«Podríamos decir que lo encontramos en la playa, sin sentido», dijo uno de los nueve. «No vale -fue la respuesta-, a causa de la vieja y el fulano.» «Bien, pues se resistió al arresto, se puso violento y, en el altercado, se desmayó.» «O la vieja chocheaba y no había manera de entenderla y el otro tío, comosellame, no dijo ni mu, y en cuanto a este fulano, no hay más que verlo, tiene la mismísima pinta del diablo, ¿qué podíamos pensar nosotros?» «Y entonces va y se nos desmaya, de manera que qué podíamos hacer nosotros, pregunto yo, Señoría, sino llevarlo a la enfermería del Centro de Detenidos, para que lo atendieran y tuvieran en observación e interrogaran, según las normas para estos casos. ¿Qué os parece algo por el estilo?» «Somos nueve contra uno, pero la vieja y el otro fulano lo lían todo.» «Mira, luego lo pensamos, ahora lo primero, insisto, es dejarlo inconsciente.» «De acuerdo.»
Chamcha despertó en una cama de hospital sacando una especie de lodo verde de los pulmones. Sentía los huesos como si alguien se los hubiera metido en un frigorífico durante mucho tiempo. Empezó a toser y, cuando se le pasó la tos, al cabo de diecinueve minutos y medio, volvió a aletargarse, sin haber reparado en ningún detalle de su actual paradero. Cuando volvió otra vez a la superficie, una cara de mujer le miraba cordialmente con una sonrisa de aliento. «Pronto estará bien -dijo dándole una palmada en un hombro-. Un poco de pulmonía y nada más. -Se presentó, era Hyacinth Phillis, su fisioterapeuta. Y agregó-: Yo nunca juzgo a las personas por su aspecto. No, señor. No vaya usted a creer.»
Con estas palabras, le puso de lado, le colocó una cajita de cartón al lado de la boca, se levantó la bata blanca, se quitó los zapatos y, de un atlético salto, se subió a la cama, a horcajadas de Chamcha, ni más ni menos que si él fuera un caballo y ella pensara hacerle cruzar los biombos que rodeaban su cama para llevarlo por sabe Dios qué paisajes encantados. «Órdenes del doctor -explicó ella-. Sesiones de treinta minutos, dos veces al día.» Sin más preámbulos, empezó a sacudirle el tórax con puños blandos, briosos y, evidentemente, expertos.
Para el pobre Saladin, con la paliza del furgón tan reciente, este nuevo asalto fue la gota que hace rebosar el vaso. Empezó a revolverse bajo los puños de la enfermera, gritando: «Quiero salir de aquí. ¿Han avisado a mi esposa?» El esfuerzo de los gritos le provocó otro acceso de tos que le duró diecisiete minutos y tres cuartos y le valió un rapapolvo de Hyacinth, la fisioterapeuta: «Me hace perder el tiempo -le dijo-. Ahora ya tendría que haber terminado con su pulmón derecho y no he hecho más que empezar. ¿Va a portarse bien o no?» Seguía en la cama, montada sobre él, saltando con las convulsiones de su cuerpo, como un jinete de rodeo que espera la campana que anuncia los nueve segundos. Él dejó de resistirse, derrotado, y consintió que ella le extrajera, a golpes, el fluido verde de sus inflamados pulmones. Cuando hubo terminado, él fue obligado a reconocer que se sentía mucho mejor. Ella retiró la cajita que estaba medio llena de lodo y dijo alegremente: «Dentro de nada estará como nuevo, otra vez firme sobre sus pies. -Entonces se sonrojó y se disculpó-. Ay, perdone» y salió huyendo, sin acordarse de correr los biombos.
«Es hora de considerar la situación», se dijo él. Un rápido examen físico le informó de que su nueva condición subsistía. Ello le entristeció y entonces advirtió que había alimentado la esperanza de que la pesadilla terminara mientras dormía. Ahora llevaba otro pijama, éste verde manzana, liso, a juego con la tela de los biombos y lo que podía ver de las paredes de aquel misterioso y anónimo pabellón. Sus piernas terminaban todavía en aquellas lamentables pezuñas, y los cuernos de su frente eran tan agudos como antes… Fue a distraerle de este triste inventario la voz de un hombre que gritaba muy cerca con una aflicción que partía el corazón: «¡Oh, cómo sufre este pobre cuerpo!»
«¿Qué canastos?», pensó Chamcha, y decidió investigar. Pero entonces empezaba a advertir otros muchos sonidos, tan alarmantes como el primero. Le parecía oír toda clase de ruidos animales: mugidos de bueyes, chillidos de monos, incluso el parloteo de loros o periquitos. Luego, de otra dirección, oyó a una mujer que profería gruñidos y gritos al final de lo que parecía un parto doloroso; seguidos del chillido de un recién nacido. Pero los gritos de la mujer no cesaron cuando empezaron los del niño; al contrario, redoblaron su intensidad, y unos quince minutos después Chamcha oyó claramente que la voz de otro niño se unía a la del primero. Pero la agonía natal de la mujer no terminó y, a intervalos de quince a treinta minutos, durante un período interminable, siguió sumando niños al ya improbable número de los salidos de su vientre, como un ejército invasor.
