Al término de su combate de lucha libre con el arcángel Gibreel, el profeta Mahound cae exhausto en su sueño habitual, revelador, pero en esta ocasión despierta antes de lo normal. Cuando recobra el conocimiento, en aquella desolación de las alturas, no hay nadie a la vista, no hay criaturas aladas posadas en las rocas. Se pone en pie de un salto, embargado por la angustia de su descubrimiento. «Era el demonio -dice en voz alta al aire, haciéndolo verdad al darle voz-. La última vez era Shaitan.» Esto es lo que él ha oído en su escucha, que ha sido engañado, que le ha visitado el diablo bajo la forma de un arcángel, de manera que los versos que aprendió de memoria, los que recitó en la tienda de la poesía no eran lo verdadero, sino su diabólica antítesis, no divinos sino satánicos. Él vuelve a la ciudad lo más de prisa que puede, para tachar los versos inmundos que huelen a azufre y sulfuro, a borrarlos para siempre por los siglos de los siglos, de manera que sólo subsistan en una o dos colecciones dudosas de viejas tradiciones que los intérpretes ortodoxos tratarán de eliminar, pero Gibreel, que planea y vigila desde el ángulo de la cámara más alto, conoce un pequeño detalle, sólo una cosita que resulta que es todo un problema: que las dos veces era yo, baba, el primero yo y el segundo, también yo. De mi boca, la afirmación y la negación, versos y conversos, universos y reversos, toda la historia, y todos sabemos cómo me movían la boca.
«Primero fue el diablo -murmura Mahound mientras corre hacia Jahilia-. Pero esta vez ha sido el ángel, indiscutiblemente. Él me hará morder el polvo.
Los discípulos lo paran en los desfiladeros próximos al pie del monte Cone, para prevenirle de la cólera de Hind, que lleva blancas ropas de luto y se ha soltado el negro cabello, dejando que la envuelva como una tormenta o arrastre por el polvo, borrando las huellas de sus pies, de manera que parece la encarnación del espíritu de la venganza. Todos han huido de la ciudad y el mismo Hamza se esconde; pero se dice que Abu Simbel todavía no ha accedido a la demanda de su esposa, que pide sangre para lavar la sangre. Todavía está calculando los pros y los contras en el asunto de Mahound y las diosas… Mahound, desoyendo los consejos de sus seguidores, regresa a Jahilia, y va directamente a la Casa de la Piedra Negra. Los discípulos le siguen, a pesar de su temor. Se congrega una muchedumbre ante la perspectiva de un nuevo escándalo, descuartizamiento o diversión por el estilo. Mahound no les defrauda.
Él está delante de las imágenes de las Tres y anuncia la abrogación de los versos que Shaitan le susurró al oído. Estos versos fueron suprimidos del verdadero texto, al-qur'án. En su lugar se rugen nuevos versos.
«¿Él ha de tener hijas y tú, hijos? -recita Mahound-. ¡Bonito reparto sería!
»Éstos no son sino nombres que habéis soñado vosotros, tú y tus antepasados. Alá no les concede autoridad.»
Mahound abandona la atónita Casa antes de que a alguien se le ocurra recoger, o arrojar, la primera piedra.
Después del repudio de los versos satánicos, el profeta Mahound vuelve a su casa donde encuentra esperándole una especie de castigo. Una especie de venganza -¿de quién? ¿Luz o tinieblas? ¿Bueno o malo?- infligida, como suele ocurrir, a un inocente. La esposa del Profeta, setenta años, está sentada al pie de una ventana con celosía de piedra, erguida, con la espalda apoyada en la pared, muerta.
Mahound, abrumado por la pena, se retrae, apenas dice palabra durante semanas. El Grande de Jahilia instaura una política de persecución que, para Hind, avanza demasiado despacio. El nombre de la nueva religión es Sumisión; ahora Abu Simbel decreta que sus adeptos deben someterse a ser confinados en el barrio más mísero de la ciudad, todo tugurios; a un toque de queda; a una prohibición de trabajar. Y hay muchos ataques físicos, se escupe a las mujeres en las tiendas, los fieles son golpeados por bandas de jóvenes bárbaros controladas en secreto por el Grande; por las noches se arroja fuego por una ventana sobre los que duermen confiados, y, por una de las habituales paradojas de la Historia, el número de los fieles se multiplica como una cosecha que, milagrosamente, prosperara a medida que empeora el clima.
Se recibe una oferta de los moradores del poblado del oasis de Yathrib, al Norte: Yathrib acogerá a «los que se sometan», si desean abandonar Jahilia. Hamza opina que deben marchar. «Aquí nunca terminarás tu Mensaje, sobrino, créeme. Hind no descansará hasta que te haya arrancado la lengua y a mí los huevos, con perdón.» Mahound, solo y lleno de ecos en la casa de su dolor, da su consentimiento y los fieles parten para hacer sus planes. Khalid, el aguador, se queda atrás y el Profeta de ojos hundidos espera que hable. Con turbación, dice: «Mensajero, yo dudé de ti, pero tú eras más sabio de lo que nosotros pensábamos. Al principio, dijimos: Mahound nunca transigirá y tú transigiste. Entonces dijimos: Mahound nos ha traicionado, pero tú nos traías una verdad más profunda. Tú nos trajiste al mismo diablo para que nosotros pudiéramos ser testigos de las artes del Maligno y su derrota por la Bondad. Tú has enriquecido nuestra fe. Yo te pido perdón por lo que pensé.»
