Vio en el césped a una muchacha que estaba en cuclillas, con la mano izquierda extendida con la palma hacia arriba. En esta superficie se posaban las mariposas y ella, con la derecha, las cogía y se las metía en la boca. Lenta, metódicamente, se desayunaba sus alas inertes.
Tenía los labios, las mejillas y el mentón con manchas de muchos colores que le habían dejado las mariposas al morir.
Cuando el Mirza Saeed Akhtar vio a la joven tomar su sutil desayuno en el césped, sintió un arrebato de deseo tan violento que al momento se avergonzó. «No es posible -se reconvino-; al fin y al cabo, yo no soy un animal.» La joven envolvía su cuerpo en un sari amarillo azafrán, al modo de las mujeres pobres de la región y, cuando se inclinaba sobre las mariposas, la tela colgaba hacia delante descubriendo sus pequeños senos ante la mirada del atónito zamindar. El Mirza Saeed extendió los brazos para asir la barandilla, y el ligero movimiento de su kurta blanca debió de llamar la atención de la muchacha, que levantó rápidamente la cabeza y le miró a la cara.
Y no bajó la mirada inmediatamente. Ni se levantó y echó a correr, como él casi esperaba.
No; ella esperó unos segundos, como para averiguar si él pensaba decir algo. En vista de que no decía nada, ella, sencillamente, reanudó su extraño ágape sin dejar de mirarle a la cara. Lo más extraño de todo ello era que las mariposas parecían converger hacia ella bajando del aire cada vez más luminoso, iban voluntariamente a la palma de la mano y a la muerte. Ella las tomaba por las alas, echaba la cabeza hacia atrás y se las metía en la boca con la punta de su estrecha lengua. En un momento dado, ella mantuvo la boca abierta, con los oscuros labios separados provocativamente, y el Mirza Saeed se estremeció al ver a la mariposa aleteando dentro de la oscura caverna de su muerte y, no obstante, sin intentar escapar. Cuando ella se hubo asegurado de que él lo había visto, juntó los labios y empezó a masticar. Así permanecieron, la campesina abajo y el hacendado arriba, hasta que, de pronto, ella puso los ojos en blanco y cayó pesadamente sobre el costado izquierdo, agitándose violentamente. Al cabo de unos segundos de un pánico que le paralizó, el Mirza gritó: «¡Ohé, la casa! ¡Ohé, despertad, pronto!» Al mismo tiempo, echó a correr hacia la suntuosa escalera inglesa de caoba, traída desde un inimaginable Warwickshire, fantástico lugar en el que, en un convento húmedo y oscuro, el rey Carlos I pisó estos mismos peldaños antes de perder la cabeza, en el siglo diecisiete de otro calendario. Mirza Saeed Akhtar, último vástago de su linaje, bajó corriendo las escaleras, pisando las fantasmales huellas de unos pies decapitados, en su carrera hacia el jardín.
La muchacha tenía convulsiones y aplastaba mariposas al retorcerse y agitar las piernas. Mirza fue el primero en llegar a su lado, aunque los criados y Mishal, despertados por sus gritos, no se hicieron esperar. Él agarró a la muchacha por la mandíbula, le obligó a abrir la boca y le introdujo una ramita que ella en seguida partió con los dientes. Los cortes que tenía en la boca le sangraban, y él temió por su lengua, pero en aquel instante el mal la dejó, ella se calmó y se durmió. Mishal ordenó que la llevaran a su propio dormitorio, y ahora Mirza Saeed tuvo que ver a otra bella durmiente en la misma cama, y por segunda vez se sintió invadido por algo que parecía una sensación muy rica y muy profunda para darle el grosero nombre de lujuria. Él descubrió que se sentía a un tiempo afligido por sus deseos impuros y eufórico por las emociones que le recorrían, unos sentimientos frescos cuya novedad le excitaba sobremanera. Mishal se acercó a su marido. «¿La conoces?», preguntó Saeed, y ella asintió. «Es huérfana. Hace pequeños animales de esmalte que vende en la ciudad. Tiene ataques de epilepsia desde que era muy pequeña.» Mirza Saeed quedó impresionado, y no por primera vez, por la sociabilidad de su mujer. Él apenas conocía a un puñado de habitantes del pueblo, en tanto que ella sabía el diminutivo de todo el mundo, la historia de la familia y lo que ganaba cada cual. Ellos hasta le contaban sus sueños, aunque muy pocos soñaban más de una vez al mes, porque eran muy pobres para permitirse esos lujos. Volvió a embargarle la ternura que sintiera por ella al amanecer y la abrazó. Ella apoyó la cabeza en su pecho y dijo suavemente: «Feliz cumpleaños.» Él le besó los cabellos. Abrazados, contemplaron a la muchacha dormida. Ayesha: su esposa le dijo el nombre.
