Él se ofendió. «Tengo huesos -protestó-. Estructura ósea.»
«Sí, por ahí dentro estará -concedió ella-. Todos la tenemos.»
Después de aquello, durante un tiempo, él no podía librarse de la idea de que tenía aspecto de medusa amorfa, y fue en buena medida para contrarrestar esta sensación por lo que decidió desarrollar aquella actitud estirada y altiva que ahora era como una segunda naturaleza. Por lo tanto, fue cuestión de cierta importancia cuando, al levantarse de un largo letargo, agitado por una serie de sueños intolerables entre los que destacaba la figura de Zeeny Vakil transformada en sirena que le cantaba desde un iceberg en tono de angustiosa dulzura, lamentando no poder reunirse con él en tierra firme, llamándole, llamándole; pero cuando él se acercó, ella lo encerró rápidamente en las entrañas de su montaña de hielo y su dulce canto se trocó en himno de triunfo y venganza… fue, como digo, algo serio cuando Saladin Chamcha, al despertar y mirarse a un espejo con marco de laca «Japonaiserie» azul y oro, vio reflejada en él la antigua cara angelical con un par de bultos en las sienes, alarmantes y descoloridos, señal de que, durante sus recientes aventuras, debía de haber recibido dos fuertes golpes. Mientras miraba en el espejo su cara alterada, Chamcha trataba de recordarse de sí mismo. Yo soy un hombre de verdad, dijo al espejo, con una historia de verdad y un futuro bien trazado. Soy un hombre para el que ciertas cosas tienen importancia: el rigor, la autodisciplina, la razón, la búsqueda de lo noble sin recurso a la vieja muleta de Dios. El ideal de la belleza, la posibilidad de la exaltación del pensamiento. Yo soy: un hombre casado. Pero, a pesar de su letanía, perversos pensamientos le visitaban con insistencia. Por ejemplo, el de que el mundo no existía más allá de aquella playa de allá fuera y, ahora, de esta casa. De que, si no tenía cuidado, si se precipitaba, caería por el borde, a las nubes. Todas las cosas tenían que hacerse. O que: si llamaba a su casa, ahora mismo, como era su obligación, si informaba a su amante esposa de que no estaba muerto, de que no había sido desmenuzado en el aire sino que estaba aquí, en tierra firme, si hacía este acto eminentemente sensato, la persona que contestara al teléfono no reconocería su nombre. O, en tercer lugar: que el ruido de pasos que sonaba en sus oídos, unos pasos lejanos pero que se acercaban, no era una resonancia temporal causada por la caída sino el sonido de una catástrofe inminente que se acercaba letra a letra, eleoene deerreeese, Londres. Aquí estoy, en la casa de la abuela. La de ojos, manos, dientes grandes.
Había un teléfono supletorio en su mesita de noche. Venga ya, se exhortó él. Descuelga, marca y tu equilibrio será restablecido. Estas letanías de pusilánime no son propias ni dignas de ti. Piensa en su dolor; llámala ya.
Era de noche. Él no sabía la hora. En la habitación no había reloj y el suyo de pulsera había desaparecido durante los últimos acontecimientos. ¿Debía, no debía? Marcó las nueve cifras. A la cuarta llamada, le contestó una voz de hombre. «¿Qué puñeta?» Soñolienta, inidentificable, familiar. «Perdón -dijo Saladin Chamcha-. Disculpe, me equivoqué de número.»
Se quedó mirando fijamente el teléfono mientras recordaba una comedia que había visto en Bombay, basada en un original inglés, una obra de, de, no daba con el nombre. ¿Tennyson? No, no. ¿Somerset Maugham? «A hacer puñetas.» En el original, ahora de autor anónimo, un hombre al que se creía muerto, regresa, al cabo de muchos años de ausencia, como un fantasma viviente, a su mundo anterior. Visita la que fuera su casa, por la noche, subrepticiamente, y mira por una ventana abierta. Descubre que su esposa, que se creía viuda, ha vuelto a casarse. En el alféizar ve el juguete de un niño. Se queda un rato allí de pie, en la oscuridad, luchando con sus sentimientos; luego coge el juguete del alféizar; y se marcha para siempre, sin hacer notar su presencia. En la versión india, el argumento había sido modificado un poco. La esposa se había casado con el mejor amigo de su marido. El marido regresa y entra en la casa, sin esperar nada. Al encontrar a su esposa y a su viejo amigo sentados juntos, no sospecha que se hayan casado. Da las gracias a su amigo por consolar a su esposa; pero él ya ha vuelto a casa y todo está bien. El matrimonio no sabe cómo decirle la verdad; al fin, es una criada la que lo descubre. El marido, cuya larga ausencia se debió a un ataque de amnesia, al oír la noticia, les anuncia que, seguramente, él también debe de haber vuelto a casarse durante su larga ausencia del hogar; desgraciadamente, sin embargo, ahora que ha recobrado el recuerdo de su vida anterior, ha olvidado lo ocurrido durante los años de su desaparición. Va a la policía, a pedir que busque a su nueva esposa, a pesar de que no puede recordar nada de ella, ni sus ojos ni el mero hecho de su existencia. Caía el telón.
