Выбрать главу

«No sea ridículo, Frank, amigo mío», empezó Rosa, pero en aquel momento los tres hombres con cara de paisano se irguieron como si se pusieran rígidos, con una pierna un poco levantada, como perros poínter; el primero empezó a lanzar un extraño siseo que parecía de placer, mientras que de los labios del segundo se escapaba un leve gemido y el tercero empezaba a poner los ojos en blanco con una curiosa expresión de contento. Luego, los tres señalaron al recibidor situado a la espalda de Rosa Diamond, iluminado por los focos, donde se hallaba Mr. Saladin Chamcha, sujetándose el pijama con la mano izquierda porque cuando se arrojó sobre la cama se le saltó un botón. Con la derecha, se frotaba un ojo. «Bingo», dijo el del siseo, mientras que el del gemido juntó las manos debajo de la barbilla para indicar que sus oraciones habían sido escuchadas y el de los ojos en blanco pasó junto a Rosa Diamond sin más cumplidos que un: «Con su permiso, señora.»

Luego vino la inundación, y Rosa fue acorralada en un rincón de su propia sala de estar por aquel mar encrespado de cascos, de manera que no podía distinguir a Saladin Chamcha ni oír lo que decía. No le oyó explicar lo de la explosión del Bostan; es un error, gritaba él, yo no soy un inmigrante ilegal de los barcos de pesca, yo no soy uno de sus ugando-kenyatas. Los policías empezaban a sonreír, comprendo, señor, desde diez mil metros y luego nadó hasta la costa. Tiene derecho a guardar silencio, dijeron con voz temblona de regocijo, y en seguida estallaron en estruendosas carcajadas, vaya pájaro, desde luego. Pero Rosa no oía las protestas de Saladin, los policías que reían se lo impedían, tienen que creerme, soy ciudadano británico, con permiso de residencia, pero al no poder presentar pasaporte ni otro documento identificativo, ellos empezaron a llorar de risa, las lágrimas resbalaban por las caras pálidas de los hombres de paisano de inmigración. Desde luego, ni que decir tiene, reían, los papeles se le cayeron del bolsillo durante el descenso, ¿o a lo mejor las sirenas le birlaron la cartera en el fondo del mar? Rosa no podía ver, en aquel tumulto de hombres agitados por la risa y perros, lo que unos brazos de uniforme podían hacer a los brazos de Chamcha, ni unos puños a su estómago, ni unas botas a sus espinillas; ni podía estar segura de si eran gritos de él o ladridos de los perros. Por fin sí oyó su voz que se alzaba en un último grito desesperado. «¿Es que ninguno de ustedes mira la televisión? ¿No me conocen? Yo soy Maxim. Maxim Alien.»

«Desde luego -dijo el funcionario de los ojos en blanco-. Y yo, la Rana Kermit.»

Lo que Saladin Chamcha no dijo, ni siquiera cuando comprendió que había un grave error es: «Aquí tienen un número de Londres -omitió informar a los policías que le arrestaban-. Al otro extremo del hilo encontrarán a una persona que responderá por mí, que les confirmará que lo que les digo es cierto: mi encantadora esposa blanca e inglesa.» No, señor. Qué puñeta.

Rosa Diamond reunió energías. «Un momento, Frank Lime -dijo con voz sonora-. Un momento.» Pero los tres de paisano habían empezado otra vez su extraño número de siseo gemido ojos en blanco, y en el súbito silencio de la habitación, el de los ojos en blanco señalaba a Chamcha con un dedo tembloroso diciendo: «Señora, si lo que quiere es una prueba, no encontrará otra mejor que eso.»

Saladin Chamcha, siguiendo la dirección del dedo de Ojos en Blanco, levantó las manos a la frente y entonces comprendió que había despertado a la más espantosa de las pesadillas, una pesadilla que no había hecho más que empezar, porque allí, en sus sienes, desarrollándose por momentos y lo bastante agudos como para hacer sangrar, había dos cuernos nuevos, caprinos, incuestionables.

