Eran diez, y subían por el río en fila, majestuosamente. La bruma era más densa alrededor de ellos, y hasta que los tuvo delante no distinguió su forma, la réplica miniaturizada de las diez montañas más altas del mundo, en orden ascendente, cerrando la marcha su montaña, la montaña. Ella trataba de adivinar cómo habían conseguido los témpanos pasar por debajo de los puentes, cuando la niebla se espesó para disiparse por completo a los pocos instantes, llevando consigo los témpanos. «Pero estaban allí -insistió a Gibreel-, Nanga Parbat, Dhaulagiri, Xixabangma Feng.» Él no discutió. «Si tú lo dices, yo creo que así fue.»
Un témpano es agua que quiere ser tierra; una montaña, y más un Himalaya, y más el Everest, es el intento de la tierra por metamorfosearse en cielo; es un vuelo en el suelo, es tierra convertida -casi- en aire y exaltada, en el verdadero sentido de la palabra. Mucho antes de enfrentarse a la montaña, Allie sentía en el alma su presencia severa. Su apartamento estaba lleno de Himalayas. Las reproducciones del Everest en corcho, plástico, cerámica, piedra, material acrílico y ladrillo se disputaban el espacio; incluso había una esculpida enteramente en hielo, una montañita que ella guardaba en el congelador y sacaba de vez en cuando para enseñarla a los amigos. ¿Por qué tantas? Porque -no cabía otra respuesta- estaban ahí. «Mira -dijo alargando el brazo y, sin levantarse de la cama, cogió de encima de la mesita de noche su última adquisición, un sencillo Everest de pino curado-, un regalo de los sherpas de Namche Bazar.» Gibreel lo tomó y lo miró dándole vueltas. Pemba se lo dio tímidamente cuando se despidieron, insistiendo en que era de parte de todo el grupo de sherpas, aunque, evidentemente, lo había tallado él. Era una reproducción detallada, con la cascada de hielo y el Escalón de Hillary, que es el último gran obstáculo que se encuentra antes de llegar a la cumbre, y la ruta que habían seguido ellos profundamente grabada en la madera. Al darle la vuelta, Gibreel vio que en la base había un mensaje en un inglés rudimentario. A Ali Bibi. Nosotros mucha suerte. No probar otra vez.
Lo que Allie no dijo a Gibreel era que la prohibición del sherpa la había asustado, convenciéndola de que, si volvía a poner los pies en la montaña-diosa, moriría, porque a los mortales no les está permitido mirar la divina faz más de una vez; pero la montaña era diabólica además de trascendente o, mejor dicho, su diabolismo y su trascendencia eran una misma cosa, de manera que la sola idea de la prohibición de Pemba le producía un anhelo tan vivo que la hacía gemir con fuerza, como en el éxtasis o la desesperación del sexo. «Los Himalaya -dijo a Gibreel, para disimular lo que estaba pensando- son cumbres sentimentales además de físicas, algo así como la ópera. Es lo que los hace tan imponentes. Sólo las mayores alturas… Es algo muy difícil.» Allie tenía la especialidad de pasar de lo concreto a lo abstracto con una pirueta tan natural que el oyente no estaba seguro de si ella advertía la diferencia entre lo uno y lo otro; ni, muchas veces, si, en definitiva, podía decirse que tal diferencia existía.
Allie se reservó la certidumbre de que debía apaciguar a la montaña o morir; que, a pesar de sus pies planos, que le impedían pensar siquiera en el montañismo, ella seguía infectada por el Everest, y que, en el fondo de su corazón, escondía un plan imposible, la visión fatal de Maurice Wilson no realizada hasta hoy. A saber: la ascensión en solitario.
