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Al intruso sin sueño la guarida de Chamcha le parecía artificial y, por consiguiente, triste: la caricatura de un camerino, con fotos de colegas firmadas, carteles, programas enmarcados, fotos de representaciones, diplomas, premios, tomos de memorias de artistas de cine, una habitación convencional, comprada de confección, una imitación de la vida, máscara de una máscara. En todas las superficies, chucherías: ceniceros en forma de piano, pierrots de porcelana que atisbaban desde el fondo de una librería. Y, en todas partes, en las paredes, en los carteles de películas, en el resplandor de la lámpara sostenida por un Eros de bronce, en el espejo en forma de corazón, rezumando de la alfombra rojo sangre, goteando del techo, el ansia de amor de Saladin. En el teatro todo el mundo se besa y todo el mundo es un amor. La vida del actor ofrece a diario el simulacro del amor; una máscara puede ser satisfecha o, por lo menos, consolada, por el eco de lo que anhela. Aquella desesperación, así lo comprendía Jumpy, estaba dentro de él, él habría hecho cualquier cosa, se habría puesto cualquier maldito traje de idiota, habría adoptado cualquier forma con tal de recibir una palabra de amor. A pesar de que Saladin no era desafortunado con las mujeres, ni mucho menos, como ya se ha dicho. El pobre idiota. Ni la misma Pamela, con toda su hermosura y su inteligencia, había sido suficiente.

Era evidente que también él empezaba a no ser suficiente para ella, ni de mucho. Al llegar al fondo de la segunda botella de whisky, ella apoyó la cabeza en su hombro y dijo con lengua torpe: «No tienes idea del descanso que supone estar con alguien con quien no tengo que pelearme cada vez que doy una opinión. Alguien que está del lado de los recondenados ángeles. -Él esperó; después de una pausa, llegó algo más-. Él y su Familia Real, es increíble. Cricket, el Parlamento, la Reina. Esto para él nunca dejó de ser una postal en color. No podías conseguir que viera lo realmente real.» Cerró los ojos y dejó descansar una mano en la de él, como por casualidad. «Era un auténtico Saladin -dijo Jumpy-. Un hombre con una tierra santa que conquistar, su Inglaterra, 1a Inglaterra en la que él creía. Tú formabas parte de ella.» Ella se apartó de su lado girando sobre sí misma y se tendió sobre revistas, bolas de papel, desorden. «¿Parte de ella? Yo era 1a mismísima jodida Britannia. Cerveza tibia, pastel de frutas, sentido común y yo. Pero yo también soy realmente real, J.J.; realmente, realmente. -Extendió los brazos hacia él y lo atrajo hasta donde su boca le esperaba, besándolo con un gran sorbetón impropio de Pamela-. ¿Ves lo que quiero decir?» Sí; lo veía.

«Habrías tenido que oírle hablar de la guerra de las islas Falkland -dijo ella después, desasiéndose y jugando con su pelo-. "Pamela, imagina que una noche oyes un ruido en la planta baja y, cuando vas a investigar, te encuentras a un hombrón en la sala con una escopeta que te dice: Vuelve arriba. ¿Qué harías?" Yo volvería arriba, le contesté. "Pues es eso, ni más ni menos. Intrusos en la casa. Es intolerable." -Jumpy observó que apretaba los puños y se le blanqueaban los nudillos-. Yo le dije: si te empeñas en usar metáforas trasnochadas, por lo menos, úsalas con propiedad. ¿Qué ocurre cuando dos personas dicen que son dueños de una casa y uno está ocupándola y el otro se presenta con una escopeta. Porque es así.» Jumpy asintió, muy serio: «Eso es lo realmente real.» «Justo -ella le dio una palmada en la rodilla-. Lo realmente justo, Mr. Jam… es real y verdaderamente así. Realmente. Otro trago.» Ella se inclinó hacia el cassette y oprimió un botón. Jesús, pensó Jumpy, ¿Boney M? Dame un respiro. A pesar de su actitud progre en cuestión de razas, la señora tenía mucho que aprender en música. Ya empezaba el bumchicabum. Y, de pronto, sin más, él se echó a llorar, le hizo llorar de verdad la emoción fingida, la imitación del dolor a base de música discotequera. Era el salmo ciento treinta y siete, «Super río». El rey David que hacía oír su voz a través de los siglos. Cómo cantaremos la canción del Señor en un país extranjero.

