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Una vez a la semana, los carros de patatas de Titlipur, en cuatro horas de viaje, recorrían el estrecho camino surcado de roderas para ir a Chatnapatna, que se encontraba en el cruce del camino con la gran línea del ferrocarril. En Chatnapatna se erguían los altos silos de reluciente aluminio de los mayoristas de patatas, pero esto no tenía nada que ver con las visitas regulares de Ayesha a la ciudad. Ella se subía a uno de los carros de patatas, agarrando un pequeño hato de arpillera en el que llevaba sus juguetes al mercado. Chatnapatna era famosa en toda la región por sus chucherías para niños, juguetes de madera y figuritas de esmalte. Osman y su toro salían al extremo del baniano a despedirla y se quedaban mirando cómo se bamboleaba encima de los sacos de patatas hasta que no era más que un puntito lejano.

En Chatnapatna, ella se dirigió a casa de Sri Srinivas, dueño de la fábrica de juguetes más importante de la ciudad. En las paredes se leían las frases políticas del día: Vota a Hand. O, más cortésmente: Sírvase votar por CP (M). Encima de estas exhortaciones campeaba el ufano rótulo: Juguetes Srinivas. Nuestro lema: Sinceridad amp; Creatividad. Dentro estaba Srinivas: un gigantón gelatinoso de unos cincuenta años, con la cabeza monda como un sol, al que toda una vida dedicada a la venta del juguete no había agriado el carácter. Ayesha le debía el sustento. Él había quedado tan prendado de su arte que se ofreció a comprar todos los muñequitos que ella pudiera hacer. Pero aquel día, a pesar de su habitual jovialidad, Srinivas frunció el ceño cuando Ayesha sacó del hato dos docenas de figuras de un muchacho con gorro de payaso acompañado de un toro muy engalanado que movía su adornada cabeza. Al comprender que Ayesha había perdonado a Osman su conversión, Sri Srinivas exclamó: «Ese hombre es un traidor a su nacimiento, como tú sabes bien. ¿Qué clase de persona es la que cambia de dioses con la misma facilidad que de dhotis? Sabe Dios cómo se te ha ocurrido tal cosa, muchacha, pero esos muñecos no los quiero.» De la pared situada detrás del escritorio colgaba un certificado en un marco impreso en artísticos caracteres: Por el presente se certifica que MR. SRI S. SRINIVAS es experto en Historia Geológica del Planeta Tierra, por haber volado a través del Gran Cañón con SCENIC AIRLINES. Srinivas cerró los ojos y cruzó los brazos, como un Buda taciturno, con la indiscutible autoridad del que ha volado. «Ese chico es un demonio», dijo categóricamente, y Ayesha envolvió los muñecos en la arpillera y, sin discutir, dio media vuelta para marcharse. Srinivas abrió los ojos. «¡Condenada muchacha! -gritó-. ¿Es que no vas a protestar? ¿Crees que no sé que necesitas el dinero? ¿Por qué has hecho esa tontería? ¿Qué vas a hacer ahora? Anda, hazme unos cuantos muñecos de PF de prisa, y te los pagaré a buen precio, con una prima, porque soy generoso a más no poder.» El muñeco PF, de Planificación Familiar, era invento personal de Mr. Srinivas, una variante de la muñeca rusa destinada a fomentar la responsabilidad social. Dentro de un muñeco Abba con traje y zapatos había una muñeca Amma con sari, y, dentro de ella, una hija que, a su vez, llevaba un hijo. Dos hijos y basta: éste era el mensaje de las mujeres. «Trabaja de prisa, de prisa -gritó Srinivas al despedir a Ayesha-. Los muñecos PF se venden muy bien.» Ayesha se volvió y le sonrió. «No te preocupes por mí, Srinivasji.»

