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«Tu desgracia es que siempre se te ha perdonado todo -le dijo Rekha Merchant cuando salió de las nubes-. Sabe Dios por qué, siempre te libraste con bien, no se te acusó del delito. Nadie te hizo responder de tus actos.» Él no pudo negarlo. «Es un don de Dios -le chilló ella-. Dios sabe de dónde viniste, miserable advenedizo del arroyo, Dios sabe las enfermedades que traías.»

Pero en aquel entonces él pensaba que para eso estaban las mujeres, que eran los vasos en los que él podía derramarse y que, cuando él se iba, tenían la obligación de perdonarle. Y es cierto que nadie le reprochaba su abandono, sus mil y un atolondramientos, y cuántos abortos, preguntaba Rekha en el hueco de la nube, cuántos corazones destrozados. Durante todos aquellos años, él fue beneficiario de la infinita generosidad de las mujeres, pero también su víctima, porque tanto perdón hizo posible la más profunda y más dulce de todas las corrupciones, es decir, la idea de que no hacía nada malo.

Rekha: ella entró en su vida cuando Gibreel compró el ático de Everest Vilas y, en su calidad de vecina y comerciante, ella ofreció enseñarle sus alfombras y antigüedades. Su marido estaba en un congreso mundial de fabricantes de cojinetes de bolas que se celebraba en Goteborg, Suecia, y, en su ausencia, ella invitó a Gibreel a su apartamento con celosías de piedra del palacio de Jaisalmer y barandillas de madera tallada del palacio de Keralan, y con la chhatri o cúpula mogólica convertida en baño de hidromasaje; apoyada en pared de mármol, le servía champán francés, sintiendo en la piel las frías vetas de la piedra. Cuando él empezó a beber el champán, ella comentó, burlona, que los dioses no bebían, a lo que él replicó con una frase leída en una revista, de una entrevista hecha al Aga Khan: Oh, el champán es sólo aparente, porque, tan pronto como llega a mis labios, se convierte en agua. Después de esto, ella no tardó en llegar a sus labios y licuarse en sus brazos. Cuando sus hijos volvieron del colegio con el ayah, la encontraron hablando con él en el salón, impecablemente vestida y peinada, revelándole los secretos del comercio de la alfombra, por ejemplo que seda art quiere decir seda artificial, no artística, y que no se dejara engañar por el catálogo, en el que se explicaba arteramente que determinada alfombra se fabrica con la lana del cuello de corderos lechales, porque en realidad significaba que era lana de baja calidad, y es que la propaganda es la propaganda, ya se sabe y qué se le va a hacer.

Él no la amaba, no le era fiel, olvidaba sus cumpleaños, hacía caso omiso de sus llamadas telefónicas, se presentaba en su casa en el momento menos oportuno, cuando ella tenía a cenar a gente del mundo de los cojinetes de bolas, y ella, como todas las demás, le perdonaba. Pero su perdón no era callado y resignado como el que le concedían las otras. Rekha protestaba furiosamente, le mortificaba, le insultaba, le maldecía, le llamaba lafanga inútil y haramzada, y saleh, y llegó a atribuirle la imposible hazaña de joder a la hermana que no tenía. No le ahorraba nada, acusándole de ser una criatura superficial, sin más profundidad que una pantalla de cine, y luego acababa perdonándole y permitiendo que le desabrochara la blusa. Gibreel no podía resistirse a los espectaculares perdones de Rekha Merchant, tanto más conmovedores por cuanto que su propia posición era falsa, ya que se apoyaba en su infidelidad al rey de los cojinetes de bolas, circunstancia que Gibreel se abstenía de mencionar, aguantando el chaparrón como un hombre. De manera que, mientras que los perdones que recibía de sus otras mujeres le dejaban frío y los olvidaba tan pronto como le eran dispensados, volvía a Rekha una y otra vez, para que le insultara y luego le consolara como sólo ella sabía.

Entonces estuvo a punto de morir.

Estaba en Kanya Kumari, el vértice de Asia, rodando una escena de pelea en el mismo cabo Comorin, donde, según se dice, chocan tres océanos. Tres grandes olas, Oeste, Este y Sur, respectivamente, colisionaron en colosal palmada de acuíferas manos, con perfecta sincronización, en el instante en que Gibreel recibía un directo en la mandíbula y caía de espaldas a la trioceánica espuma. No se levantó.

En el primer momento, todos echaron la culpa a Eustace Brown, el gigantesco especialista inglés que le había propinado el puñetazo. Él protestó con vehemencia. ¿No había actuado él en las muchas películas teológicas del Gran Jefe N. T. Rama Rao? ¿No había perfeccionado el arte de hacer que el viejo quedara bien en las peleas sin causarle el menor daño? ¿No se había quejado él de que NTR nunca pegaba al aire, con el resultado de que él, Eustace, siempre acababa morado, machacado por un vejestorio enclenque al que hubiera podido desayunarse sobre una tostada? ¿Había perdido él los estribos siquiera una vez? ¿Y entonces? ¿Cómo podía haber quien pensara que él era capaz de hacer daño al inmortal Gibreel? De todos modos, lo despidieron y la policía lo encerró, por si acaso.

Pero no fue el golpe lo que derribó a Gibreel. Después de que la estrella fuera trasladada al Breach Candy Hospital de Bombay en un reactor prestado por las Fuerzas Aéreas para tal fin; después de que los minuciosos análisis y pruebas no detectaran casi nada; mientras él se hallaba inconsciente, moribundo, con una tensión sanguínea que había descendido de su normal valor de quince a un mortífero cuatro coma dos, un portavoz del hospital se dirigía a la prensa nacional en la amplia escalinata blanca del Breach Candy. «Es un misterio -dijo-. Pueden llamarlo, si quieren, un acto divino.»