Saladin Chamcha, solo, en un dormitorio desconocido, con un pijama extraño a rayas rojas y blancas, lloraba boca abajo en una cama estrecha. «Malditos sean todos los indios», gritaba ahogando la voz con la ropa de la cama golpeando con los puños unas fundas de almohada de puntillas compradas en Harrods de Buenos Aires, con tanto furor que la tela de cincuenta años quedó hecha trizas. «Qué puñeta. Pero qué ordinariez, qué puta, puta falta de delicadeza. Qué puñeta. Ese cochino, esos cochinos, qué falta de cochino gusto.»
Fue en aquel momento cuando llegó la policía que venía a arrestarle.
La noche después de recogerlos a los dos en la playa, Rosa Diamond estaba otra vez en la ventana nocturna de su insomnio de anciana, contemplando el mar de novecientos años. El que olía había estado durmiendo desde que lo acostaron rodeado de botellas de agua caliente, lo mejor que se podía hacer por él, a ver si recobraba la fuerza. Los había puesto a los dos en el piso de arriba, a Chamcha, en la habitación de los invitados, y a Gibreel, en el estudio de su difunto marido, y mientras contemplaba la inmensa y reluciente llanura del mar, podía oírle moverse allá arriba, entre los grabados ornitológicos y los silbatos de reclamo del difunto Henry Diamond, las bolas y el látigo y las fotografías aéreas de la estancia de Los Álamos, allá lejos, hacía ya tanto tiempo, pisadas de hombre en aquella habitación, qué tranquilidad. Farishta paseaba arriba y abajo, rehuyendo el sueño por sus propios motivos. Y, debajo de sus pisadas, Rosa miraba al techo y le llamaba en susurros con un nombre no pronunciado en mucho tiempo. Martín, decía. Y, de apellido, el nombre de la serpiente más venenosa de su país. La víbora de la Cruz.
De pronto, ella vio los bultos que se movían por la playa, como si el nombre prohibido hubiera conjurado a los muertos. Otra vez no, pensó, y fue en busca de sus gemelos. Cuando volvió encontró la playa llena de sombras y esta vez se asustó, porque, mientras que la flota normanda, cuando venía, venía navegando ufana y abiertamente, sin recurso a subterfugios, estas sombras eran solapadas, emitían imprecaciones ahogadas y alarmantes, gañidos y ladridos sordos, parecían decapitadas, agazapadas, con brazos y piernas bamboleantes, como cangrejos gigantes sin caparazón. Se escurrían de costado y los guijarros rechinaban bajo pesadas botas. Había cantidad de ellas. Las vio llegar al cobertizo en cuya pared la figura descolorida de un pirata tuerto sonreía blandiendo un sable, y eso ya fue demasiado, eso sí que no lo aguanto, decidió ella, y bajó la escalera dando traspiés en busca de ropa de abrigo y cogió el arma preferida de su desquite: un gran rollo de manguera verde. Desde la puerta de la casa, gritó con voz clara: «Os veo claramente. Salid, salid, quienquiera que seáis.»
Ellos encendieron siete soles cegándola y entonces ella sintió pánico, iluminada por los siete focos azulados alrededor de los cuales, como luciérnagas o satélites, se movían legión de luces más pequeñas: faroles linternas cigarrillos. Empezó a darle vueltas la cabeza y, por un momento, perdió la facultad de distinguir entre entonces y ahora y, en su consternación, empezó a decir Apaguen esa luz, es que no saben que hay alarma aérea, como sigan así vamos a tener encima a los alemanes. «Estoy desvariando», descubrió ella con irritación, y golpeó el felpudo con el bastón. Y entonces, como por arte de magia, unos policías aparecieron en el deslumbrante círculo de luz.
Alguien había denunciado la presencia de una persona sospechosa en la playa, usted se acordará de cuando llegaban en barcos de pesca, los inmigrantes ilegales, y, gracias a aquella única llamada telefónica anónima, cincuenta y siete policías de uniforme peinaban ahora la playa, con linternas que oscilaban alocadamente en la oscuridad, agentes llegados de Hastings Eastbourne Bexhill-upon-Sea e, incluso, una delegación de Brighton, porque nadie quería perderse la diversión, la emoción de la caza. Cincuenta y siete agentes en una expedición playera, acompañados de trece perros que olfateaban el aire marino y levantaban la pata con alegría. Arriba, en la casa, lejos del pelotón de hombres y perros, Rosa Diamond miraba a los cinco agentes que guardaban las salidas, puerta principal, ventanas de la planta baja, la puerta del fregadero, por si el presunto maleante intentaba una presunta huida; y a los tres hombres de paisano, con americanas de paisano, sombreros de paisano y caras a juego; y, delante de todos, sin atreverse a mirarla a los ojos, el joven inspector Lime, que frotaba el suelo con las suelas de los zapatos, se tocaba la nariz y parecía más viejo y más colorado que lo que justificaban sus cuarenta años. Ella le apoyó la punta del bastón en el pecho, a estas horas de la noche, Frank, qué es esto, pero él no iba a consentir que ella le gritara, no esta noche, no con los de inmigración observando todos sus movimientos, de manera que se irguió y metió el doble mentón.
«Usted nos perdonará, Mrs. D… ciertas denuncias…, informaciones que nos han sido facilitadas…, existen fundados motivos para creer…, justifican la investigación…, obligados a registrar su…, obtenido el mandamiento.»