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Ella había ocultado el dolor a sus compañeros de expedición porque la atracción del Everest era arrolladora. Pero ahora el dolor continuaba y era cada día más fuerte. El azar, un defecto congénito, le ataba los pies. Fin de la aventura, pensó Allie; traicionada por los pies. La obsesionaba la imagen de los pies vendados. Condenados chinos, pensaba, haciendo eco al fantasma de Wilson.

«Para algunas personas es tan fácil la vida -sollozó en brazos de Farishta-. ¿Por qué a ellas no les fallan sus condenados pies?» Él le dio un beso en la frente. «Para ti siempre será una lucha -dijo él-. Lo deseas demasiado.»

La clase esperaba, impaciente toda aquella charla de fantasmas. Las chicas querían que les explicara el caso, su caso. Querían encontrarse en la cumbre. Ella deseaba preguntar: ¿Vosotras sabéis lo que es que toda tu vida se concentre en un momento, en un par de horas? ¿Sabéis lo que es cuando no puedes ir más que hacia abajo? «Yo estaba en la segunda cordada, con el sherpa Pemba -dijo-. El tiempo era perfecto, perfecto. Tan claro que te parecía que podrías ver a través del cielo lo que hubiera más allá. La primera cordada ya debe de estar arriba, dije a Pemba. El tiempo se mantiene y podemos subir. Pemba se puso muy serio, lo cual era una novedad, ya que era uno de los más bromistas de la expedición. Él tampoco había estado en la cumbre. Hasta entonces yo no había pensado en subir sin oxígeno, pero al ver que Pemba se disponía a intentarlo, pensé: de acuerdo, yo también. Fue un capricho estúpido, de aficionado, pero de repente quise ser una mujer sentada en lo alto de la condenada montaña, un ser humano, no una máquina que respira. Pemba dijo: Allie Bibi, no hacer, pero yo eché a andar. Al poco rato, nos cruzamos con los que bajaban y yo vi la expresión de sus ojos. Estaban tan contentos, tan eufóricos, que ni se dieron cuenta de que yo no llevaba el equipo de oxígeno. Mucho cuidado, nos gritaron. Cuidado con los ángeles. Pemba respiraba a buen ritmo y yo acompasé la respiración aspirando y expulsando el aire al unísono con él. Sentía la cabeza ligera y sonreía de oreja a oreja, y cuando Pemba me miraba veía que él estaba igual que yo. Parecía una mueca, como de dolor, pero era una alegría loca. -Era una mujer que había alcanzado la trascendencia, los milagros del alma, por el duro esfuerzo físico de subirse por una alta roca cubierta de hielo-. En aquel momento -dijo a las chicas que subían con ella, siguiendo cada paso de la ascensión-, lo creí todo: que el universo tiene un sonido, que puedes levantar un velo y ver la faz de Dios, todo. Vi los Himalayas a mis pies, y aquello también era la faz de Dios. Pemba debió de ver en mi expresión algo que le alarmó, porque me gritó: Cuidado, Allie Bibi, la altura. Recuerdo que floté por el último repecho y llegué arriba, y allí estábamos, y por todos los lados el suelo bajaba. Qué luz; el universo purificado en luz. Yo quería arrancarme la ropa y dejar que me empapara la piel. -En la clase, ni una risita; todas estaban bailando desnudas con ella en el techo del mundo-. Entonces empezaron las visiones, los arco iris que se ondulaban y danzaban en el cielo, el resplandor que caía como una cascada del sol, y había ángeles, los otros no bromeaban. Yo los vi, y el sherpa Pemba los vio. Los dos estábamos de rodillas. Sus pupilas tenían un blanco puro y las mías también, estoy segura. Probablemente, habríamos muerto allí, seguro, cegados por la nieve y enloquecidos por la montaña, pero entonces oí un ruido, una detonación seca como el disparo de un rifle. Aquello me despertó. Tuve que gritar a Pem hasta que también él reaccionó y empezamos a bajar. El tiempo cambiaba rápidamente; se acercaba una ventisca. Ahora el aire estaba denso, ahora, en lugar de aquella levedad, aquella ligereza, había pesadez. Apenas llegamos al punto de reunión los cuatro nos metimos en la pequeña tienda del Campamento Seis, a ocho mil doscientos metros. Allá arriba no hablas mucho. Cada cual tenía su propio Everest que escalar una y otra vez, durante toda la noche. Pero sí pregunté: "¿Qué fue aquel ruido? ¿Alguien disparó una escopeta?" Me miraron como si estuviera desquiciada. ¿Quién haría una estupidez semejante a esta altitud, dijeron; además, Allie, sabes perfectamente que no hay ni un arma en toda la montaña. Tenían razón, naturalmente, pero yo lo oí, de eso estoy segura: bang, bing, el disparo y el eco. Y eso es todo -dijo, terminando bruscamente-. Fin. La Historia de mi vida.» Agarró un bastón con puño de plata y se dispuso a marchar. Mrs. Bury, la maestra, se adelantó para pronunciar las frases de ritual. Pero las chicas no se dejaban distraer. «¿Y qué fue, Allie?», insistieron; y ella, que de repente parecía tener diez años más de sus treinta y tres, se encogió de hombros. «No lo sé -dijo-. A lo mejor, el fantasma de Maurice Wilson.»

