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Ahora calla porque debajo de nosotros llega el momento supremo en el que el pueblo se acerca a las metralletas. Las cuales son silenciadas a su vez, cuando la interminable serpiente de gente, la pitón gigantesca de las masas sublevadas, abraza a los guardias asfixiándolos y ahoga la risotada letal de sus armas. El Imán suspira. «Ya está hecho.»

Las luces del palacio se apagan mientras el pueblo camina hacia él, con el mismo paso mesurado de antes. Entonces, del interior del palacio oscurecido brota un sonido escalofriante que empieza como un lamento alto y penetrante y luego se hace profundo como un aullido, un ulular tan fuerte como para llenar con su rabia todas las hendiduras de la ciudad. La cúpula dorada del palacio estalla como un huevo y de ella se eleva, resplandeciente de negrura, una aparición mitológica con vastas alas negras y el cabello tan largo y tan negro como largo y blanco es el del Imán: Al-Lat, comprende Gibreel, que ha salido de la concha de Ayesha.

«Mátala», ordena el Imán.

Gibreel lo deposita en el balcón ceremonial de palacio, con los brazos abiertos para abarcar la alegría del pueblo, cuyo sonido ahoga los alaridos de la diosa y se eleva como un cántico. Y Gibreel es impulsado al aire, irresistiblemente, una marioneta que va a la guerra; y ella, al verlo venir, da la vuelta, se agacha en el aire y, gruñendo espantosamente, viene a él con todo su poder. Gibreel comprende que el Imán, peleando por delegación, como siempre, lo sacrificará tan prestamente como a la montaña de cadáveres que está en la puerta de palacio; que él es un soldado suicida al servicio de la causa del clérigo. Yo soy débil, piensa, no soy adversario para ella, pero ella ha sido debilitada por su derrota. La fuerza del Imán mueve a Gibreel, y pone rayos en sus manos. Se inicia el combate; él arroja lanzas de rayos a sus pies y ella le echa cometas al vientre; nos estamos matando el uno al otro, piensa él, los dos moriremos y habrá dos nuevas constelaciones en el espacio: Al-Lat y Gibreel. Se tambalean como dos guerreros exhaustos dando mandobles en un campo sembrado de cadáveres. Los dos caen rápidamente.

Ella cae.

Baja en picado, Al-Lat, reina de la noche; choca contra el suelo destrozándose la cabeza; y yace, inerte y rota, un ángel negro descabezado, con las alas arrancadas, junto a una puertecita lateral de los jardines de palacio. Y Gibreel, al apartar de ella la mirada horrorizado, ve que el Imán se ha hecho monstruoso, está tendido en el patio del palacio con la boca abierta ante las puertas, y a medida que el pueblo va entrando, él se lo va tragando entero.

El cuerpo de Al-Lat se descompone y desintegra en la hierba, dejando sólo una mancha oscura; y ahora todos los relojes de la capital de Desh empiezan a dar campanadas y siguen y siguen, más de doce y más de veinticuatro y más de mil y una, anunciando el fin del Tiempo, la hora que no puede medirse, la hora del regreso del exiliado, de la victoria del agua sobre el vino, del comienzo del Antitiempo del Imán.

* * *

Cuando el argumento de la historia nocturna cambia, cuando, inopinadamente, el acontecer de Jahilia y Yathrib cede el paso a la lucha entre el Imán y la Emperatriz, Gibreel, por un momento, abriga la esperanza de que la maldición haya terminado y sus sueños recuperado la excentricidad casual de la vida corriente; pero luego, cuando la nueva historia se ajusta a la vieja rutina de continuar cada vez que él cierra los ojos en el punto preciso en que fue interrumpida, y su propia imagen, traducida en un avatar del arcángel, vuelve a entrar en el fotograma, su esperanza muere y él sucumbe una vez más a lo inexorable. Las cosas han llegado al extremo de que algunas de sus crónicas nocturnas resultan más tolerables que otras, y después del apocalipsis del Imán, casi siente alegría cuando empieza la narrativa siguiente que amplía su repertorio interior, porque, por lo menos, sugiere que la deidad que él, Gibreel, ha tratado en vano de matar puede ser un Dios de amor, no sólo de venganza, poder, deber, leyes y odio; y también es una narración un poco nostálgica, de una patria perdida; la siente como un retorno al pasado… ¿Qué historia es ésta? Ya llega. Empecemos por el principio: La mañana de su cuarenta cumpleaños, en una habitación llena de mariposas, Mirza Saeed Akhtar contemplaba a su esposa dormida…