«Cuando iba al colegio me obligaban a aprender de memoria los salmos -dijo Pamela Chamcha, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en el sofá-cama y los párpados apretados. Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos, llorábamos oh, oh… Paró la cinta, volvió a recostarse y recitó-: Si yo me olvidara de ti, Jerusalén, olvidada sea mi diestra. Péguese mi lengua al paladar si no me acordara de ti, si no pusiera a Jerusalén por encima de mi alegría.»

Después, en la cama, soñaba con su colegio de monjas, con maitines y vísperas y con el canto de los salmos cuando Jumpy entró corriendo y la despertó gritando: «No puedo seguir callando, tengo que decírtelo. Él no ha muerto. Saladin está recondenadamente vivo.»

* * *

Ella despertó de golpe, hundiendo las manos en su cabello espeso rizado y alheñado en el que empezaban a asomar las primeras hebras blancas; se arrodilló en la cama, desnuda, con las manos en la cabeza, sin poder moverse, hasta que Jumpy acabó de hablar, y entonces, sin avisar, empezó a pegarle puñetazos en el pecho, los brazos y los hombros y hasta en la cara, con todas sus fuerzas. Él estaba sentado en la cama, a su lado, ridículo con el camisón de puntillas de ella, mientras ella le pegaba; él dejaba el cuerpo inerte, recibiendo los golpes, sometiéndose. Cuando a ella se le acabaron los golpes, tenía el cuerpo sudoroso y él pensó que tal vez le había roto un brazo. Ella se sentó a su lado jadeando y los dos permanecieron callados.

En la habitación entró el perro de Pamela, con cara de preocupado, y se acercó a ella para darle la pata y lamerle la pierna izquierda. Jumpy se movió con cautela. «Creí que lo habían robado», dijo al fin. Pamela movió la cabeza en un sí, pero. «Los ladrones me llamaron y pagué el rescate. Ahora se llama Glenn. No importa. De todos modos, nunca llegué a pronunciar Sher Khan como es debido.»

Al cabo de un rato, Jumpy observó que ella tenía ganas de hablar. «Lo que hiciste antes…», empezó. «Oh, Dios.»

«No. Es como lo que yo hice una vez. Quizá la cosa más sensata que haya hecho en mi vida.» En el verano de 1967, había arrastrado al «apolítico» Saladin, que tenía veintiún años, a una manifestación pacifista. «Una vez en la vida, Mister Remilgos, voy a rebajarte a mi nivel.» Harold Wilson venía a la ciudad y, a causa del apoyo del gobierno laborista a la intervención estadounidense en el Vietnam, se organizó una protesta masiva. Chamcha fue «por curiosidad», según dijo él. «Yo fui para ver cómo personas autodenominadas inteligentes se convertían en masa.»