Ayesha, la huérfana, tenía diecinueve años cuando emprendió el camino de regreso a Titlipur por la ruta de las patatas surcada de roderas, pero cuando llegó a su pueblo, unas cuarenta y ocho horas después, había alcanzado la intemporalidad, porque su cabello se había vuelto blanco como la nieve y su piel había recuperado la luminosa perfección de la de un recién nacido, y aunque estaba completamente desnuda, las mariposas se habían posado en su cuerpo en tan grandes enjambres que parecía llevar un vestido de la tela más fina del mundo. Osman, el payaso, ensayaba con su toro cerca del camino, porque, si bien la gran demora en el regreso de Ayesha le había producido viva angustia y pasó toda la noche buscándola, también tenía que ganarse la vida. Al verla, aquel muchacho que nunca había respetado a Dios por haber nacido intocable, se sintió lleno de un santo temor y no se atrevió a acercarse a la muchacha de la que estaba perdidamente enamorado.

Ella entró en su choza y durmió un día y una noche de un tirón. Luego, fue en busca del jefe del pueblo, sarpanch Muhammad Din, y le comunicó con toda naturalidad, que el arcángel Gibreel se le había aparecido en una visión y se había acostado a su lado a descansar. «La grandeza ha descendido entre nosotros -informó al alarmado sarpanch, que hasta entonces se había preocupado más de los contingentes de patatas que de la trascendencia-. Se nos exigirá todo y también se nos dará todo.»

En otra parte del árbol, Khadija, la esposa del sarpanch, consolaba a un lloroso payaso que no se resignaba a que un ser superior le quitara a su amada Ayesha, porque cuando un arcángel yace con una mujer la hace inaccesible a los hombres. Khadija era vieja, distraída y torpe cuando trataba de ser cariñosa, y dio a Osman un pobre consuelo: «El sol siempre se esconde cuando rondan los tigres», viejo adagio que significa que las desgracias nunca vienen solas.

Poco después de que trascendiera la noticia del milagro, la joven Ayesha fue llamada a la casa grande, y en días sucesivos pasó largas horas encerrada con la esposa del zamindar, la begum Mishal Akhtar, cuya madre también había llegado de visita y se había encariñado con la esposa de blancos cabellos del arcángel.

* * *

El que sueña, en sueños, quiere (pero no puede) protestar: Yo nunca le toqué ni un dedo. ¿Qué se han creído que es esto, un sueño erótico o qué? Que me ahorquen si sé de dónde sacaba esa chica su información/inspiración. Del que suscribe, no, desde luego.

Sucedió esto: ella iba andando de regreso a su pueblo cuando, de pronto, se sintió muy cansada, salió del camino y se tendió a descansar a la sombra de un tamarindo. Nada más cerrar los ojos, él estaba a su lado, ella soñaba a Gibreel con su gabardina y su sombrero, derritiéndose con aquel calor. Ella le miraba, pero él no habría podido decir lo que veía, alas, quizás, aureolas, todo eso. Luego él estaba allí tendido y no podía levantarse, los brazos y las piernas le pesaban más que barras de hierro y le parecía que su cuerpo se incrustaba en la tierra por su propio peso. Cuando ella dejó de mirarle, asintió gravemente, como si él le hubiera hablado, y entonces se quitó su raquítico sari y se tendió a su lado, desnuda. Entonces, en el sueño, él se quedó dormido, insensible y frío, como si alguien hubiera desconectado los hilos, y cuando volvió a soñarse despierto, ella estaba de pie delante de él, con todo aquel pelo blanco suelto y vestida de mariposas: transformada. Ella seguía asintiendo, absorta, recibiendo un mensaje de algún lugar que ella llamaba Gibreel. Luego, lo dejó allí echado y volvió al pueblo e hizo su entrada.

O sea que ahora tengo una esposa soñada, discurre el que sueña. ¿Qué caray hago con ella? Pero no depende de él. Ayesha y Mishal Akhtar están juntas en la casa grande.

