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El idioma: obligada como ahora se veía a emitir esos sonidos extraños que le cansaban la lengua, ¿no tenía derecho a lamentarse? El hogar: ¿qué importaba que, en Dhaka, vivieran en el modesto piso de un maestro y ahora, gracias a su espíritu emprendedor, amor al ahorro y habilidad con las especies ocuparan un edificio de cuatro pisos con terrazas? ¿Dónde estaba ahora la ciudad que ella conocía? ¿Dónde, el pueblo de su juventud y las verdes riberas de su tierra? Las costumbres en torno a las cuales ella había construido toda su vida también se habían perdido o, por lo menos, costaba mucho trabajo encontrarlas. En esta Vilayet nadie tenía tiempo para la pausada cortesía de la vida de allá, ni para la práctica de la religión. Además: ¿no estaba obligada a aguantar a un donnadie de marido cuando antes ella podía ufanarse de su digno cargo? ¿Dónde estaba la satisfacción de tener que trabajar para vivir, para mantener a toda la familia, cuando antes ella podía quedarse en su casa, rodeada de una pompa halagüeña? Y ella sabía, y cómo no iba a saber, que debajo de la jovialidad de su marido había tristeza, y esto también era una derrota; nunca se había sentido una esposa tan inútil, porque, ¿qué clase de mujer es la que no puede alegrar a su marido y tiene que ver su falsa alegría y resignarse, como si fuera el artículo genuino? Además: habían venido a un demonio de ciudad en la que podía ocurrir cualquier cosa; las ventanas se te hacían pedazos a medianoche sin causa aparente; cuando ibas por la calle, unas manos invisibles te derribaban; en las tiendas oías unas palabrotas que te parecía que se te caían las orejas, y cuando volvías la mirada hacia el lugar de donde venían las palabras no había más que aire y caras risueñas; y no había día en que no te enterases de tal chico, o chica, que había sido golpeada por los espíritus. Sí, una tierra de fantasmas y diablos, cómo explicarlo; lo mejor era quedarse en casa, no salir ni para echar una carta al correo, quedarse en casa, pasar el cerrojo, decir las oraciones, y así los duendes (quizá) se mantendrían alejados. ¿Razones del fracaso? Baba, ¿y quién podría contarlas? No sólo era la mujer de un hostelero y una esclava de la cocina, sino que no podía fiarse ni de su propia gente; hombres que ella siempre consideró respetables, sharif, que se divorciaban por teléfono de la mujer que había quedado en su tierra y se iban con cualquier haramzadi femenino, y muchachas muertas por la dote (hay cosas que pasan fronteras sin pagar aduana); y, lo peor de todo, el veneno de esta isla diabólica había contaminado a sus niñas, que se negaban a hablar su lengua materna, a pesar de que entendían hasta la última palabra; lo hacían sólo para mortificar; por qué si no Mishal se había cortado el pelo y se había puesto en él un arco iris; y todos los días, gritos, disputas, desobediencia.

Y, lo más triste, que en sus quejas no había nada nuevo, que así era la vida de las mujeres como ella, por lo que ya no era sólo una, sólo ella, sólo Hind, esposa del maestro Sufyan; se había hundido en el anonimato, en la pluralidad uniforme había pasado a ser una-de-tantas-como-ella. Ésta era la lección de la historia: las-como-ella no podían hacer nada más que sufrir, recordar y morir.

Lo que ella hacía: para no reconocer la debilidad de su marido, lo trataba, casi siempre, como a un gran señor, como a un monarca, porque en su mundo perdido, su gloria era la de éclass="underline" para no reconocer a los espíritus que acechaban fuera del café, ella se quedaba dentro, enviando a otras personas a comprar las provisiones, y también a alquilar las películas de vídeo bengalí e hindi gracias a las cuales (y a su creciente colección de revistas de cine indias) podía mantenerse en contacto con los sucesos del «mundo real», como la extraña desaparición del incomparable Gibreel Farishta y el posterior anuncio de su trágica muerte en una catástrofe aérea; y ella, para desahogar sus sentimientos de desesperación, derrota y fatiga, gritaba a sus hijas. La mayor de las cuales, para vengarse, se cortó el pelo y hacía que los pezones se le transparentaran a través de unas camisas que se ceñía provocativamente al cuerpo.

La llegada de un demonio en regla, un macho cabrío con sus cuernos, fue, después de todo ello, algo así como la última gota que hace derramar el vaso o, por lo menos, la penúltima.

* * *

Los residentes del Shaandaar se reunieron de noche en la cocina para una improvisada reunión de emergencia en la cumbre. Mientras Hind echaba imprecaciones al caldo de pollo, Sufyan instaló a Chamcha en una mesa, acercándole, para que el infeliz se sentara, una silla de aluminio con asiento de plástico azul, e inició la sesión. Me place señalar que el exiliado maestro de escuela citó, con su mejor tono didáctico, las teorías de Lamarck. Cuando Jumpy hubo referido la fantástica historia de la caída del cielo de Chamcha -el protagonista estaba muy inmerso en el caldo de pollo y en su dolor para hablar por sí mismo-, Sufyan, aspirando el aire por entre los dientes, aludió a la última edición de El origen de las especies. «Ahí hasta el propio gran Charles aceptaba la noción de la mutación in extremis, para asegurar la supervivencia de la especie; y que si sus discípulos -siempre más darwinianos que él mismo- repudiaron, póstumamente, tal herejía lamarckiana, insistiendo en la selección natural y nada más, no obstante, yo debo reconocer que esta teoría no se hizo extensiva a la supervivencia de un ejemplar individual sino únicamente al conjunto de la especie; además, por lo que respecta a la naturaleza de la mutación, el problema consiste en comprender la verdadera utilidad del cambio.»