Gibreel Farishta, sin causa aparente, había empezado a tener hemorragias internas, es decir que, sencillamente, se desangraba dentro de su piel. En el peor momento, la sangre empezó a salir por el recto y el pene, y parecía que, de un momento a otro, iba a manar, torrencial, por nariz, ojos y orejas. Siete días estuvo sangrando y recibiendo transfusiones y todos los coagulantes conocidos por la ciencia médica, incluido un raticida concentrado, y, aunque el tratamiento determinó una mejoría marginal, los médicos abandonaron toda esperanza.

Toda la India estaba junto al lecho de Gibreel. Su estado era la noticia más importante en todos los boletines de la radio, tema de avances informativos emitidos cada hora por la red nacional de televisión, y la muchedumbre congregada en Warden Road era tan grande que la policía tuvo que dispersarla con cargas al lathi y gases lacrimógenos que fueron lanzados a pesar de que todos y cada uno del medio millón de afligidos circunstantes ya lloraban y gemían. La Primera Ministra aplazó todos sus compromisos y voló a hacerle una visita. Su hijo, el piloto de aviación, estaba en la habitación de Farishta, sosteniéndole la mano. Un sentimiento de aprensión cundió por toda la nación, porque, si Dios castigaba de este modo a su más célebre encarnación, ¿que reservaría al resto del país? Si Gibreel moría, ¿podría tardar en seguirle el resto de la India? Las mezquitas y los templos de la nación se llenaron de fieles que rezaban no sólo por el actor moribundo, sino por el futuro, por sí mismos.

¿Quién no fue a visitar a Gibreel al hospital? ¿Quién no escribió ni llamó por teléfono, ni mandó flores o exquisitos tiffins caseros? En tanto que muchas amantes, sin el menor recato, le enviaban tarjetas y pasandas de cordero, ¿quién, queriéndole más que ninguna, se mantenía impasible, sin que su marido, el de los cojinetes de bolas, llegara a sospechar? Rekha Merchant recubrió de hierro su corazón y siguió con su vida diaria, jugando con sus hijos, charlando con su marido y recibiendo a sus invitados cuando era necesario, sin revelar en ningún momento la lúgubre desolación de su alma.

Él sanó.

La curación fue tan misteriosa como la enfermedad, y tan repentina. También fue considerada (por el hospital, los periodistas y las amistades) acto divino. Se declaró fiesta nacional en todo el país y se dispararon fuegos artificiales. Pero, cuando Gibreel recobró las fuerzas, se puso de manifiesto que había cambiado, y cambiado de un modo sorprendente, porque había perdido la fe.

El día en que le dieron de alta en el hospital, escoltado por la policía, cruzó por entre la inmensa muchedumbre que se había reunido para celebrar su propia salvación al mismo tiempo que la de él, subió a su Mercedes y dijo al conductor que despistara a todos los vehículos que le seguían, maniobra que llevó siete horas y cincuenta minutos, al final de la cual él ya se había trazado un plan de acción. Gibreel se apeó del coche en el hotel Taj y, sin mirar a derecha ni izquierda, fue directamente al gran comedor, en el que había un bufete que crujía bajo el peso de alimentos prohibidos, de los que él se llenó el plato: salchichas de cerdo de Wiltshire, jamón de York, lonchas de bacon de Sabediosdónde; jamones del descreimiento y manos de cerdo de secularismo; y entonces, de pie en el centro del vestíbulo, delante de unos fotógrafos aparecidos como por arte de magia, Gibreel empezó a comer lo más aprisa posible, metiéndose en la boca con tanto afán los cerdos muertos, que las lonchas de tocino le colgaban de las comisuras de los labios.

Durante la enfermedad, había pasado todos sus minutos de lucidez invocando a Dios, hasta el último segundo de cada minuto. Oh Alá, tu siervo está sangrando, no me abandones ahora, después de haber velado por mí durante tanto tiempo. Oh Alá, hazme una señal, dame una pequeña muestra de tu favor, para que pueda encontrar en mí la fuerza necesaria para curar mis males. Oh Dios bondadoso y misericordioso, acompáñame en ésta mi hora de necesidad, de extrema necesidad. Entonces se le ocurrió que aquello debía de ser un castigo y, durante algún tiempo, este pensamiento le permitió sobrellevar el sufrimiento; pero al fin se sublevó. Basta, Dios, y su muda indignación exigía respuesta. ¿Por qué he de morir, si yo no he matado? ¿Tú eres venganza o eres amor? El furor le ayudó a pasar otro día, pero luego se disipó y en su lugar quedó un terrible vacío, una infinita soledad, al darse cuenta de que hablaba al aire, que allí no había absolutamente nadie, y entonces se sintió más ridículo que nunca en la vida, y empezó a suplicar al vacío, oh Alá, sólo te pido que existas, maldición, sólo que existas. Pero no sentía nada, nada, nada, y un día descubrió que ya no necesitaba sentir algo. Aquel día de metamorfosis, la enfermedad hizo crisis y la curación empezó. Y, para demostrarse a sí mismo la no existencia de Dios, ahora estaba en el comedor del más famoso hotel de la ciudad, dejando que los cerdos le resbalaran por la cara.