hay más de cincuenta personas y la mitad son forasteros. ¿No has leído los pasquines que Baal cuelga por toda la ciudad?» Recita:
«En todas partes se burlan de nosotros, y tú dices que somos peligrosos», exclama.
Ahora Hamza parece inquieto: «Tú nunca te habías preocupado por sus opiniones. ¿Por qué ahora sí? ¿Por qué, después de hablar con Simbel?»
Mahound mueve la cabeza. «A veces pienso que debo dar facilidades a la gente para que crea.»
Un silencio violento se hace entre los discípulos; intercambian miradas, se revuelven inquietos. Mahound vuelve a gritar: «Todos sabéis lo que ha pasado. Nuestra incapacidad para conseguir conversiones. La gente no quiere renunciar a sus dioses. No quiere, no quiere, no.» Se pone de pie, se aleja de ellos a grandes zancadas, se lava solo, al otro lado del Zam-zam, y se arrodilla para rezar.
«La gente está sumida en la oscuridad -dice Bilal tristemente-. Pero un día verá. Y oirá. Dios es uno.» La pena los embarga a los tres; hasta Hamza está desanimado. Mahound ha sido conmovido y sus seguidores tiemblan.
El se levanta, se inclina, suspira y se acerca a ellos. «Escuchadme todos -dice poniendo un brazo alrededor de los hombros de Bilal, y el otro alrededor de los de su tío-. Escuchad, es una oferta interesante.»
Khalid, que ha quedado fuera del abrazo, interrumpe con resentimiento: «Es una oferta tentadora.» Los otros se horrorizan. Hamza habla dulcemente al aguador: «¿No eras tú, Khalid, el que quería pelearse conmigo hace poco porque suponías erróneamente que cuando yo llamé hombre al Mensajero en realidad le llamaba débil? ¿Y bien? ¿Ahora me toca a mí retarte a pelear?»
Mahound suplica la paz. «Si peleamos no hay esperanza. -Trata de elevar la discusión al plano teológico-. No se trata de que Alá acepte a las tres diosas como iguales. Ni siquiera a Lat. Sólo que se les reconozca una categoría intermedia, menor.»
«De demonios», estalla Bilal.
«No. -Salman, el persa, ha comprendido-. De arcángeles. Simbel es hombre inteligente.»
«Ángeles y demonios -dice Mahound-, Shaitan y Gibreel. Todos nosotros, ya, aceptamos su existencia. Abu Simbel pide que reconozcamos a tres más de esta gran cohorte. Sólo tres, y dice él que todas las almas de Jahilia serán nuestras.»
«¿Y la Casa quedará limpia de imágenes?», pregunta Salman. Mahound responde que esto no fue especificado. Salman mueve la cabeza. «Hace esto para destruirte.» Y Bilal agrega: «Dios no puede ser cuadro.» Y Khalid, casi llorando: «Mensajero, ¿qué dices? Lat, Manat, Uzza… ¡todas son hembras! ¡Por piedad! ¿Es que ahora vamos a tener diosas? Viejas grullas, garzas, brujas?»
Pena tensión fatiga, marcadas profundamente en la cara del Profeta. La cual Hamza, como el soldado que consuela a un compañero herido en el campo de batalla, toma entre las manos. «Nosotros no podemos aclarar esto por ti, sobrino -dice-. Sube a la montaña. Ve a preguntar a Gibreel.»
Gibreel es el durmiente cuyo punto de vista es unas veces el de la cámara y otras el del espectador. Cuando es cámara, el objetivo está siempre en movimiento, él detesta las tomas estáticas, de manera que evoluciona sobre una alta grúa, mirando las figuras de los actores, en escorzo, o desciende bruscamente y se mezcla, invisible, con ellos, girando lentamente sobre los talones, para conseguir una panorámica de trescientos sesenta grados, o quizás intenta una toma móvil siguiendo a Baal y Abu Simbel mientras caminan, o, con la manual, con ayuda de un estabilizador, indaga en los secretos del dormitorio del Grande de Jahilia. Pero casi siempre permanece sentado en el monte Cone, como un espectador de anfiteatro, mirando a Jahilia, su pantalla. Él observa y juzga la acción como cualquier aficionado, goza con las luchas infidelidades crisis morales, pero no hay suficientes chicas para un auténtico éxito, tú, ¿y dónde están las malditas canciones? Hubieran tenido que alargar la escena de la feria, quizá con una actuación especial de Pimple Billimoria en una de las tiendas, moviendo sus famosas domingas.
Y entonces, de repente, Hamza dice a Mahound: «Ve a preguntar a Gibreel», y él, el durmiente, siente que el corazón le da un vuelco del susto, quién, ¿yo? ¿Yo tengo que saber la respuesta? Yo estaba aquí sentado, mirando la película, y ahora ese actor me señala, habráse visto, ¿quién pide al jodido público de una película teológica que les resuelva el condenado argumento? Pero el sueño cambia constantemente y él, Gibreel, ya no es un simple espectador, sino el protagonista, la estrella. Por su antigua debilidad de aceptar demasiados papeles: sí, sí, no sólo interpreta al arcángel, sino también al otro, el comerciante, el Mensajero, Mahound, que, a la que te descuidas, ya está subiendo la montaña. Hay que hacer un montaje primoroso en las escenas en que él hace papel doble. No pueden salir los dos en la misma toma, cada uno tiene que hablar al vacío, a la encarnación imaginaria del otro, y confiar en que la técnica, con tijeras y cinta adhesiva, hará aparecer al ausente o recurrir a una plataforma móvil, lo cual es más exótico, aunque no hay que confundirlo con una alfombra mágica, jaja.
Él ha comprendido: que tiene miedo del otro, del comerciante, ¿no es una tontería? El arcángel, temblando ante el simple mortal. Es verdad: pero es la clase de miedo que experimentas cuando estás en un plató por primera vez y ahí, a punto de entrar, está una de las leyendas vivas del cine; y piensas: voy a hacer el ridículo, me quedaré clavado, muerto, y deseas como un loco estar a la altura. Serás arrastrado por el vendaval de su genio, él puede hacerte quedar bien, como un actor de altos vuelos; pero, si no respondes, lo notarás y, lo que es peor, él también… El miedo de Gibreel, el miedo del personaje creado por su sueño, le hace resistirse a la llegada de Mahound, tratar de demorarla, pero ya viene, no hay duda, y el arcángel contiene la respiración.