Esos sueños en los que te empujan al escenario cuando no tienes que estar en él, no conoces el argumento, no has estudiado un papel, pero hay un teatro lleno que te mira, te mira: eso es lo que él sentía. O el caso verídico de la actriz blanca que interpretaba a una negra en una obra de Shakespeare y al salir a escena se dio cuenta de que llevaba puestos los lentes, ayyy, pero también se había olvidado de teñirse las manos y no podía alzarlas para quitárselos, ayyayyy: eso, también. Mahound viene a mí en busca de una revelación, a pedirme que elija entre alternativas monoteísta y henoteísta, y yo no soy más que un pobre actor idiota que tiene una pesadilla bhaemchud, qué carajo sé yo, yaar, qué puedo decirte, socorro. Socorro.
Para llegar al monte Cone desde Jahilia tienes que caminar por oscuros desfiladeros en los que la arena no es blanca, no es la arena pura, filtrada hace tiempo por los cuerpos de las holoturias marinas, sino negra y áspera y absorbe la luz del sol. Coney se cierne sobre ti como una fiera imaginaria. Tú subes por su lomo. Dejando atrás los últimos árboles, de flores blancas y hojas gruesas y lechosas, trepas por entre las peñas que se hacen más y más grandes a medida que vas subiendo, hasta que parecen enormes murallas y empiezan a tapar el sol. Los lagartos son azules como sombras. Llegas a la cumbre, Jahilia está detrás de ti y, delante, la inmensidad del desierto. Bajas por el lado del desierto y, unos ciento cincuenta metros más abajo, encuentras la cueva que es lo bastante alta como para que puedas estar de pie y que tiene suelo de milagrosa arena albina. Mientras subes, oyes a las palomas del desierto llamarte por tu nombre, y a las peñas saludarte en tu propia lengua, gritando Mahound, Mahound. Cuando llegas a la cueva, estás cansado, te tiendes y te duermes.
Pero, una vez ha descansado, él penetra en otra clase de sueño, un duermevela, ese estado que él llama de escucha, y siente un dolor en el vientre, como un tirón, como de algo que quisiera nacer, y ahora Gibreel, que estaba planeando y mirando desde las alturas, se siente confuso, yo quién soy, y en este momento empieza a parecer que el arcángel está realmente dentro del Profeta; yo soy el dolor sordo que le retuerce el vientre, yo soy el ángel que es extrusionado del ombligo del durmiente, yo, Gibreel Faríshta, emerjo mientras Mahound, mi otro yo, yace escuchando, en trance; estoy unido a él, ombligo con ombligo, por un reluciente cordón luminoso; no es posible decir cuál de nosotros sueña al otro. Los dos fluimos en ambas direcciones por el cordón umbilical.
Hoy Gibreel, además de la arrolladora vehemencia de Mahound, siente su propia desesperación: sus dudas. También, que sufre una gran necesidad, pero Gibreel todavía no se sabe el papel… él tiende el oído a la escucha-que-también-es-pregunta. Mahound pregunta: Se les mostraron milagros, pero ellos no creyeron. Ellos vieron que tú venías a mí, a la vista de toda la ciudad, y que me abrías el pecho; vieron cómo lavabas mi corazón en las aguas de Zamzam y volvías a ponerlo dentro de mi cuerpo. Muchos de ellos lo vieron, pero siguen adorando piedras. Y cuando tú viniste de noche y me llevaste volando a Jerusalén y yo planeé sobre la ciudad santa, ¿no volví y se la describí tal como es con toda precisión, hasta el último detalle, para que no pudiera dudarse del milagro, y aun así, ellos seguían acudiendo a Lat? ¿No hice cuanto estaba en mi mano para facilitarles las cosas? Cuando tú me subiste hasta el mismo Trono, Alá impuso a los fieles la dura obligación de rezar cuarenta oraciones al día. En el viaje de regreso, me encontré con Moisés y él dijo la carga es muy pesada, vuelve y pide que te sea reducida. Cuatro veces volví y cuatro veces Moisés dijo demasiadas todavía, vuelve. Pero la cuarta vez Alá había rebajado la obligación a cinco oraciones y yo me negué a volver. Me daba vergüenza suplicar más. En su bondad, Él pide cinco en lugar de cuarenta y aun así ellos aman a Manat, ellos quieren a Uzza. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo decir?
Gibreel permanece en silencio, vacío de respuestas, canastos, bhai, a mí no me preguntes. La angustia de Mahound es espantosa. Él pregunta: ¿es posible que ellas sean ángeles? Mat, Manat, Uzza… ¿puedo llamarlas angélicas? Gibreel, ¿tú tienes hermanas? ¿Son ellas hijas de Dios? Y él se castiga: Oh, qué vanidad la mía, yo soy un hombre arrogante, ¿es esto debilidad, es un simple sueño de poder? ¿Debo yo traicionarme a mí mismo por un sillón en el consejo? ¿Es esto lo sensato y prudente o es trivial y egoísta? Ni siquiera sé si el Grande es sincero. ¿Lo sabe él? Quizá ni él mismo. Yo soy débil y él es fuerte, la oferta le proporciona muchas formas de arruinarme. Pero también yo tengo mucho que ganar. Las almas de la ciudad, del mundo, ¿no han de valer tres ángeles? ¿Es Alá tan inflexible que no puede acoger a otras tres para salvar a la especie humana? -Yo no sé nada-. ¿Debe ser Dios orgulloso o humilde, regio o sencillo, transigente o in…? ¿Qué clase de idea es Él? ¿Qué clase soy yo?
