«Desvergonzada de qué sé yo dónde -gritó Hind desde el fondo del pasillo-. Cubre tu desnudez.»
«Que te zurzan -murmuró Mishal entre dientes, mirando a Hanif Johnson con ojos rebeldes-. ¿Y los michelines que a ella le asoman entre el sari y el choli? Ya me dirás…» Al otro extremo del oscuro corredor, Hind agitaba Ciné-Blitz delante de los huéspedes y gritaba: vive. Con el mismo fervor de aquellos griegos que, tras la desaparición del político Lambrakis, pintaron con cal por todo el país la letra Z. Zi: vive.
«¿Quién?», preguntó Mishal otra vez.
«Gibreel -gritaron los niños provisionales-. Farishta bénché achén.» Hind, que desapareció escaleras abajo, no vio cómo volvía a la habitación su hija mayor -dejando la puerta entornada-, ni cómo tras ella entraba, después de comprobar que el horizonte estaba despejado, el prestigioso abogado Hanif Johnson, vestido y calzado a la europea, que conservaba un despacho en el edificio para no renegar de sus raíces, pero tenía también un próspero bufete en un barrio residencial, estaba muy bien relacionado con el partido laborista local y había sido acusado por el actual diputado de conspirar para arrebatarle el escaño en las próximas elecciones.
¿Cuándo cumplía Mishal Sufyan los dieciocho años? Aún le faltaban varias semanas. ¿Y dónde estaba su hermana, compañera de cuarto, compinche, sombra, eco y contrapunto? ¿Dónde estaba la carabina en potencia? No estaba. Pero prosigamos:
La noticia de Ciné-Blitz era que una nueva productora cinematográfica con sede en Londres, dirigida por el joven fenómeno de las finanzas Billy Battuta, cuyo interés por el cine era bien conocido, se había asociado con el famoso productor independiente indio Mr. S. S. Sisodia, con el fin de producir un vehículo para la vuelta a las pantallas del legendario Gibreel, acerca de quien se informaba, en exclusiva, que por segunda vez había escapado de las fauces de la muerte. «Es cierto que yo figuraba en la lista de pasajeros con el nombre de Najmuddin -manifestaba la estrella-. Sé que, cuando los investigadores descubrieron que con este nombre, que por cierto es el verdadero, yo protegía mi incógnito, ello causó gran dolor en mi país, por lo cual pido perdón sinceramente a mi público. Como pueden ver, Dios dispuso que yo perdiera aquel avión, y, puesto que yo deseaba desaparecer durante algún tiempo, omití desmentir la noticia de mi muerte y tomé un vuelo posterior. Fue una suerte; verdaderamente, un ángel debió velar por mí.» Pero, después de reflexionar, había comprendido que no tenía derecho a ocultar a su público de un modo tan poco deportivo y cruel la verdad de los hechos ni privarle de su presencia en la pantalla. «Por lo tanto, he aceptado con todo entusiasmo este proyecto.» La película sería teológica -¿y cómo no?-, pero diferente a las anteriores. La acción se desarrollaría en una imaginaria y fabulosa ciudad de arena y narraría el encuentro entre un profeta y un arcángel; también la tentación del profeta y su elección del camino de la pureza y no el de la claudicación. «Es una película que trata de la forma en que lo nuevo entra en el mundo», explicó Sisodia, el productor, a Ciné-Blitz. Pero ¿no podría considerarse una irreverencia, una profanación?… «De ninguna manera -respondió Billy Battuta-. La ficción es la ficción; los hechos son los hechos. No es nuestra intención hacer un bodrio como esa película El Mensaje, en la que cada vez que se oía hablar al profeta Muhammad (¡paz a su nombre!) sólo se veía la cabeza de su camello moviendo la boca. Eso, ustedes perdonen, no tenía clase. Nosotros hacemos una película de calidad y buen gusto. Un relato moral, como… ¿cómo los llaman ustedes…?, las fábulas.»
«Como un sueño», dijo Mr. Sisodia.
Cuando, aquella tarde, Anahita y Mishal Sufyan llevaron la noticia a la buhardilla, Chamcha tuvo el más violento de los accesos de furor que ellas habían presenciado, una cólera terrible que le hizo levantar la voz hasta una nota tan alta que se desgarraba, como si le hubieran crecido cuchillos en la garganta que hicieran trizas sus gritos; su aliento pestilente casi las hizo salir despedidas de la habitación, y con los brazos levantados y agitando sus patas de carnero, parecía, por fin, el diablo no sólo por el aspecto. «¡Embustero! -gritó al ausente Gibreel-. Traidor, desertor, escoria. ¿Que perdiste el avión? Entonces, ¿de quién era la cabeza que… en mis rodillas, con mis propias manos…? ¿Quién recibió caricias, habló de pesadillas y al fin cayó del cielo cantando?» «Calma, calma -suplicó Mishal, aterrorizada-. Tranquilo, o tendremos aquí a mi madre antes de un minuto.»
Saladittse serenó y volvió a ser una patética masa caprina completamente inofensiva. «No es verdad -gimió-. Lo que pasó nos pasó a los dos.»
