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Él no puede ni quiere verla ahora. Ella le observa desde una ventana con celosía de piedra. Él no puede dejar de pasear, camina por el patio en una secuencia casual de geometría inconsciente. Sus pasos dibujan una serie de elipses, trapecios, rombos, óvalos y circunferencias. Y, mientras, ella lo recuerda al volver de las caravanas, lleno de historias oídas en los oasis de la ruta. Como la de Isa, profeta, hijo de una mujer llamada Maryam, no engendrada por varón y nacido bajo una palmera del desierto. Historias que hacían que sus ojos brillaran y luego se perdieran en la lejanía. Ella recuerda su excitabilidad: el apasionamiento con que él discutía, toda la noche si era necesario, afirmando que los viejos tiempos nómadas eran mejores que esta ciudad de oro, en la que la gente abandonaba a sus hijas en el desierto. En las tribus de antaño, hasta las huérfanas más pobres eran amparadas. Dios está en el desierto, decía, no aquí, en este aborto de ciudad. Y ella respondía: Nadie te lo discute, amor, es tarde y mañana hay que hacer las cuentas.

Ella tiene el oído fino, ya está enterada de lo que él ha dicho de Lat, Uzza y Manat. ¿Y qué? En los viejos tiempos, él quería proteger a las niñas de Jahilia; ¿por qué no había de tomar bajo su tutela también a las hijas de Alá? Pero, después de hacerse esta pregunta, ella sacude la cabeza y se apoya pesadamente en la fría pared, al lado de la ventana con celosía de piedra. Mientras, abajo, su marido pasea en pentágonos, paralelogramos, estrellas de seis puntas y, después, en formas abstractas y cada vez más laberínticas, para las que no hay nombre, como si fuera incapaz de encontrar una línea simple.

Pero cuando, a los pocos momentos, mira al patio, él ya se ha ido.

* * *

El Profeta despierta entre sábanas de seda, con un dolor como si le estallara la cabeza, en una habitación que nunca ha visto. Fuera de la ventana, el sol está cerca de su furibundo cenit y, perfilándose sobre la blancura, hay una figura alta, con una capa negra, con capucha, que canta suavemente con voz fuerte y grave. La canción es la que entonan a coro las mujeres de Jahilia acompañándose de tambores, cuando despiden a los hombres que van a la guerra.

Avanzad y nosotras os abrazaremos, abrazaremos, abrazaremos. Avanzad y os abrazaremos y extenderemos suaves alfombras.
Retroceded y nosotras os dejaremos, dejaremos, dejaremos. Retroceded y no os querremos en el lecho del amor.

Él reconoce la voz de Hind, se incorpora y se encuentra desnudo bajo la sábana cremosa. Él le grita: «¿Fui atacado?» Hind se vuelve a mirarle con su sonrisa de Hind: «¿Atacado?» le imita y da unas palmadas para pedir el desayuno. Entran criados que traen, sirven, retiran y desaparecen. Han puesto a Mahound una bata de seda negra y oro; Hind desvía la mirada con exagerada modestia. «Mi cabeza -dice él-. ¿Fui golpeado?» Ella está en la ventana, con la cabeza inclinada, fingiendo recato. «Oh, Mensajero, Mensajero -dice, burlona-. No eres galante, Mensajero. ¿No podrías haber venido a mis habitaciones conscientemente, por tu propia voluntad? No; claro que no, yo te inspiro aversión, seguro.» Él no le sigue el juego. «¿Estoy prisionero?», pregunta. Y, nuevamente, ella se ríe. «No seas necio -entonces, encogiéndose de hombros, se ablanda-. Esta noche, yo paseaba por las calles de la ciudad, enmascarada, para ver los festejos, y ¿con qué crees que tropecé sino con tu cuerpo inconsciente? ¡Como un borracho en el arroyo, Mahound! Yo envié a mis criados en busca de una litera y te traje a casa. Di gracias.»

«Gracias.»

«No creo que te reconocieran -dice ella-. O quizás estarías muerto. Ya sabes cómo estaba anoche la ciudad. La gente pierde la mesura. Mis propios hermanos todavía no han vuelto a casa.

Él recuerda ahora su angustiado y frenético paseo por la ciudad corrompida, contemplando las almas que supuestamente había salvado, mirando las efigies de simurgh, las máscaras de diablo, los behemoths y los hipogrifos. La fatiga de aquel día larguísimo, en el que bajó del monte Cone, se encaminó a la ciudad, sufrió la angustia de los acontecimientos en la tienda de la poesía -y, después, la cólera de los discípulos, la duda-, todo ello le había abrumado. «Me desmayé», recuerda.

Ella se aproxima y se sienta en la cama, cerca de él, extiende un dedo, encuentra la abertura de la bata y le acaricia el pecho. «Te desmayaste -murmura-. Eso es debilidad, Mahound. ¿Es que te vuelves débil?»

Antes de que él pueda responder, Hind le pone sobre los labios el dedo con el que le acariciara. «No digas nada, Mahound. Yo soy la esposa del Grande y ninguno de nosotros es amigo tuyo. Pero mi marido es débil. En Jahilia creen que es astuto, pero yo sé que no. Él sabe que yo tengo amantes y no hace nada, porque los templos están bajo el cuidado de mi familia. El de Lat, el de Uzza y el de Manat. Las… ¿puedo llamarlas mezquitas?, de tus nuevos ángeles.» Ella toma cubitos de melón de una fuente y trata de dárselos en la boca. Él no consiente y los coge con la mano y come. Ella prosigue: «El último de mis amantes fue el joven Baal. -Ve la cólera en su cara-. Sí -dice, satisfecha-. Ya sabía que te gustaba. Pero él no importa. Ni él ni Abu Simbel son iguales a ti. Yo lo soy.»