Aquel día llovía a mares. Los manifestantes congregados en Market Square quedaron calados. Jumpy y Chamcha, arrastrados por la multitud, se encontraron subiendo las escaleras del Ayuntamiento; localidad de tribuna, dijo Chamcha con tosca ironía. A su lado había dos estudiantes disfrazados de asesinos rusos, con sombrero negro de ala ancha, abrigo y gafas negras, que llevaban debajo del brazo unas cajas de zapatos llenas de tomates embadurnados de tinta, con una etiqueta en la que en letras grandes se leía bombas. Poco antes de la llegada del Primer Ministro, uno de ellos tocó en el hombro a un policía y dijo: «Perrdon, favor. Cuando llega Mr. Wilson autodenominado Primer Ministro en coche largo, favor pedirle bajar ventana para que aquí mi amigo poder arrojar bombas.» El policía contestó: «Jo, jo, muy bueno. Ahora escuche. Usted puede tirarle huevos, por mí no hay inconveniente. Y también puede tirarle tomates, como los que tiene en esa caja pintados de negro y etiquetados bombas, por mí no hay inconveniente. Pero si le tira algo duro, señor, aquí mi compañero le disparará a usted con su pistola.» Oh, días de inocencia, cuando el mundo era joven… Cuando llegó el coche hubo una avalancha y Chamcha y Jumpy fueron separados. Luego apareció Jumpy, se subió al capó del coche negro de Harold Wilson y empezó a dar saltos, abollándolo, brincando como un loco al ritmo del estribillo que cantaba la gente: Lucharemos, venceremos, que viva Ho Chi Minh.

«Saladin empezó a gritarme que me bajara, en parte porque entre la gente había cantidad de tipos de las Brigadas Especiales que iban hacia el coche desde todas las direcciones, pero principalmente porque se sentía recondenadamente violento.» Pero él seguía saltando, subiendo más arriba y cayendo con más fuerza, calado hasta los huesos, agitando la larga melena: Jumpy el saltarín, saltando hacia la mitología de los viejos tiempos. Y Wilson y Marcia, encogidos en el asiento de atrás. ¡Ho! ¡Ho! ¡Ho Chi Minh! En el último momento, Jumpy se llenó los pulmones de aire y se zambulló de cabeza en un mar de caras mojadas y amigas; y desapareció. No pudieron dar con éclass="underline" negrata de mierda. «Saladin estuvo una semana sin dirigirme la palabra -rememoró Jumpy-. Y, cuando me habló, fue para decirme: "Espero que te darás cuenta de que esos policías hubieran podido acribillarte, y no te acribillaron."»

Seguían sentados en el borde de la cama, uno al lado del otro. Jumpy oprimió el antebrazo de Pamela. «Sólo quiero decir que sé lo que es eso. ¡Pumba, bam! Aquello fue increíble. Y parecía necesario.»

«Ay, Dios mío -dijo ella, volviéndose a mirarle-. Ay, Dios mío, perdona, pero así ha sido.»

Por la mañana, le costó una hora comunicar con la Compañía Aérea, a causa del volumen de llamadas que seguía generando la catástrofe, más de veinticinco minutos de insistir -pero él me llamó, era su voz -, mientras, al otro extremo del hilo telefónico, una voz femenina, adiestrada especialmente para tratar con seres humanos en estado de crisis, comprendía sus sentimientos, se identificaba con ella en este momento de dolor y derrochaba paciencia, pero evidentemente, no le creía ni una palabra. Lo siento, señora, no quiero ser brutal, pero el avión estalló a diez mil metros de altura. Al final de la conversación, Pamela Chamcha, habitualmente la más serena de las mujeres, que para llorar se encerraba en el cuarto de baño, gritaba al teléfono: por Dios, mujer, ¿por qué no se guarda sus discursos bondadosos y presta atención a lo que le digo? Finalmente, colgó con fuerza el auricular y se revolvió contra Jumpy Joshi, que al ver la expresión de sus ojos derramó el café de la taza que le llevaba, porque empezaron a temblarle las manos de miedo. «Gusano de mierda -le acusó-. Conque todavía está vivo, ¿eh? Seguramente bajó del cielo volando y se metió en la primera cabina de teléfono, para quitarse el jodido traje de Superman y llamar a su mujercita.» Estaban en la cocina y Jumpy reparó en una serie de cuchillos suspendidos de una cinta magnética en la pared situada a la izquierda de Pamela. Él abrió la boca para decir algo pero ella no le dejó. «Sal de aquí antes de que haga algo. No me explico cómo pude picar. Tú y tus jodidas voces telefónicas: debí figurármelo.»