* * *

Antes de que el ejército de policías se llevaran a Saladin Chamcha a su nueva vida, hubo otro hecho inesperado. Gibreel Farishta, al ver el fuerte resplandor de las luces y oír la risa delirante de los funcionarios de la ley, bajó vestido con una chaqueta de smoking color burdeos y pantalón de montar, elegidos del guardarropa de Henry Diamond. Envuelto en un leve olor a bolas de naftalina, desde el rellano del primer piso, observaba los hechos sin hacer comentarios. Permaneció allí sin que se advirtiera su presencia hasta que Chamcha, cuando iba a salir, esposado, hacia el furgón, descalzo y todavía sujetándose el pijama, lo vio y gritó: «Gibreel, por amor de Dios, diles lo que ha pasado.»

Siseo Gemido Ojos en Blanco se volvieron rápidamente hacia Gibreel. «¿Y éste quién es? -preguntó el inspector Lime-. ¿Otro llovido del cielo?»

Pero la voz se le murió en la garganta, porque en aquel momento se apagaron los focos, ya que se había dado la orden para ello cuando Chamcha fue esposado y reducido, y, al extinguirse los siete soles, todos pudieron ver que una pálida luz dorada emanaba del hombre del smoking, concretamente, de un punto situado inmediatamente detrás de su cabeza. El inspector Lime nunca mencionó aquel resplandor y, si le hubieran preguntado, habría negado haber visto en su vida semejante cosa, una aureola, a finales del siglo veinte, pues no faltaba más.

Pero cuando Gibreel preguntó: «¿Qué quieren esos hombres?», todos los presentes sintieron el deseo de contestar su pregunta sin omitir detalle, de revelarle sus secretos, como si él fuera, como si, pero no, es ridículo, ellos moverían la cabeza durante semanas, hasta que se convencieran de que hicieron lo que hicieron por motivos puramente lógicos, él era un viejo amigo de Mrs. Diamond, los dos habían encontrado al granuja de Chamcha medio ahogado en la playa y le habían acogido por razones humanitarias, no había por qué seguir molestando a Rosa ni a Mr. Farishta, imposible encontrar caballero de mejor aspecto, con su smoking y sus, en fin, la excentricidad nunca fue un crimen.

«Gibreel -dijo Saladin Chamcha-, socorro.» Pero los ojos de Gibreel estaban fijos en Rosa Diamond. Él la contemplaba sin poder apartar la mirada. Entonces movió afirmativamente la cabeza y volvió al piso de arriba. Nadie trató de impedírselo.

Cuando Chamcha llegó al furgón vio al traidor, Gibreel Farishta, mirándole desde el balconcito del dormitorio de Rosa, y no había ninguna luz en la cabeza del sinvergüenza.

2

Kan ma kan/Fi qadim azzaman… Tal vez sí o tal vez no, vivían en tiempos remotos en la tierra de plata de la Argentina un tal don Enrique Diamond que sabía mucho de pájaros y poco de mujeres y Rosa, su esposa, que sabía poco de hombres y mucho del amor. Y sucedió que cierto día en que la señora había salido a montar, cabalgando a la amazona y tocada con un sombrero adornado con una pluma, llegó a las grandes puertas de piedra de la estancia Diamond que se alzaban, incongruentemente, en medio de la vacía pampa, encontró un avestruz que corría hacia ella tan aprisa como podía, corría por su vida, usando todas las mañas y fintas que podía imaginar, porque el avestruz es un ave astuta, difícil de cazar. Detrás del avestruz había una nube de polvo llena de los ruidos de hombres que cazan, y cuando el avestruz estuvo a dos metros de Rosa, la nube lanzó unas bolas que se enredaron en las patas del animal y lo hicieron caer al suelo, a los pies de la yegua torda. El hombre que echó pie a tierra para matar el ave no apartaba los ojos de la cara de Rosa. Sacó un cuchillo con puño de plata de una funda que llevaba en el cinturón y lo hundió hasta la empuñadura en el cuello del ave, sin mirar al avestruz agonizante ni una sola vez, mirando sin pestañear los ojos de Rosa Diamond, mientras se arrodillaba en la vasta tierra amarilla. Aquel hombre se llamaba Martín de la Cruz.