«Debo marcharme», dice él. «Es pronto», responde ella, volviendo a la ventana. En las afueras de la ciudad están desmontando las tiendas, las largas caravanas de camellos se disponen a partir, por el desierto ya se alejan filas de carretas; el carnaval ha terminado. Ella se vuelve de nuevo hacia él. «Yo soy tu igual -repite-, y también tu oponente. No quiero que te vuelvas débil. No debiste hacer lo que hiciste.» «Pero tú te beneficiarás -responde Mahound con amargura-. Ahora ya no peligran tus ingresos del templo.»

«Se te escapa lo esencial -dice ella suavemente, acercándose, arrimándole la cara-. Si tú estás a favor de Alá yo estoy a favor de Al-Lat. Y ella no cree en tu Dios cuando Él la reconoce a ella. Su antagonismo es implacable, irrevocable, avasallador. La guerra entre nosotros no puede tener tregua. ¡Y qué tregua! El tuyo es un amo paternalista y condescendiente. Al-Lat no tiene el menor deseo de ser hija suya. Ella es su igual como yo lo soy de ti. Pregunta a Baaclass="underline" él la conoce. Como me conoce a mí.»

«Entonces, ¿el Grande no cumplirá su compromiso?», dice Mahound.

«¡Quién sabe! -responde Hind con desdén-. Ni él mismo se conoce. Tiene que calcular los pros y los contras. Es débil, como te digo. Pero tú sabes que digo la verdad. Entre Alá y las Tres no puede haber paz. Yo no la quiero. Yo quiero pelear. A muerte; ésta es la clase de idea que soy yo. ¿Qué clase eres tú?»

«Tú eres arena y yo soy agua -dice Mahound-. El agua arrastra la arena.»

«Y el desierto absorbe el agua -responde Hind-. Mira a tu alrededor.»

Poco después de la marcha de Mahound, los heridos llegan al palacio del Grande, después de hacer acopio de valor para informar a Hind de que el viejo Hamza ha matado a sus hermanos. Pero entonces ya no se encuentra al Mensajero en ningún sitio; una vez más, lentamente, se encamina hacia el monte Cone.

* * *

Gibreel, cuando está cansado, de buena gana asesinaría a su madre por haberle puesto un mote tan condenadamente ridículo, ángel, qué palabra, él ruega ¿a qué? ¿a quién? ser librado de la ciudad soñada de castillos de arena que se desmoronan y leones de tres dentaduras, basta de limpieza de corazones de profetas, de instrucciones que recitar y promesas de paraíso, basta de revelaciones, finito, khattamshud. Lo que él ansia: dormir y no soñar. Los jodidos sueños, causa de todos los males de la Humanidad, y las películas también; si yo fuera Dios, le quitaría la imaginación a la gente y entonces quizá los pobres infelices como yo podrían dormir por la noche. Luchando contra el sueño, él obliga a sus ojos a permanecer abiertos, sin parpadear, hasta que la púrpura visual se borra de las retinas y le ciega, pero al fin y al cabo no es más que humano y acaba por caer en la madriguera y ya está otra vez en el País de las Maravillas, subiendo la montaña, y el comerciante despierta y, una vez más su necesidad, su afán, se hace sentir, no en mi boca y en mi voz esta vez, sino en todo mi cuerpo; él me reduce a su propio tamaño y me atrae hacia sí, su campo de gravedad es increible, tan poderoso como una condenada megaestrella… y entonces Gibreel y el Profeta luchan, desnudos los dos, rodando y rodando, en la cueva de la fina arena blanca que se eleva alrededor de ellos como un velo. Como si él estuviera estudiándome, registrándome, como si yo estuviera sometido al examen. En una cueva situada a ciento cincuenta metros de la cima del monte Cone, Mahound lucha con el arcángel arrojándolo de un lado al otro y permitan que les diga que está llegando a todas partes, su lengua a mi oído, su puño a mis huevos, nunca hubo persona con tanta rabia dentro, él quiere saber, quiere SABER y yo no tengo nada que decirle, físicamente es dos veces más fuerte que yo y, por lo menos, cuatro veces más sabio, quizá los dos hayamos aprendido mucho escuchando, pero es evidente que él escucha mejor que yo; y así rodamos pateamos arañamos, él empieza a tener cortes, pero, naturalmente, mi piel sigue tan suave como la de un recién nacido, no puedes arañar a un ángel con un condenado espino, no puedes magullarlo con una piedra. Y tienen público, hay djinns y afreets y toda clase de duendes sentados en las peñas mirando la pelea y, en el cielo, las tres criaturas con alas que parecen grullas, o cisnes o, simplemente, mujeres, según el efecto de la luz… Mahound le pone fin… Él se da por vencido. Después de haber luchado durante horas o, incluso, semanas, Mahound quedó aprisionado debajo del ángel, tal como él deseaba; era su voluntad la que me invadió y me dio la fuerza para sujetarlo, porque los arcángeles no pueden perder estas peleas, no estaría bien. Sólo los demonios pueden ser derrotados en estas circunstancias, así que en el mismo momento en que yo me quedé encima, él empezó a llorar de alegría y entonces hizo su viejo truco, hizo que mi boca se abriera y que la voz, la Voz, saliera de mí otra vez y se derramara sobre él, como un vómito.