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«Bueno, es lo que pensamos -agregó Anahita tímidamente al ver que en la frente de Chamcha se fraguaba una tormenta. Y, retrocediendo hacia la puerta, agregó-: Pero probablemente nos equivocábamos. Sí, era una equivocación. Que te aproveche.» Mishal, antes de escapar, sacó un frasquito de un líquido verde de un bolsillo de su chaquetón a cuadros rojos y negros, lo dejó en el suelo al lado de la puerta y lanzó un último disparo: «Perdona, pero dice mamá que te enjuagues. Es un elixir para el aliento.»

* * *

Que Mishal y Anahita adorasen la desfiguración que él aborrecía con toda su alma le convenció de que «los suyos» estaban tan desequilibrados como él sospechaba hacía tiempo. Que las dos niñas respondieran a su mal humor -cuando, a la segunda mañana, le subieron a la buhardilla, masala dosa en lugar de cereal de paquete, con sus pequeños astronautas plateados, y él les gritó: «¿Y ahora tengo que comer esta inmundicia extranjera?»-, respondieran, decía, con expresiones de aprobación, no hizo sino empeorar las cosas. «Engrudo indecente -convino Mishal-. Aquí no hay salchichas, qué se le va a hacer.» Arrepentido de su ingratitud, él trató de explicarles que ahora se consideraba, en fin, británico… «¿Y nosotras? – preguntó Anahita-. ¿Qué crees que somos nosotras?» Y Mishal confió: «Bangladesh no significa nada para mí. Sólo un lugar con el que papá y mamá constantemente machacan y machacan.» Y Anahita, terminante: «Bungleditch [1] -moviendo la cabeza con énfasis-. Así lo llamo yo, en cualquier caso.»

Pero ellas no eran británicas, quería decirles éclass="underline" no realmente, no de un modo que él pudiera admitir. Y, sin embargo, sus viejas certidumbres se le escapaban por momentos, junto con su antigua vida… «¿Dónde está el teléfono? -preguntó-. Tengo que hacer varias llamadas.»

Estaba en el vestíbulo; Anahita, de sus ahorros, le prestó las monedas. Con la cabeza envuelta en un turbante prestado y el cuerpo escondido en unos pantalones de Jumpy y unos zapatos de Mishal, Chamcha marcó el número del pasado.

«Chamcha -dijo la voz de Mimi Mamoulian-, tú estás muerto.»

Mientras él estaba fuera sucedió esto: Mimi perdió el conocimiento y perdió los dientes. «Un desfallecimiento, eso fue -explicó, hablando con más aspereza de la habitual, a causa de ciertas dificultades con la mandíbula-. ¿La razón? No preguntes. ¿Quién puede pedir razones en estos tiempos? ¿Qué número tienes? -preguntó cuando empezó a sonar la señal-. En seguida te llamo.» Pero tardó sus buenos cinco minutos. «He tenido que desaguar. ¿Tienes tú una razón para estar vivo? ¿Por qué las aguas se abrieron para ti y para el otro y se cerraron sobre los demás? No me digas que vosotros erais más dignos. Hoy en día eso ya no se lo traga nadie, ni siquiera tú, Chamcha. Yo bajaba por Oxford Street buscando zapatos de cocodrilo cuando sucedió: yo iba andando, tenía un pie en alto, y caí fulminada hacia delante, como un árbol, dando con la barbilla en el suelo, y todos los dientes quedaron esparcidos por la acera, a los pies del hombre que andaba en busca de plan. La gente a veces es muy considerada, Chamcha. Cuando volví en mí, tenía los dientes bien amontonaditos al lado de la cara. Al abrir los ojos y verlos tan monos allí colocados, ¿no es todo un detalle?, me dije. Lo primero que pensé fue: gracias a Dios que tengo el dinero. Me lo había hecho coser ahí detrás, con discreción, desde luego, un buen trabajo, mejor que antes. En fin, que me he tomado unas vacaciones. La cosa de las voces anda fatal, entre tú que te mueres y yo que pierdo los dientes, es que no tenemos sentido de la responsabilidad. Se ha perdido mucha calidad, Chamcha. Si pones la tele o escuchas la radio oirás qué bodrio los anuncios de la pizza, y la publicidad de las cervezas, con un acento alemán de lo más postizo, y los marcianos que comen puré de patata suenan como si hubieran venido de la luna. Nos han echado de El Aliens Show. Que te alivies. Por cierto, lo mismo podrías decirme a mí.»