Lo que ella no confesaba: que, después de su regreso a Londres, había visto a Maurice Wilson sentado entre los tubos de chimenea, un trasgo que le hacía señas, con pantalones de golf y boina escocesa. Tampoco Gibreel Farishta le dijo que a él le perseguía el espectro de Rekha Merchant. A pesar de tanta intimidad física, aún había puertas cerradas entre los dos: cada uno guardaba en secreto un peligroso fantasma. Y Gibreel, al oír hablar a Allie de sus otras visiones, ocultó una viva agitación bajo sus neutras palabras -si tú lo dices, yo lo creo-, agitación provocada por esta nueva prueba de que el mundo de los sueños se filtraba al de la vigilia, que la divisoria se rompía y que los dos firmamentos podían juntarse en cualquier momento, es decir, que el fin de todas las cosas estaba próximo. Una mañana, Allie, al despertar del negro sueño del agotamiento, lo encontró enfrascado en El casamiento del cielo y el infierno de Blake, obra que hacía mucho tiempo que no abría y en la que, con la falta de respeto hacia los libros que la caracterizaba en su adolescencia, había hecho numerosas marcas: subrayados, asteriscos en el margen, signos de admiración, interrogantes múltiples. Al verla despierta, él, con sonrisa maliciosa, leyó una selección de los pasajes marcados. «De los Proverbios del Infierno -empezó-: La lujuria del macho cabrío es la generosidad de Dios. -Ella se puso colorada-. Y, lo que es más -prosiguió él-: La antigua creencia de que el mundo será consumido por el fuego al cabo de seis mil años es cierta, como yo sé por el infierno. Y, más abajo: Esto sucederá en virtud de una mejora del placer sensual. Dime, ¿quién es? La he encontrado entre las páginas.» Le tendía la fotografía de una muerta: su hermana Elena, enterrada allí y olvidada. Otra adicta a las visiones; y víctima del hábito. «No hablamos mucho de ella. -Estaba arrodillada en la cama, desnuda, con la cara oculta por su pálido cabello-. Ponla donde estaba.»
Yo no vi a Dios alguno, ni lo oí tampoco, con percepción orgánica finita; pero mis sentidos descubrieron el infinito de todas las cosas. Hojeó el libro y puso a Elena Cone junto a la imagen del Hombre Regenerado, que estaba sentado, desnudo y con las piernas abiertas, en lo alto de una montaña con el sol brillando en su parte posterior. Siempre he observado que los ángeles tienen la vanidad de hablar de sí mismos como si ellos fueran los únicos sabios. Allie se cubrió la cara con las manos. Gibreel trató de animarla. «En la solapa escribiste: "Creación del mundo, según el arzobispo Usher, 4004 a.C. Fecha aprox. de apocalipsis, 1996." O sea, que todavía queda tiempo para la mejora del placer sensual.» Ella agitó la cabeza: déjalo. Él lo dejó. «Cuéntame», dijo él cerrando el libro.
Elena, a los veinte años, tomó Londres por asalto. Su cuerpo felino de metro ochenta se insinuaba a través de un modelo de cota de malla de Rabanne. Ella siempre tuvo una misteriosa seguridad en sí misma, proclamando que se sentía dueña del mundo. La ciudad era su medio, estaba en ella como el pez en el agua. Murió a los veintiuno, ahogada en una bañera de agua fría, con el cuerpo lleno de drogas psicotrópicas. ¿Puede ahogarse uno en su elemento?, se preguntaba Allie hacía mucho tiempo. Si los peces pueden ahogarse en el agua, ¿pueden los seres asfixiarse en el aire? Por aquel entonces, Allie, a sus dieciocho y diecinueve, envidiaba la seguridad de Elena. ¿Cuál era su propio elemento? ¿En qué tabla periódica del espíritu podía encontrarse? Ahora, con los pies planos, veterana del Himalaya, lloraba su pérdida. Una vez has ganado el más alto horizonte, no es fácil volver a tu caja, a una isla estrecha, una eternidad de antítesis. Pero sus pies eran unos traidores y la montaña la mataría.
La mitológica Elena, la modelo, envuelta en plásticos de alta costura, estaba segura de su inmortalidad. Allie, cuando fue a visitarla a su refugio de World's End, rehusó el terrón de azúcar que le ofrecía, murmuró que era malo para el cerebro, sintiéndose patosa, como de costumbre en presencia de Elena. La cara de su hermana, ojos excesivamente separados, barbilla demasiado puntiaguda, un efecto irresistible, la contemplaba burlona. «En el cerebro hay neuronas de sobra -dijo Elena-. Puedes permitirte gastar unas cuantas.» Elena derrochaba su capital de neuronas como el dinero, en busca de sus propias cumbres, tratando de volar, como se decía en el argot de la época. La muerte, como la vida, le llegó envuelta en azúcar.