Después de que se llevaran a Chamcha, Gibreel Farishta se asombraba de su propio comportamiento. En aquel momento irreal en el que se sintió prendido en los ojos de la anciana inglesa, le pareció que ya no mandaba en su voluntad, que otra persona había asumido el poder sobre ella. Debido a la índole desconcertante de recientes acontecimientos así como a su decisión de permanecer despierto el mayor tiempo posible, tardó varios días en relacionar aquellos hechos con el mundo de detrás de sus párpados, y sólo entonces comprendió que tenía que marcharse, porque el universo de sus pesadillas empezaba a penetrar en su vigilia y, si no tenía cuidado, nunca conseguiría empezar otra vez, renacer con ella, a través de ella, de Alleluia, la mujer que había visto el techo del mundo.

Gibreel se sorprendió al darse cuenta de que no había intentado ponerse en contacto con Allie; ni ayudar a Chamcha en su momento de necesidad. Ni se había alarmado ante la aparición de un par de hermosos cuernos nuevecitos en la cabeza de Saladin, circunstancia que, indudablemente, debiera ocasionarle cierta preocupación. Debía de estar en una especie de trance, y cuando preguntó a la vieja lo que pensaba de todo aquello, ella sonrió de un modo extraño y le dijo que no había nada nuevo bajo el sol, que ella había visto cosas, apariciones de hombres con cascos cornudos, que en una tierra vieja como Inglaterra no cabían historias nuevas, que hasta la última brizna de hierba había sido pisada cien mil veces. Durante largos períodos del día su charla se hacía divagatoria y difusa, pero en otros momentos se empeñaba en prepararle grandes comilonas, pastel de carne, ruibarbo picado con espesa crema, suculentos estofados y potajes. Y en todo momento mostraba una expresión de inexplicable contento, como si la presencia de Gibreel le produjera una profunda e insospechada alegría. Él iba con ella al pueblo, de compras; la gente miraba; ella, indiferente, andaba agitando imperiosamente el bastón. Pasaban los días. Gibreel no se iba.

«¡Maldita abuela inglesa! -se decía-. Reliquia de una especie extinta. ¿Qué puñeta hago yo aquí?» Pero se quedaba, sujeto por cadenas no vistas. Y ella, a la menor oportunidad, cantaba una vieja canción en español de la que él no entendía ni palabra. ¿Sería algo de brujería? ¿Era ella una anciana Morgan Le Fay que cantaba para atraer a su cueva de cristal a un joven Merlin? Gibreel iba hacia la puerta; Rosa se ponía a cantar; él se paraba. «¿Por qué no, al fin y al cabo? -se decía él encogiéndose de hombros-. La vieja necesita compañía. Grandeza venida a menos, ¡por vida de! Hay que ver a lo que ha venido a parar. De todos modos, el descanso no me vendrá mal. Repondré fuerzas. Sólo un par de días.» Al anochecer, se sentaban en aquel salón repleto de adornos de plata, entre los que figuraba un cuchillo con puño de este metal, colocado debajo del busto de escayola de Henry Diamond que miraba desde lo alto de la vitrina del rincón, y cuando el reloj de pie daba las seis, él servía dos copas de jerez y ella se ponía a hablar, pero no sin antes decir indefectiblemente, con la regularidad de un reloj: El abuelo siempre llega cuatro minutos tarde, por cortesía, no le gusta ser excesivamente puntual. Y entonces ella empezaba, sin preocuparse del éraseunavez, y, tanto si era verdad como mentira, él podía advertir la fiera energía que ella ponía en el relato, las últimas desesperadas reservas de su voluntad que ella vertía en su historia, el único tiempo feliz que yo recuerde le dijo, de manera que él comprendía que aquel talego de retazos revuelto por la memoria era en realidad el corazón de la mujer, su autorretrato, la forma en que ella se miraba al espejo cuando estaba sola, y que aquella tierra plateada del pasado era su morada predilecta, no esta casa ruinosa en la que siempre estaba tropezando con las cosas -tirando mesitas o golpeándose con los picaportes -, llorando y exclamando: Todo se encoge.