«Pues claro -le consoló Anahita-. De todos modos, nadie se cree lo que cuentan esas revistas de cine. Imprimen cualquier cosa.»
Las hermanas salieron de la habitación andando de espaldas y conteniendo la respiración, y dejaron a Chamcha con su dolor, sin observar algo muy curioso. Pero no hay que reprochárselo: el berrinche de Chamcha hubiera distraído al más perspicaz. También hay que señalar, en justicia, que el cambio no lo notó ni el propio Saladin.
¿Qué sucedió? Esto: durante el breve pero violento arranque de Chamcha contra Gibreel, los cuernos de su cabeza (que por cierto habían crecido varios centímetros mientras languidecía en la buhardilla del Shaandaar D y D), de forma clara e inconfundible, se habían acortado unos dos centímetros.
Para ser exactos, debemos señalar que, en una región más baja de su transformado cuerpo -dentro de unas calzas prestadas (la delicadeza nos impide imprimir detalles explícitos)-, otra cosa, dejémoslo así, también se contrajo.
De todos modos, la información de la revista cinematográfica resultó excesivamente optimista y precipitada, por cuanto que, a los pocos días de su aparición, los periódicos locales daban la noticia del arresto de Billy Battuta en un bar japonés de Nueva York y de su acompañante femenina, Mildred Mamoulian, de profesión actriz y cuarenta años de edad. Al parecer, él se había dirigido a numerosas damas preeminentes, «dedicadas a actividades sociales», para pedirles «muy considerables» sumas de dinero que él decía necesitar para comprar su libertad a una secta de adoradores del diablo. Y es que de timador no te sales: sin duda Mimi Mamoulian habría calificado la operación de «hermoso dolo». Apuntando al corazón de la religiosidad americana, suplicando la salvación -«cuando se vende el alma, cuesta muy caro recuperarla»-, Billy había recaudado, alegaban los investigadores, «sumas de seis cifras». Hacia el final de los años ochenta, las congregaciones mundiales de fieles anhelaban el contacto directo con lo sobrenatural y Billy, al pretender haber conjurado poderes infernales (y, por consiguiente, precisar ser rescatado de ellos), ofrecía la mercancía más solicitada, especialmente dado que el diablo que él presentaba era democráticamente susceptible a los dictados del Todopoderoso Dólar. Lo que Billy ponía al alcance de las señoras de Nueva York a cambio de sus generosos cheques era la ratificación: sí, el diablo existe, yo lo he visto con mis propios ojos -¡Ay, Dios, qué horror!- y, si existía Lucifer, tenía que existir Gabriel; si se habían visto las llamas del infierno, entonces, en algún sitio, más allá del arco iris, tenía que resplandecer el Paraíso. Al parecer, Mimi Mamoulian había desempeñado un papel importante en el engaño, llorando y suplicando con todo su fervor. Los perdió el exceso de confianza, cuando fueron vistos en el bar Takesushi (carcajeándose y haciendo chistes con el chef) por una tal Mrs. Aileen Struwelpeter, que la tarde anterior había entregado un cheque de cinco mil dólares a la entonces atribulada y llorosa pareja. Mrs. Struwelpeter tenía influencia en el Departamento de Policía de Nueva York y, antes de que Mimi terminara su ensalada de marisco, ya estaban allí los azules. No se resistieron al arresto. En las fotos del periódico, Mimi llevaba un abrigo que Chamcha dedujo sería de visón de cuarenta mil dólares, y tenía en la cara una expresión que sólo admitía una lectura.
A hacer puñetas.
Durante algún tiempo, no volvió a hablarse de la película de Farishta.
Tal vez sí y tal vez no, a medida que la reclusión de Saladin Chamcha en el cuerpo de un demonio y la buhardilla del Shaandaar D y D se prolongaba durante semanas y meses, se hacía evidente que su condición iba de mal en peor. Sus cuernos (no obstante su única, momentánea e inadvertida disminución) se habían hecho más gruesos y más largos, enroscándose en artísticos arabescos, tocándolo con un turbante de asta cada vez más oscura. Tenía una barba cerrada y larga, incongruente en una persona cuya cara de luna siempre fue lampiña; pero ahora criaba más y más pelo en todo el cuerpo e, incluso, en la base de la espina dorsal le había salido una fina cola que se alargaba día tras día y que ya le impedía usar pantalones; ahora se metía el nuevo miembro dentro de holgadas calzas bombachas, requisadas por Anahita Sufyan del amplio surtido de su madre. Se imaginará fácilmente el sufrimiento que le causaba su continua metamorfosis en una especie de djinn embotellado. Incluso el apetito se le alteraba. Saladin siempre fue muy exigente con la comida, y ahora advertía con horror que su paladar se hacía más y más tosco, de manera que todos los alimentos tenían casi el mismo sabor y, en cuanto se descuidaba, empezaba a mordisquear las sábanas o el periódico. Cuando se daba cuenta, se sobresaltaba, abochornado por esta nueva prueba de su alejamiento de la condición humana y su degeneración en -sí- lo cabruno. Y, para colmo, necesitaba cada vez mayor cantidad de elixir bucal para mantener el aliento dentro de unos límites aceptables. Realmente intolerable.