Elena quiso «sacar partido» de su hermana pequeña Alleluia. «Con lo guapa que tú eres, ¿por qué te disfrazas con ese mono? Si no te falta de nada.» Una noche vistió a Allie con un modelito verde aceituna, a base de volantes y carencias, que dejaba los panties al aire hasta casi la ingle: me espolvorea de azúcar, como si fuera un dulce, pensó Allie con mentalidad puritana, mi propia hermana me exhibe en el escaparate, muchas gracias. Fueron a un club de juego, lleno de extasiados magnates de medio pelo y, mientras Elena estaba distraída, Allie se marchó. Una semana después, avergonzada por su cobardía, sentada en una poltrona tipo «saco de judías» en World's End, confesó a Elena que ya no era virgen. Y entonces su hermana le dio una bofetada en la boca y le llamó nombres antiguos: zorra, ramera, pájara. «Elena Cone nunca consintió que un hombre le pusiera encima ni un dedo -gritó, revelando su habilidad para pensar en sí misma en tercera persona-, ni una triste uña. Yo sé hacerme valer, niña, sé que, en cuanto ellos meten el pito, se acaba el misterio; pero debí figurarme que tú me saldrías puta. Algún comunista de mierda, seguro», concluyó. Había heredado los prejuicios de su padre. Allie, como Elena sabía, no.
Después de aquello, no se vieron mucho más. Elena sería hasta su muerte la reina virgen de la ciudad -la autopsia confirmó que había muerto virgo intacta-, mientras Allie dejaba de usar ropa interior, hacía trabajitos en revistas radicales de pequeña tirada y se convertía en el polo opuesto de su intocable hermana. Cada cópula le representaba una bofetada en la cara de su hermana, de expresión tempestuosa y labios pálidos. Tuvo tres abortos en dos años, y descubrió, con cierto retraso, que el uso de la píldora anticonceptiva la había colocado en el grupo de mayor riesgo de cáncer.
Se enteró de la muerte de su hermana por un cartel de un quiosco de periódicos: MUERE MODELO «BAÑADA EN ÁCIDO». Su primer pensamiento fue: ni la muerte te salva de los juegos de palabras. Después, descubrió que no podía llorar. «Seguí viéndola en las revistas durante meses -dijo a Gibreel -. Los contratos publicitarios se hacen a largo plazo.» El cadáver de Elena bailaba por desiertos marroquíes, cubierto tan sólo con velos diáfanos, o era avistado en la Luna, en el mar de las Sombras, sin más indumentaria que el casco espacial y media docena de corbatas de seda anudadas en los pechos y las caderas. Allie pintaba bigotes en las fotografías, para escándalo de los quiosqueros; arrancaba a su difunta hermana de los periódicos de su antimuerte de zombie y hacía con ella una pelota. Allie, perseguida por el fantasma periodístico de Elena, meditaba sobre los peligros de intentar volar; ¡qué flamígeras caídas, qué macabros infiernos se reservaban a aquellos émulos de ícaro! Le dio por pensar que Elena era un alma en pena, por creer que este cautiverio en un mundo inmóvil de descoco fotográfico en el que exhibía unos pechos negros de plástico moldeado tres tallas más grandes que los suyos, una torcida sonrisa seudoerótica y un mensaje publicitario en el ombligo, era nada menos que el infierno personal de Elena. Allie empezó a ver el grito en los ojos de su hermana, la angustia de verse atrapada para siempre en la doble plana de la moda. Elena era torturada por demonios, consumida en fuegos, y ni siquiera podía moverse… Al cabo de un tiempo, Allie tenía que evitar las tiendas en las que su hermana miraba al vacío desde los estantes. Era incapaz de abrir una revista, y escondió todas las fotos que tenía de Elena. «Adiós, Yel -dijo a la memoria de su hermana, llamándola por su nombre de la infancia-. No puedo mirarte más.»