A medio camino del sueño o a medio camino del despertar, Gibreel Farishta con frecuencia se siente lleno de resentimiento por la no aparición, en las visiones que le persiguen, de Aquel que se supone sabe todas las respuestas; Él nunca acude, el que se mantuvo alejado cuando yo me moría, cuando yo lo necesitaba necesitaba. Aquel del que siempre se trata, Alá Ishvar Dios. Ausente como siempre mientras nosotros nos retorcemos y sufrimos en su nombre.
El Ser Supremo se mantiene alejado; lo que vuelve constantemente es esta escena: el Profeta en trance, el extrusionado, el cordón luminoso, y luego Gibreel, en su doble papel, está tanto arriba-mirando-abajo como abajo-mirando-arriba. Y, los dos, locos de miedo por la trascendencia de todo ello. Gibreel se siente paralizado por la presencia del Profeta, por su grandeza, piensa no puedo emitir ni un sonido parecería un condenado imbécil. El consejo de Hamza: nunca muestres tu miedo; los arcángeles necesitan estos consejos tanto como los aguadores. Un arcángel tiene que aparentar serenidad, ¿qué pensaría el Profeta si los encumbrados por Dios empezaran a tartamudear de miedo escénico?
Se produce: la revelación. De esta manera: Mahound, todavía en su duermevela, se pone rígido, se le abultan las venas del cuello, se agarra el vientre. No, no es un ataque de epilepsia, no puede explicarse tan fácilmente; ¿qué ataque de epilepsia ha conseguido nunca hacer que el día se convierta en noche, que las nubes se amontonen en el cielo, que el aire se haga irrespirable mientras un ángel, muerto de miedo, planea sobre el doliente, sostenido como una cometa por un cordón de oro? Otra vez el tirón, el tirón y ahora el milagro empieza en sus mis nuestras entrañas, él tira de algo con todas sus fuerzas, obligando a algo, y Gibreel empieza a sentir ese poder, esa fuerza, aquí están, en mi propia mandíbula, moviéndola, abriendo cerrando; y el poder que sale de dentro de Mahound se eleva hasta mis cuerdas vocales y me viene la voz.
No es mi voz yo no conozco estas palabras no soy gran orador nunca lo fui ni lo seré pero no es mi voz es una Voz.
Los ojos de Mahound se abren desmesuradamente, ahora ve una visión, la mira sin pestañear, oh, sí, Gibreel recuerda, me ve a mí. Me ve a mí. Mis labios que se mueven, que son movidos por. ¿Qué, quién? No sé, no sabría decir. No obstante, aquí están ya, ya me salen por la boca, me suben por la garganta, cruzan por entre mis dientes; las Palabras.
Ser el cartero de Dios no es divertido, yaar.
Peroperopero: Dios no está en esta foto.
Sabe Dios de quién habré sido cartero.
En Jahilia esperan a Mahound junto al pozo. Khalid, el aguador, como siempre el más impaciente, corre a la puerta de la ciudad para verle venir. Hamza, como todos los viejos soldados, acostumbrado a la soledad, está en cuclillas, jugando con guijarros. No hay sensación de urgencia; a veces, está fuera varios días o, incluso, semanas. Y hoy la ciudad está casi desierta; todo el mundo ha ido a las grandes tiendas de la feria a oír a los poetas que han de concursar. En el silencio, sólo se oye el ruido de los guijarros de Hamza y el arrullo de una pareja de palomas torcaces, visitantes llegadas del monte Cone. Entonces oyen los pasos que corren.
Llega Khalid, sin aliento, desolado. El Mensajero ha regresado, pero no viene a Zamzam. Ahora todos están de pie, perplejos por este desvío de la costumbre. Los que esperaban con palmas y estelas preguntan a Hamza: ¿Entonces, no habrá Mensaje? Pero Khalid, que todavía no ha recobrado el aliento, mueve la cabeza. «Creo que lo habrá. Él tiene el aspecto de cuando recibe la Palabra. Pero no me ha hablado, sino que ha ido hacia la feria.»
Hamza toma el mando, anticipándose a la discusión, y abre la marcha. Los discípulos -se han reunido unos veinte- le siguen hacia los burdeles de la ciudad con expresiones de virtuosa repugnancia. Hamza es el único que parece contento de ir a la feria.
Encuentran a Mahound plantado delante de las tiendas de los Dueños de los Camellos Moteados, con los ojos cerrados, aprestándose a la tarea. Ellos preguntan con ansiedad; él no contesta. Al cabo de unos momentos, entra en la tienda de la poesía.
Dentro de la tienda, el auditorio saluda con burlas la llegada del impopular profeta y de sus tristes seguidores. Pero a medida que Mahound, con los ojos firmemente cerrados, avanza entre la gente, se apagan los abucheos y silbidos y se hace el silencio. Mahound no abre los ojos ni un momento, pero su paso es firme y llega al estrado sin tropezar ni chocar. Sube los pocos peldaños hacia la luz; todavía tiene los ojos cerrados. Los poetas líricos, autores de elegías de asesinatos, versificadores de relatos y comentaristas satíricos allí reunidos -Baal está presente, desde luego-, miran con sorna pero también con cierta inquietud al sonámbulo Mahound. Sus discípulos tratan de abrirse paso entre la muchedumbre. Los escribas pugnan entre sí por situarse cerca de él y escribir todo lo que diga.