«Pa-páa -Anahita Sufyan, levantando la mirada al techo y apoyando cansinamente la mejilla en la palma de la mano, interrumpió estas reflexiones-, corta ya. Lo que importa es como ha podido convertirse en semejante, semejante (con admiración) alucinación.»

A lo que el propio diablo, levantando la cara del caldo de pollo, exclamó: «De alucinación, nada. Oh, no, eso sí que no.» Su voz, que parecía surgir de un insondable abismo de dolor, conmovió y alarmó a la menor de las niñas, que, impulsivamente, se acercó y acarició el hombro de la infortunada bestia, diciendo, en un intento de arreglarlo: «Claro que no lo eres lo siento. Yo no creo que seas una alucinación; es sólo que lo pareces.»

Saladin Chamcha se echó a llorar.

Entretanto, Mrs. Sufyan se había horrorizado al ver a su hija menor poner las manos encima de la criatura, y volviéndose hacia la galería de huéspedes en prendas de dormir, agitó el cucharón en demanda de apoyo. «¿Cómo puede tolerarse…? El honor, la seguridad de las niñas, no está a salvo. ¡Que, en mi propia casa, semejante cosa…!»

Mishal Sufyan perdió la paciencia. «Hostia, mamá.» «¿Hostia?»

«¿Os parece que puede ser temporal? -Mishal, dando la espalda a la escandalizada Hind, preguntó a Sufyan y Jumpy-: Una especie de posesión. A lo mejor, hasta podríamos hacerlo… ¿exorcizar?» En los ojos le brillaban presagios, lémures, espectros, cuentos de terror. Y su padre, tan aficionado al video como cualquier adolescente, pareció considerar seriamente la posibilidad. «En Der Steppenwolf», empezó. Pero Jumpy, harto del tema, le atajó: «Lo esencial es hacer un planteamiento ideológico», anunció. Esto les cerró la boca.

«Objetivamente -dijo con una tímida sonrisa-, ¿qué es lo que ha pasado aquí? A: arresto indebido, intimidación y violencia. B: detención ilegal, desconocidos experimentos médicos en hospital -aquí, murmullos de asentimiento cuando recuerdos de exámenes intravaginales, escándalos Depo-Provera, esterilizaciones postparto no autorizadas y, más atrás, la introducción masiva de drogas en los Países del Tercer Mundo, a los ojos de los presentes, daban credibilidad a las insinuaciones del que hablaba; porque lo que tú crees depende de lo que tú has visto, no sólo lo que es visible sino aquello que estás dispuesto a suponer, y, de todos modos alguna explicación había que dar a los cuernos y los cascos; en aquellas bien vigiladas salas de hospital podía ocurrir cualquier cosa-. Y en tercer lugar -prosiguió Jumpy-, derrumbamiento psicológico, pérdida del sentido de identidad, claudicación. No es el primer caso.»

Nadie discutió, ni siquiera Hind; hay verdades de las que es imposible disentir. «Ideológicamente -dijo Jumpy-, yo me niego a aceptar la posición de víctima. Desde luego, él ha sido victimizado, pero nosotros sabemos que todo abuso de poder es, en parte, responsabilidad del abusado; nuestra pasividad es cómplice de tales crímenes.» Y a continuación, una vez hubo impuesto en los circunstantes una abochornada sumisión con su rapapolvo, pidió a Sufyan la pequeña buhardilla que momentáneamente estaba desocupada, y Sufyan, a su vez, contrito y solidario, fue incapaz de pedir ni un céntimo por el alquiler. Hind, ciertamente, murmuró: «Ahora sé que el mundo está loco, ahora tengo al diablo de huésped en mi casa», pero lo dijo entre dientes, y nadie excepto Mishal, su hija mayor, oyó lo que decía.

Sufyan, imitando la actitud de su hija menor, se acercó hasta donde Chamcha, acurrucado dentro de su manta, consumía enormes cantidades de incomparable yakhni de pollo que preparaba Hind, se agachó y pasó un brazo alrededor del desventurado, que seguía tiritando. «No encontrarás mejor sitio que éste -dijo como si hablara a un débil mental o a un niño pequeño-. ¿Dónde más que aquí podrías curar tu desfiguramiento y recuperar la salud? ¿Dónde más que aquí, entre nosotros, tu gente, los tuyos?»

Pero cuando Saladin Chamcha se quedó solo en la buhardilla, al límite de sus fuerzas, contestó la retórica pregunta de Sufyan: «Yo no soy de los vuestros -dijo categóricamente a la noche-. Vosotros no sois mi gente. He pasado media vida tratando de huir de vosotros.»

* * *

Empezó a desmandársele el corazón, a cocear y brincar como si también él fuera a experimentar una metamorfosis diabólica y sustituir su antiguo latido metronómico por complejas e impredecibles improvisaciones. Despierto en una cama estrecha, enganchándose los cuernos en las sábanas y las almohadas cada vez que daba la vuelta, Chamcha sufría aquella excentricidad coronaria con fatalista resignación: ¿y por qué no esto, después de todo lo demás? Badumbum, hacía el corazón, y el pecho le temblaba. Ten cuidado o te vas a enterar de lo que soy capaz. Dumbumbadum. Sí; esto era el infierno, ni más ni menos. La ciudad de Londres transformada en Jahannum, Gehenna, Muspellheim.