* * *

Desde el día de su cumpleaños, Mirza Saeed estaba lleno de apasionados deseos, «como si realmente la vida empezara a los cuarenta», se admiraba su esposa. Su matrimonio se hizo tan activo que las criadas tenían que cambiar las sábanas tres veces al día. Mishal tenía la secreta ilusión de que este incremento de la libido de su esposo la haría concebir, porque ella estaba convencida de que el entusiasmo influía, por más que dijeran los médicos, y que todos aquellos años de tomarse la temperatura por la mañana antes de levantarse y luego pasar los resultados a un gráfico, para determinar su ciclo de ovulación, no habían servido sino para disuadir a los niños de nacer, en parte porque era difícil llegar al ardor necesario cuando la ciencia se mete en la cama con una, y en parte, también en su opinión, porque un feto que se respete no querrá entrar en el seno de una madre programada tan mecánicamente. Mishal aún rezaba para tener un hijo, aunque ya no hablaba de ello a Saeed para evitarle la sensación de haberla defraudado. Con los ojos cerrados, fingiendo dormir, ella pedía a Dios una señal, y cuando Saeed se volvió tan amoroso e insistente, ella pensó que tal vez esto era la señal. Por lo tanto, la extraña petición de su marido de que, a partir de ahora, siempre que vinieran a residir en Peristan, ella observara las «viejas costumbres» del purdah o retiro no fue tratada por ella con todo el desprecio que merecía. En la ciudad, donde tenían una casa grande y hospitalaria, el zamindar y su esposa estaban considerados como una de las parejas más «modernas» y (danzadas» de la sociedad; coleccionaban arte contemporáneo y daban fiestas divertidas e invitaban a los amigos a parcheos en la oscuridad en los sofás, mientras veían vídeos porno ligero. Por lo tanto, cuando Mirza Saeed dijo: «¿No sería una delicia, Mishu, acomodar nuestra conducta a esta vieja casa?», ella habría tenido que reírse en sus barbas. Pero no, ella respondió: «Lo que tú quieras, Saeed», porque él le dio a entender que sería una especie de juego erótico. Incluso le insinuó que su pasión por ella se había hecho tan irresistible que podía tener que expresarla en el momento menos pensado, y si entonces ella estaba fuera de su retiro, podía violentar a la servidumbre; y, desde luego, su presencia le impediría concentrarse en cualquier trabajo y, además, en la ciudad «seguiremos siendo de lo más avanzado». De esto ella dedujo que la ciudad estaba llena de distracciones para el Mirza, por lo que donde más posibilidades tenía de concebir era aquí, en Titlipur. Ella decidió no moverse. Fue entonces cuando invitó a su madre a visitarles porque, si iba a retirarse a la zenana, necesitaría compañía. Mrs. Qureishi llegó. Las carnes le temblaban de furor, venía decida a reprender a su yerno hasta que desistiera de aquella tontería del purdah, pero Mishal la dejó asombrada al pedirle: «No, por favor.» Mrs. Qureishi, la esposa del director del Banco del Estado, era en sí una mujer bastante sofisticada. «Realmente, durante toda tu adolescencia, Mishu, tú fuíste la recatada y yo, la atrevida. Creí que ya habías salido de esa zanja, pero veo que ha vuelto a empujarte a ella.» La esposa del financiero siempre había opinado que, en el fondo, su yerno era un retrógrado y un roñoso, opinión que había sobrevivido intacta a pesar de que carecía de todo fundamento. Por lo tanto, desoyendo el veto de su hija, fue en busca de Mirza Saeed al jardín delantero y se lanzó sobre él, agitando el cuerpo, como era su costumbre, para dar mayor énfasis a sus palabras. «¿Qué clase de vida hacéis? -inquirió-. A mi hija no se la encierra, a mi hija se la saca. ¿De qué te sirve toda tu fortuna si la guardas también bajo llave? Hijo mío, saca la cartera y saca a tu mujer. ¡Llévatela de viaje, renueva tu amor, divertios!» Mirza Saeed abrió la boca, no supo qué responder y volvió a cerrarla. Deslumbrada por su propia elocuencia que, espontáneamente, había sugerido la idea de unas vacaciones, Mrs. Qureishi se entusiasmó. «¡Decidios y marchaos! -instó-. ¡Marchaos, hombre, marchaos! Vete con ella, ¿o es que quieres tenerla encerrada hasta que ella se marche -en esto alzó al cielo un dedo amenazador- para siempre?» Mirza, contrito, prometió pensarlo.