Cuando Ayesha, la huérfana, llegó a la pubertad y, por su belleza alucinada y su aire de mirar a otro mundo, fue pretendida por muchos jóvenes, empezó a decirse que esperaba a un amante del cielo, porque se consideraba muy buena para los mortales. Los pretendientes rechazados murmuraban, dolidos, que, en realidad, ella no tenía por qué ser tan exigente, en primer lugar porque era huérfana y, en segundo, porque estaba poseída por el demonio de la epilepsia, el cual sin duda ahuyentaría a los espíritus celestes que pudieran estar interesados. Algunos jóvenes despechados llegaron, incluso, a apuntar que, ya que los defectos de Ayesha le impedirían encontrar marido, por lo menos podía tomar amantes, para no desperdiciar esa belleza que, en justicia, hubiera debido otorgarse a persona menos problemática. A pesar de todos los intentos que hacían los jóvenes de Titlipur por convertirla en su ramera, Ayesha conservaba la castidad, y su defensa era una mirada de feroz concentración en zonas de aire situadas encima del hombro izquierdo de las personas, que generalmente se tomaba por desprecio. Luego, la gente oyó hablar de su nueva costumbre de tragar mariposas y entonces modificaron su opinión de ella, convencidos de que estaba tocada de la cabeza y, por consiguiente, era peligroso acostarse con ella ya que los demonios podían transmitirse a sus amantes. Despues de esto, los lascivos varones del pueblo la dejaron sola en su choza, sola con sus animales de juguete y con su peculiar y alada dieta. Pero uno de los jóvenes tomó la costumbre de sentarse a cierta distancia de su puerta, vuelto discretamente hacia la dirección opuesta, como si estuviera de guardia, a pesar de que ella ya no necesitaba protectores. Él era un antiguo intocable del pueblo vecino de Chatnapatna que se había convertido al Islam y tomado el nombre de Osman. Ayesha nunca se dio por enterada de la presencia de Osman, ni él pretendía que fuera reconocida. Las frondosas ramas del pueblo se agitaban sobre sus cabezas, movidas por la brisa El pueblo de Titlipur había crecido a la sombra de un inmenso baniano, único monarca que, con sus múltiples raíces, reinaba en una extensión de más de medio kilómetro de diámetro. Por estas fechas, el árbol se había metido en el pueblo, y el pueblo en el árbol, de tal manera que era imposible distinguirlos. Algunas zonas del árbol eran escondite de enamorados, y otras, gallineros. Los campesinos más pobres habían construido toscos refugios en los ángulos de ramas gruesas y vivían entre el denso follaje. Había ramas que hacían las veces de viaducto para cruzar el pueblo, con las lianas se hacían columpios para los niños, y en los sitios en los que el árbol se inclinaba hacia el suelo, sus hojas formaban el tejado de más de un albergue que parecía colgar de la espesura como el nido de un pájaro tejedor. Cuando se reunía el panchayat del pueblo, sus miembros se sentaban en la rama más gruesa. Los vecinos acostumbraban a referirse al árbol con el nombre del pueblo y a llamar al pueblo, simplemente, «el árbol». Los moradores no humanos del baniano -hormigas, ardillas, búhos- eran tratados con el respeto debido a conciudadanos. Sólo de las mariposas se hacía caso omiso, como si fueran ilusiones que se hubieran revelado vanas hacía tiempo.
Era un pueblo musulmán, por lo cual Osman, el converso, había venido a él después de abrazar la fe, con su traje de payaso y su toro «boom boom», en un acto de desesperación, para probar si un nombre musulmán le daba más suerte que anteriores cambios de nombre, como, por ejemplo, cuando se dio a los intocables el nuevo nombre de «hijos de Dios». Siendo hijo de Dios en Chatnapatna no podía ni sacar agua del pozo de la ciudad, porque el contacto de un paria habría contaminado el agua potable… Osman, sin tierras y, al igual que Ayesha, huérfano, se ganaba la vida haciendo de payaso. Su toro llevaba cucuruchos de papel rojo en los cuernos y muchos adornos brillantes en el morro y el lomo. Iban de pueblo en pueblo, a las bodas y otras fiestas, haciendo un número en el que el toro era la imprescindible pareja de Osman y movía el testuz de arriba abajo en respuesta a sus preguntas, una vez: no; dos veces: sí. «Qué bonito es este pueblo, ¿verdad?» Boom, negaba el toro.
«¿Que no? Sí que lo es. Mira ¿no es buena la gente?» Boom.
«¿Cómo? ¿Es un pueblo de pecadores?» Boom, boom.
«¡Baapuré! Entonces, ¿todos irán al infierno?» Boom, boom.
«Pero, bhaijan. ¿Hay esperanza para ellos?» Boom, boom, el toro les ofrecía la salvación. Osman, excitado, acercaba el oído al morro del toro. «Di pronto. ¿Qué tienen que hacer para salvarse?» Entonces el toro arrancaba la gorra de la cabeza de Osman y la pasaba entre los espectadores, y Osman asentía alegremente. Boom, boom.
Osman, el converso, y su toro boom-boom tenían muchas simpatías en Titlipur, pero el muchacho sólo deseaba el afecto de una persona, y ella no se lo daba. Él había reconocido que su conversión al Islam había sido, sobre todo, táctica. «Sólo para poder beber, bibi, ¿qué va a hacer uno?» Ella se escandalizó de su confesión, le participó que no tenía nada de musulmán, que su alma estaba en peligro y que, por ella, podía volver a Chatnapatna y morirse de sed. Se puso colorada al decírselo, con una decepción exagerada, y fue la vehemencia de esta decepción lo que dio ánimo a Osman para quedarse en cuclillas a una docena de pasos de su casa, día tras día, pero ella seguía pasando por su lado con la frente alta, sin un triste buenos días o me alegraré de que estés bien.