De manera que había perdido el trabajo, además de la esposa, la casa y la razón de vivir. «No son sólo los sonidos dentales los que se me tuercen -prosiguió Mimi-. Los jodidos oclusivos me ponen a parir. No hago más que pensar que otra vez voy a esparcir toda la osamenta por la calle. Los años, Chamcha, no traen más que humillaciones. Vienes al mundo, te sacuden llenándote de cardenales y luego la cascas y te meten en una urna. De todos modos, aunque no vuelva a trabajar, no ha de faltarme nada hasta el día en que me muera. ¿Sabías que ahora ando con Billy Battuta? Claro, ¿cómo ibas a saberlo si estabas nadando? Pues sí, cuando me cansé de esperarte, me ligué a un jovencito paisano tuyo. Puedes considerarlo un cumplido. Bueno, tengo prisa. Encantada de hablar con los muertos, Chamcha. Otra vez tírate de la palanca de abajo. Hasta luego.»

Por naturaleza, yo soy hombre introvertido, dijo él silenciosamente al teléfono desconectado. A mi manera, yo he procurado buscar la elevación espiritual y, modestamente, adquirir una cierta elegancia. En los días buenos, me parecía que la había conseguido, que la tenía en mi interior, aunque no sabía dónde. Pero se me escapaba. Yo me he enredado en las cosas materiales, en el mundo y sus estropicios, y no puedo rehuirlos. Lo grotesco se ha apoderado de mí como antes me dominaba lo cotidiano. El mar me arrojó; la tierra me arrastra.

Chamcha resbalaba por una pendiente gris, y el agua negra le azotaba el corazón. ¿Por qué el renacimiento, la segunda oportunidad que les había sido otorgada a Gibreel Farishta y a él, en su caso parecía un final perpetuo? Él había vuelto a nacer al conocimiento de la muerte; y lo inescapable del cambio, las cosas-que-no-volverán, el sin-retorno, le asustaba. Cuando pierdes el pasado, te quedas desnudo delante del despectivo Azraeel, el ángel de la muerte. Resiste, si puedes, se decía. Aférrate al ayer. Deja las marcas de las uñas en la pendiente gris mientras resbalas.

Billy Battuta: aquel mierda indecente. Playboy pakistaní que convirtió una de tantas agencias de viajes -Battuta's Travels- en una flota de superpetroleros. En el fondo, un gángster, famoso por sus idilios con estrellas de la pantalla hindi y, según las malas lenguas, por su debilidad por las mujeres blancas de enorme delantera y anca generosa, a las que «trataba de mala manera», dicho sea eufemísticamente, y «recompensaba con largueza». ¿Qué buscaba Mimi en Billy el malo, su instrumento sexual y su Maserati Biturbo? Para los chicos como Battuta, las mujeres blancas -aunque sean gordas, judías y mandonas- eran para follar y tirar. Lo que uno odia en los blancos -la afición a la piel canela- tienes que odiarlo también cuando se da a la inversa, en los negros. La intolerancia no es sólo función de poder.

Mimi llamó por teléfono a la noche siguiente desde Nueva York. Anahita lo llamó con su mejor acento de maldito yankee y Chamcha, trabajosamente, se puso el disfraz. Cuando llegó al aparato, Mimi había colgado, pero volvió a llamar. «No paga una la tarifa transatlántica para quedarse esperando.» «Mimi -dijo él con desesperación patente en la voz-, no me dijiste que te ibas.» «Y tú ni siquiera me diste tu dirección. Así pues, cada cual tiene su secreto.» Él quería decir: Mimi, vuelve a casa, vas a recibir muchos palos. «Le he presentado a la familia -dijo ella en tono excesivamente festivo-. Imagina, algo así como Yassir Arafat saluda a los Begin Pero no importa. Todos viviremos.» Él quería decir: Mimi, tú eres todo lo que tengo. Pero sólo conseguiría irritarla. «Quería prevenirte contra Billy», fue lo que le dijo.