Su nariz le informó de que el sanatorio, o como se llamara aquel sitio, empezaba a apestar; olores de selva y de corral se mezclaban a un aroma rico, como de especias exóticas que estuvieran friendo en mantequilla clarificada: coriandro, jengibre, canela, cardamomo, clavo. «Esto pasa de la raya -se dijo él con firmeza-. Ya es hora de empezar a aclarar las cosas.» Sacó las piernas de la cama, trató de levantarse e inmediatamente cayó al suelo, por la falta de costumbre de usar aquellas nuevas extremidades. Tardó alrededor de una hora en resolver el problema; aprendió a andar sujetándose a la cama y dando traspiés hasta adquirir confianza. Al fin, y tambaleándose, llegó hasta el biombo más próximo; y entonces, entre dos de los biombos de su derecha apareció la cara del oficial Stein, con una sonrisa sardónica, seguida rápidamente del resto del individuo, que volvió a juntar los biombos a su espalda con sospechosa rapidez.
«¿Se encuentra mejor», preguntó Stein con su amplia sonrisa.
«¿Cuándo vendrá el doctor? ¿Cuándo podré ir al water? ¿Cuándo podré marcharme?», preguntó Chamcha de un tirón. Stein respondió sosegadamente: el médico llegaría en seguida; la enfermera Phillips le daría un orinal; podría marcharse en cuanto estuviera restablecido. «Por cierto, fue usted muy amable al contraer esa pulmonía -agregó Stein con la gratitud del autor cuyo personaje, inesperadamente, le resuelve un peliagudo problema técnico-. Hace mucho más verosímil la historia. Al parecer, estaba usted tan enfermo que perdió el conocimiento. Somos nueve que lo recordamos perfectamente. Gracias. -Chamcha no pudo encontrar palabras-. Y, otra cosa -prosiguió Stein-, a la vieja chiflada de Mrs. Diamond resulta que la encontraron muerta en la cama, completamente fiambre, y el otro caballero se esfumó. No se descarta la posibilidad de un hecho delictivo.»
«En suma -dijo, antes de desaparecer para siempre de la nueva vida de Saladin-, yo le sugiero, ciudadano Saladin, que no incordie con una denuncia. Perdone la franqueza, pero con esos cuernos y esas pezuñas no resultaría un testigo muy fidedigno. Que usted lo pase bien.»
Saladin Chamcha cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, su verdugo se había convertido en la enfermera fisioterapeuta Hyacinth Phillips. «¿Por qué ese afán de echar a andar? -preguntó-. Lo que desee no tiene más que pedírmelo a mí, Hyacinth, y veremos lo que puede hacerse.»
«Ssst.»
Aquella noche, a la luz verdosa de la misteriosa institución, despertó a Saladin un siseo salido de un bazar indio.
«Ssst. Tú, Belcebú. Despierta.»
Delante de él había una figura tan imposible que Chamcha sintió el deseo de taparse la cabeza con la sábana; pero no pudo, porque, ¿acaso no estaba él mismo…? «Eso es -dijo la criatura-, ya ves que no era el único.»
Tenía un cuerpo perfectamente humano, pero cabeza de tigre feroz, con tres hileras de dientes. «Los guardianes de noche se duermen a veces -explicó-. Y nosotros podemos hablar.»
En aquel momento, una voz de una de las otras camas -cada cama, ahora lo sabía Chamcha, tenía su propia cerca de biombos- gimió con fuerza: «¡Oh, cómo sufre este pobre cuerpo!» Y el hombre-tigre, o Mantícora, como él se llamaba, gruñó de irritación. «Ese lloricas -exclamó-. Y, total, lo único que le han hecho es dejarle ciego.»
«¿Quién ha hecho el qué?» Chamcha estaba confuso.
«La cuestión es -prosiguió el Mantícora-: ¿vas a soportarlo?»
Saladin seguía perplejo. El otro parecía sugerir que aquellas mutaciones eran obra de… ¿de quién? ¿Cómo podía nadie? «No sé cómo se puede culpar a nadie…»
El Mantícora rechinó sus tres hileras de dientes con manifiesta frustración. «En ese lado hay una mujer que ya es casi búfalo de agua -dijo-. Hay empresarios nigerianos a los que les han salido gruesas colas. Y un grupo de turistas del Senegal que, simplemente, al cambiar de avión, fueron convertidos en viscosas serpientes. Yo estoy en el ramo de la confección; desde hace años, soy un modelo masculino muy cotizado con base en Bombay y presento una amplia gama de sastrería y camisería. Pero ¿quién va a querer contratarme ahora?» Prorrumpió en súbito e inesperado llanto. «Vamos, vamos -dijo Saladin Chamcha automáticamente-. Todo se arreglará, estoy seguro. Ten valor.»
La criatura se dominó. «La cuestión es que algunos de nosotros no queremos seguir tolerándolo -dijo con vehemencia-. Saldremos de aquí antes de que nos conviertan en algo peor. Noche tras noche, siento que otra parte de mí empieza a cambiar. Por ejemplo, últimamente no hago más que peer… con perdón… ¿te das cuenta? A propósito, pruébalos -pasó a Chamcha un paquete de chicle de menta extra fuerte-. Disimulan el aliento. He sobornado a un guardián para que me surta.»
«Pero, ¿cómo lo hacen?», inquirió Chamcha.
«Nos describen -susurró el otro solemnemente-. Eso es todo. Tienen el poder de la descripción, y nosotros sucumbimos a las imágenes que ellos trazan.»
«Cuesta creerlo -argumentó Chamcha-. Yo he vivido aquí muchos años y nunca me había ocurrido…» Su voz se extinguió porque el Mantícora le miraba entornando los ojos con suspicacia. «¿Muchos años? -preguntó-. ¿No serás un confidente? Sí, eso es: ¿un espía?»