Mahound se aparta del sol que entra por la ventana. «Sí. -Amargura, cinismo-. Fue algo maravilloso lo que hice. Una verdad más profunda. Traeros al diablo. Sí, suena propio de mí.»
Desde lo alto del monte Cone, Gibreel mira cómo los fieles escapan de Jahilia, dejando la ciudad de la aridez por el lugar de las palmeras frescas y el agua, agua, agua. Pequeños grupos, casi con las manos vacías, se mueven por el imperio del sol, en este primer día del primer año del nuevo comienzo del Tiempo que también ha vuelto a nacer, mientras lo viejo muere a su espalda y lo nuevo espera delante. Y un día el propio Mahound se marcha. Cuando se descubre su huida, Baal compone una oda de despedida:
Mahound ha llegado a su oasis; Gibreel no es tan afortunado. Ahora con frecuencia se encuentra solo en lo alto del monte Cone, lavado por las frías estrellas fugaces, y entonces del cielo de la noche caen sobre él las tres criaturas aladas, Lat Uzza Manat, que baten alas junto a su cabeza, le clavan las garras en los ojos, le muerden y le azotan con su cabello y con sus alas. Él levanta las manos para protegerse, pero su venganza es incansable y prosigue siempre que él descansa, cuando él baja la guardia. Él lucha pero ellas son más rápidas, más ágiles, tienen alas.
Él no tiene diablo que repudiar. Está soñando y no puede ahuyentarlas.
III ELEOENE DEERREEESE
1
Yo sé lo que es un fantasma, afirmó silenciosamente la anciana. Se llamaba Rosa Diamond, tenía ochenta y ocho años y bizqueaba, aguileña, a través de las ventanas de su dormitorio cubiertas de fina capa de sal, contemplando el mar de luna llena. Y yo sé, también, lo que no lo es, agregó. No es el gemido horripilante ni es la sábana que se agita, eso son bobadas. ¿Qué es un fantasma? Un asunto no concluido, eso… Y la anciana, de metro ochenta, espalda recta y pelo corto como un hombre, dobló hacia abajo las comisuras de los labios en satisfecha mueca de máscara de tragedia, se ciñó a los flacos hombros una toquilla de punto azul, y cerró un momento sus ojos sin sueño, para rezar por la vuelta del pasado. Venid, naves normandas, rogaba, ven acá, Guille-el-Conquis.
Novecientos años atrás, todo esto estaba debajo del agua, esta costa parcelada, esta playa de guijarros privada, que se empina hacia la hilera de chalets despintados, con sus cobertizos desconchados, llenos de tumbonas, marcos vacíos, viejos baúles repletos de paquetes de cartas atados con cintas, lencería de seda y encaje con bolas de naftalina, lacrimógenas lecturas de jovencitas de antaño, palos de lacrosse, álbumes de sellos y demás cofres del tesoro enterrados, llenos de recuerdos y tiempo perdido. El perfil de la costa había cambiado, había avanzado más de un kilómetro hacia el mar, dejando el primer castillo normando varado lejos del agua, lamido ahora por unas tierras pantanosas que castigaban con toda clase de afecciones reumáticas a los pobres que vivían allí en sus cómosedice propiedades. Ella, la anciana, veía en el castillo la ruina de un pez traicionado por una antigua bajamar, un monstruo marino petrificado por el tiempo. ¡Novecientos años! Nueve siglos atrás, la flota normanda había navegado a través de la casa de esta señora inglesa. Y ahora, en las noches claras de luna llena, ella aguardaba la vuelta de su reluciente fantasma.
Es el sitio mejor para verles venir, se tranquilizaba, vista de tribuna. Las repeticiones se habían convertido en el consuelo de su vejez: las frases gastadas, asunto no concluido, vista de tribuna, la hacían sentirse sólida, inmutable, perdurable, en lugar de la criatura de achaques y ausencias que ella se sabía… Cuando la luna se pone, en la oscuridad que precede al amanecer, ése es el momento. Ondear de velas, relucir de remos y el Conquistador en persona, en la proa de la nave insignia, navegaría por la playa entre los rompeolas de madera cubiertos de escaramujo y los botes volcados… Oh, yo he visto muchas cosas en mi vida, siempre tuve el don, la visión fantasmal… El Conquistador, con su casco puntiagudo de nariz metálica, pasa por su puerta principal, deslizándose por entre las mesitas y los sofás con antimacasar, como un eco que resonara levemente por la casa de recuerdos y añoranzas; y luego enmudece; como una tumba.