* * *

La fatídica mañana de su cuarenta cumpleaños, en una habitación llena de mariposas, el zamindar Mirza Saeed Akhtar velaba el sueño de su esposa con el corazón rebosante de amor. Por una vez, se había despertado temprano y se levantó antes del amanecer con el agrio sabor de boca de una pesadilla, aquel sueño reiterativo del fin del mundo en el que la catástrofe, invariablemente, era culpa suya. Por la noche había estado leyendo a Nietzsche -«el fin inexorable de esta pequeña y pululante especie llamada Hombre»- y se quedó dormido con el libro abierto sobre el pecho. Al despertar por el aleteo de mariposas en el dormitorio fresco y oscuro, se enfadó consigo mismo por su torpe elección de lectura nocturna. Pero ahora estaba bien despierto. Se levantó sigilosamente, se calzó chappals y salió a pasear por los porches de la gran mansión, todavía en penumbra por estar echadas las persianas, y las mariposas hacían reverencias a su espalda como cortesanos. A lo lejos, sonaba una flauta. El Mirza Saeed subió las persianas y ató las cuerdas. Los jardines estaban sumidos en la bruma, y en ella evolucionaban las mariposas, nubes dentro de la nube. Esta remota región siempre fue famosa por sus lepidópteros, maravillosos escuadrones que llenaban el aire de día y de noche, mariposas con la propiedad del camaleón, cuyas alas cambiaban de color según se posaran en una flor grana, una cortina ocre, un vasito de obsidiana o un anillo de ámbar. En la mansión del zamindar y también en la aldea cercana, el milagro de las mariposas era tan frecuente que parecía cosa corriente, pero en realidad no hacía más que diecinueve años que habían regresado, según recordaban las criadas. Habían sido los espíritus familiares, o así rezaba la leyenda de una santa de la localidad, a la que se conocía por el nombre de Bibiji, que había vivido hasta los doscientos cuarenta y dos años y cuya tumba, ya olvidada y perdida, tenía la virtud de curar la impotencia y las verrugas. Desde la muerte de Bibiji, hacía ciento veinte años, las mariposas se habían desvanecido en el mismo reino de la leyenda que la propia Bibiji, por lo que, cuando regresaron, al cabo de ciento un años de su marcha, en un principio pareció una señal precursora de algún prodigio inminente. Después de la muerte de Bibiji -reconozcámoslo sin dilación- el pueblo siguió prosperando y las cosechas de patatas siguieron siendo abundantes, pero en muchos corazones había un vacío, a pesar de que los actuales habitantes del pueblo no guardaban recuerdo de los tiempos de la vieja santa. Por lo tanto, el regreso de las mariposas alegró muchos ánimos, pero en vista de que las esperadas maravillas no se producían, poco a poco, los vecinos volvieron a sumirse en la decepcionante monotonía de lo cotidiano. El nombre de la mansión del zamindar, Peristan, tal vez se derivara de las tenues alas de las mágicas criaturas, como ciertamente se deriva el del pueblo, Titlipur. Pero los nombres, una vez empiezan a usarse de forma corriente, pronto se convierten en meros sonidos y su etimología, al igual que tantas maravillas del mundo, queda sepultada bajo el polvo de la costumbre. Los habitantes humanos de Titlipur y sus hordas de mariposas se movían los unos entre los otros con una especie de mutuo desdén. Los vecinos del pueblo y la familia del zamindar habían abandonado hacía ya mucho tiempo sus intentos por desterrar de sus casas las mariposas, y ahora, cuando se abría un baúl, salía de él una bandada de alas como los demonios de Pandora, que cambiaban de color a medida que se elevaban; había mariposas debajo de las tapaderas de los retretes de Peristan, y dentro de los armarios, y entre las páginas de los libros. Cuando despertabas encontrabas las mariposas durmiendo en tus mejillas.

Lo habitual llega a hacerse invisible, y hacía años que Mirza Saeed no reparaba en las mariposas. Pero la mañana de su cuarenta cumpleaños, cuando la primera luz del día dio en la casa y, al instante, las mariposas empezaron a resplandecer, la belleza del momento le hizo contener la respiración. Corrió al dormitorio en que dormía Mishal, su esposa, velada por una mosquitera. Las mariposas mágicas se habían posado en los dedos de sus pies y, al parecer, también un mosquito se había colado porque había una hilera de picadas a lo largo de todo el perfil de su clavícula. Él deseó levantar la mosquitera, tenderse en la cama y borrar aquellas picadas con sus besos. ¡Qué inflamadas estaban! ¡Cómo le picarían cuando despertara! Pero se contuvo, recreándose en la inocencia de la figura dormida. Ella tenía el cabello suave, sedoso y de un castaño encendido, la piel blanca y los ojos, ahora cubiertos por los párpados, eran de un gris de seda. Su padre era director del Banco del Estado, por lo que fue un partido irresistible, un matrimonio de conveniencia que restauró la quebrantada fortuna de la antigua familia del Mirza y que, con el tiempo y a pesar de la falta de hijos, se convirtió en una unión cimentada en el verdadero amor. El Mirza Saeed contemplaba con ternura el sueño de Mishal ahuyentando de su pensamiento los últimos vestigios de su pesadilla. «¿Cómo va a estar condenado el mundo si puede ofrecer ejemplos de perfección tales como este hermoso amanecer?», reflexionaba con beatitud.

Siguiendo el hilo de sus placenteros pensamientos, el Mirza formuló un mudo discurso a su esposa que descansaba. «Mishal, tengo cuarenta años y me siento tan satisfecho como un niño de cuarenta días. Ahora veo que durante los años he ido sumiéndome más y más en nuestro amor y ahora nado en ese mar cálido como un pez.» ¡Cuánto le daba ella, se admiraba el Mirza, y cuánto la necesitaba él! Su matrimonio trascendía de la mera sensualidad, era tan íntimo que la separación era inconcebible. «Envejecer a tu lado, Mishal -le dijo mientras ella dormía-, será un privilegio.» Se permitió el sentimentalismo de lanzarle un beso con la punta de los dedos antes de salir de la habitación andando de puntillas. Cuando regresó al porche principal de sus aposentos privados, situados en el piso alto de la mansión, miró hacia los jardines que empezaban a salir de la bruma, y vio la imagen que turbaría su paz de espíritu para siempre, destruyéndola irreparablemente en el mismo instante en el que él había empezado a creerla invulnerable a los estragos del destino.