Salió de la clase apoyándose pesadamente en el bastón.

* * *

La City -el mismo Londres, yaar, nada menos- estaba vestida de blanco, como una plañidera en un funeral. «A ver de quién, el funeral, mister -se preguntaba Gibreel Farishta, frenético-; no será el mío, puñeta, espero y deseo.» Cuando el tren entró en la estación Victoria, él saltó sin esperar a que se parase del todo, se torció un tobillo y cayó de bruces entre las carretillas de equipaje y las risas burlonas de los londinenses que esperaban el tren, agarrándose en su caída a su sombrero cada vez más maltrecho. A Rekha Merchant no se la veía por ninguna parte y, aprovechando el momento, Gibreel corrió entre la gente que se apartaba a su paso, como un poseso, sólo para encontrarla en la puerta de billetes, flotando pacientemente en su alfombra, invisible para todos los ojos menos los suyos, a un metro del suelo.

«¿Qué es lo que quieres? -le apostrofó él-. ¿Qué buscas aquí?» «He venido a ver tu caída -repuso ella al instante-. Mira -agregó-, ya he conseguido que hicieras el ridículo.»

La gente se apartaba de Gibreel, aquel tipo raro de la gabardina grande y el sombrero aplastado, ese hombre habla solo, dijo una voz infantil, y la madre respondió shhh, cariño, no hay que burlarse de las desgracias de la gente. Bien venido a Londres. Gibreel Farishta corrió hacia las escaleras del Metro. Rekha, en su alfombra, le dejó marchar.

Pero cuando él, atropelladamente, llegó al andén de la dirección Norte de la Línea Victoria, volvió a verla. Ahora estaba en un cartel publicitario de la pared del otro lado que anunciaba el sistema telefónico automático internacional. Envíe su voz hasta la India en una alfombra mágica -instaba-. Sin djinns y sin lámparas maravillosas. Él lanzó un alarido que nuevamente hizo que sus compañeros de viaje dudaran de su cordura y huyó al andén de la dirección Sur, por cuya vía entraba un tren. Saltó al interior del coche y allí estaba Rekha Merchant, delante de él, con la alfombra arrollada en el regazo. Las puertas se cerraron estrepitosamente a su espalda.