Ella respondió con frialdad: «Chamcha, escucha. Un día hablaremos de esto, porque, a pesar de todas tus majaderías, me aprecias. De manera que hazme el favor de tener en cuenta que yo soy una mujer inteligente. He leído Finnegans Wake y estoy al corriente de las críticas postmodernas de Occidente, es decir, que aquí tenemos una sociedad que sólo es capaz de la imitación: un mundo "romo". Cuando yo me convierto en la voz de un frasco de sales para baño, entro en "Romolandia" con los ojos abiertos, sabiendo lo que hago y por qué. A saber: que gano dinero y, como mujer inteligente y capaz de hablar durante quince minutos sobre el estoicismo, y más de quince sobre cine japonés, yo te digo, Chamcha, que conozco perfectamente la reputación de Billy Boy. Tú de explotación no puedes enseñarme nada. Nosotros ya teníamos explotación cuando todos vosotros aún andabais envueltos en pieles. Prueba de ser mujer, judía y fea. Pedirás a gritos ser negro. Perdón por mi francés: moreno.»

«Entonces reconoces que él te explota», interpuso Chamcha, pero el torrente lo arrastró. «¿Y puedes tú decirme cuál es la puñetera diferencia? -gorjeó ella con su voz de "Tartaletas Tuti"-. Billy es un chico divertido, con un talento natural para el arte del timo, uno de los grandes. ¿Quién sabe cuánto ha de durar esto? Voy a decirte algunas de las ideas de las que no quiero saber nada: patriotismo, Dios y amor. Ni puñetera falta para el viaje. Billy me gusta porque se las sabe todas.»

«Mimi -dijo él-, me ha ocurrido algo»), pero ella seguía enfrascada en sus protestas y no le oyó. Él colgó sin darle la dirección.

Ella volvió a llamarle semanas después, y para aquel entonces ya se habían fijado implícitamente las condiciones: ella no preguntó ni él dio sus señas, y era evidente para los dos que una etapa había terminado, que sus caminos se habían separado, que había llegado el momento de decir adiós. Mimi seguía entusiasmada con Billy: él tenía planes para hacer películas hindi en Inglaterra y América, importando a estrellas como Vinod Khanna o Sridevi, para que hicieran cabriolas delante del ayuntamiento de Bradford o del Golden Gate -«desde luego, se trata de una fórmula para desgravar», cascabeleó Mimi-. En realidad, las cosas estaban poniéndose bastante feas para Billy; Chamcha había visto su nombre en los periódicos relacionado con términos tales como «patrulla antifraude» y «evasión de impuestos»; pero el que nace para el timo no tiene remedio, dijo Mimi. «Y un día va y me dice: ¿Quieres un visón? Y yo: Billy, no me compres cosas. ¿Y quién habla de comprar?, dice él. Tendrás un visón. Es una transacción.» Habían ido a Nueva York y Billy había alquilado un Mercedes negro larguísimo, «con un chófer no menos largo». Cuando entraron en la peletería parecían un jeque petrolero y su fulana. Mimi se probó modelos de precio, esperando la indicación de Billy. Por fin, él dijo: ¿Éste te gusta? Es bonito. Billy, susurró ella, que son cuarenta mil, pero él ya estaba liando a la dependienta: era viernes por la tarde, los bancos estaban cerrados, ¿le aceptarían un cheque? «Ahora ya les consta que es un jeque del petróleo, y le dicen que sí y nos vamos con el abrigo. Entonces me lleva a otra tienda, a la vuelta de la esquina, les enseña el abrigo y les dice: Acabo de comprar esto por cuarenta mil dólares, aquí está el recibo; ¿me dan treinta por él? Necesito el dinero, tengo un fabuloso fin de semana en perspectiva.» Les hicieron esperar mientras los de la segunda peletería llamaban por teléfono a la primera. En el cerebro del encargado se dispararon todos los timbres de alarma y, al cabo de cinco minutos, llegaba la policía, que arrestaba a Billy por pasar un cheque falso, y él y Mimi estuvieron en la cárcel todo el fin de semana. El lunes por la mañana, cuando abrieron los bancos, resultó que la cuenta de Billy tenía un saldo acreedor de cuarenta y dos mil ciento diecisiete dólares, de manera que el cheque era bueno. Él informó a los peleteros de su intención de demandarlos por dos millones de dólares de indemnización, por difamación. Caso abierto y cerrado, y antes de cuarenta y ocho horas concertaban un acuerdo privado por el que Billy retiraba la demanda a cambio de doscientos cincuenta mil a tocateja. «¿No es un encanto? -preguntó Mimi a Chamcha-. El chico es un genio. Quiero decir que esto es clase.»

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[1] Zanja chapucera. (N. del T.)