Aquel día Gibreel Farishta huyó en todas las direcciones, en el Metro de la ciudad de Londres y, dondequiera que iba, Rekha Merchant daba con él; en las interminables escaleras mecánicas de Oxford Circus se sentaba a su lado, y en los atestados ascensores de Tufnell Park se le apretaba por detrás de un modo que, en vida, hubiera considerado escandaloso. En los confines de la Metropolitan Line, arrojó los fantasmas de sus hijos desde lo alto de unos árboles que parecían garras y, cuando él salió a respirar delante del Banco de Inglaterra, se lanzó histriónicamente desde la cúspide de su frontón neoclásico. Y, aunque él no tenía la menor idea de la verdadera forma de aquélla, la más proteica y camaleónica de las ciudades, estaba seguro de que, mientras él circulaba por sus entrañas, constantemente cambiaba de forma, de manera que las estaciones cambiaban de línea y se sucedían en una secuencia aparentemente casual. Más de una vez emergió, medio asfixiado, de aquel mundo subterráneo en el que ya no regían las leyes del espacio y del tiempo, y trató de parar un taxi; pero ninguno se detenía, y él tenía que volver a sumirse en aquel laberinto infernal, aquel laberinto sin salida, y proseguir su huida épica. Por fin, exhausto y sin esperanza, se rindió a la lógica fatal de su locura y salió al azar en la que supuso debía de ser última fútil estación de su prolongado e inútil viaje en busca de la quimera de la renovación. Salió a la amarga indiferencia de una calle de desperdicios esparcidos por el viento, próxima a un cinturón infestado de camiones. Ya había oscurecido y él, con paso inseguro, utilizando sus últimas reservas de optimismo, entró en un parque al que las ectoplásmicas luces de tungsteno daban un aire espectral. Cuando cayó de rodillas en la soledad de la noche de invierno, vio una figura de mujer que avanzaba lentamente hacia él a través de la hierba cubierta de nieve, y supuso que era su némesis, Rekha Merchant, que venía a darle el beso de la muerte, a arrastrarle a un submundo más profundo que aquel en el que ella le había enloquecido. Ya no le importaba, y cuando llegó la mujer, él había caído de bruces sobre los antebrazos, con la gabardina colgando alrededor de él, dándole el aspecto de un gran escarabajo moribundo que, por misteriosas razones, llevara un sucio sombrero de fieltro gris.

Como a mucha distancia, oyó que de la garganta de aquella mujer partía un grito en el que se mezclaban la incredulidad, la alegría y cierto resentimiento, y, poco antes de perder el sentido, comprendió que, por el momento, Rekha le permitía hacerse la ilusión de que había llegado a lugar seguro, para que, al fin, su victoria fuera aún más dulce.

«Estás vivo -dijo la mujer, repitiendo las palabras que le dijo la primera vez que lo vio-. Has recobrado la vida. Eso es lo que importa.»

Sonriendo, él se quedó dormido ante los pies planos de Allie mientras caía la nieve.

IV AYESHA

Incluso las visiones seriadas han emigrado; ya se conocen la ciudad mejor que él. Y, en las secuelas de Rosa y Rekha, los mundos soñados de su otro yo arcangélico empiezan a parecer tan tangibles como las cambiantes realidades que habita cuando está despierto. Esto, por ejemplo, ha empezado a aparecérsele: un bloque residencial construido al estilo holandés en una parte de Londres que más adelante él identificará como Kensington, a la que el sueño lo transporta volando a gran velocidad, por delante de los almacenes Barkers y de la pequeña casa gris con doble ventana salediza, en la que Thackeray escribió La feria de las vanidades, y de la plaza con el convento en el que siempre están entrando niñas de uniforme, pero nunca vuelven a salir, y de la casa en la que Talleyrand pasó su vejez, cuando, tras mil y un cambios de lealtad y principios, asumió la apariencia de embajador de Francia en Londres, y llega a un edificio de siete pisos que hace esquina, con balcones de hierro forjado verde hasta el cuarto piso, y ahora el sueño le hace subir por la fachada de la casa y, al llegar al cuarto piso, aparta las pesadas cortinas del balcón de la sala de estar y por fin allí se queda sentado, sin dormir, como siempre, con los ojos muy abiertos a la tenue luz amarilla, mirando el futuro, el Imán barbudo del turbante.