Mucho antes del Diluvio, recordó -al parecer, ahora que había reasumido el papel de arcángel se le restituían, poco a poco, su memoria y sabiduría arcangélicas-, numerosos ángeles (los primeros nombres que recordó, Semjaza y Azazel) fueron arrojados del Cielo por desear a las hijas de los hombres, las cuales, llegado el momento, parieron una raza perversa de gigantes. Ahora empezaba a comprender la magnitud del peligro del que se había salvado al apartarse de Alleluia Cone. ¡Oh, la más falsa de las criaturas! ¡Oh, princesa de los poderes del aire! Cuando el Profeta, paz a su nombre, recibió la wahi, Revelación, ¿no temió también haber perdido el juicio? ¿Y quién le tranquilizó dándole la certidumbre que necesitaba? Pues Khadija, su esposa. Ella le convenció de que no estaba loco de remate, sino que era el Mensajero de Dios.
Pero Alleluia, ¿qué había hecho por él? Tú no eres tú. Me parece que no estás bien. ¡Oh, causante de tribulaciones, generatriz de discordia y de la amargura del corazón! ¡Sirena tentadora, diablo en forma humana! Ese cuerpo como la nieve, con su pelo pálido, pálido; cómo lo utilizaba ella para nublarle el alma, y cuán duro le resultó, por la debilidad de la carne, resistirse…, prendido por ella en las redes de un amor tan complejo que estaba más allá de toda comprensión y le había llevado hasta el borde de la Caída final. ¡Cuán benéfico fue entonces para él el Ente Superior! Ahora veía que la elección era fáciclass="underline" el amor infernal de las hijas de los hombres o la celestial adoración de Dios. Él consiguió hacer la elección buena, en el último instante.
Del bolsillo derecho de la gabardina sacó el libro que estaba allí desde que se fue de casa de Rosa, hacía un milenio: el libro de la ciudad que él venía a salvar, el Mismo Londres, capital de Vilayet, convenientemente expuesta con todo detalle, sin omitir nada. Él redimiría esta ciudad: Londres a su alcance, de la A a la Z.
En una esquina de una zona de la ciudad antaño conocida por sus artistas y radicales y transitada por hombres en busca de prostitutas y ahora entregada al personal publicitario y productores cinematográficos menores, el arcángel Gibreel descubrió un alma perdida. Era joven, del género masculino, buena estatura y una gran belleza, con la nariz extrañamente aguileña, el pelo más bien largo, reluciente y peinado con raya en medio, y con los dientes de oro. El alma perdida estaba de pie en el bordillo de la acera, de espaldas al arroyo, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, y sostenía en la mano derecha un objeto que evidentemente tenía en gran estima. Su conducta era extraña: contemplaba intensamente el objeto que tenía en la mano y luego miraba en derredor, sacudiendo la cabeza de derecha a izquierda, escudriñando con ávida concentración la cara de los que pasaban por su lado. Gibreel, que no quería actuar con brusquedad, observó, en una primera pasada, que el objeto que asía el alma perdida era una foto tamaño pasaporte. A la segunda pasada se paró delante del desconocido y le ofreció su ayuda. El otro le miró con recelo y le puso la foto delante de la nariz. «Este hombre -dijo golpeando la cartulina con un largo índice-. ¿Conoces a este hombre?»
Cuando Gibreel vio que desde la foto le miraba un joven de gran belleza, con una nariz extrañamente aguileña, el pelo más bien largo, reluciente y peinado con raya en medio, comprendió que su instinto no le había engañado, que allí, en una concurrida esquina, observando a la gente, por si se veía pasar a sí mismo, había un alma en busca del cuerpo extraviado, un espectro que necesitaba desesperadamente su envoltura física perdida; porque los arcángeles saben que el alma o ka no puede existir (una vez se ha roto el dorado cordón de luz que la une al cuerpo) más de una. noche y un día. «Yo puedo ayudarte», prometió, y el joven le miró con viva incredulidad. Gibreel se inclinó, tomó la cara del alma entre las manos y la besó firmemente en los labios, porque el espíritu que es besado por un arcángel recupera inmediatamente el sentido de la orientación y encuentra el camino de la verdad y la virtud. Ahora bien, el alma perdida reaccionó a la gracia del beso arcangélico de un modo sorprendente. «¡Maricón! -gritó-. Puedo estar desesperado, tú, pero no tanto», después de lo cual, manifestando una solidez insólita en los espíritus incorpóreos, sacudió al Arcángel del Señor un soberano golpe en la nariz con el mismo puño con que sostenía su imagen, provocando desorientación y hemorragia.
Cuando a Gibreel se le aclaró la vista, el alma perdida se había marchado, pero ahora tenía delante, flotando en su alfombra, a medio metro del suelo, a Rekha Merchant, que se burlaba de él en su perplejidad. «No ha sido un gran comienzo -comentó resoplando-. Vaya un arcángel. Gibreel janab, estás mal de la cabeza, te lo digo yo. Interpretaste a demasiados personajes alados y eso no podía ser bueno para ti. Y, en tu lugar, yo no me fiaría de esa Deidad tuya -agregó en tono más confidencial, si bien Gibreel sospechó que su intención seguía siendo satírica-. Él mismo se delató al embarullar la respuesta a tu pregunta de si era Oopar o era Neechay. Este criterio de separación de funciones, luz contra tinieblas, el mal contra el bien, puede tener sentido en el Islam (Oh, hijos de Adán, no permitáis que el diablo os seduzca, como expulsó a vuestros padres del paraíso, arrancándoles el vestido para mostrarles su vergüenza), pero no tienes más que remontarte un poco y verás que se trata de una invención bastante reciente. Amos, en el siglo octavo a. C, pregunta: "¿Puede haber mal en una ciudad y no ser obra del Señor?" El mismo Yavé, citado doscientos años después en Deutero-Isaías, explica: "Yo hago la luz y creo las tinieblas; Yo hago la paz y creo el mal; Yo, el Señor, hago todas estas cosas." Y no es hasta el siglo cuarto a. C, en el Libro de las Crónicas, cuando se usa la palabra shaitan para designar un ser y no sólo un atributo de Dios.» Este discurso, evidentemente, nunca hubiera podido pronunciarlo la Rekha «real», que descendía de una tradición politeísta y jamás manifestó ni asomo de interés por la comparación de las religiones y, mucho menos, por los Apócrifos. Pero Gibreel sabía que la Rekha que le perseguía desde que cayó del Bostan no era real de una manera objetiva, psicológica o físicamente coherente. Entonces, ¿qué era? Sería fácil imaginarla como algo creado por él mismo, su propia cómplice-adversaria, su demonio interior. Ello explicaría su desparpajo con el arcano. Pero ¿cómo había adquirido él estos conocimientos? ¿Realmente los poseyó en tiempos y luego los perdió, como le informaba ahora su memoria? (Tenía la molesta sensación de que aquí había algo que no acababa de encajar, pero cuando trataba de concentrar sus pensamientos en su «época de tinieblas», es decir, aquel período durante el cual, inexplicablemente, dejó de creer en su condición angélica, se veía ante un espeso frente de nubes, a través del cual, por más que se esforzaba, apenas distinguía unas sombras.) ¿O podía ser que el material que ahora le llenaba el pensamiento, trasunto, digamos por vía de ejemplo, de cómo sus ángeles-lugartenientes Ithuriel y Zephon encontraron al adversario agazapado como un sapo junto al oído de Eva en el Edén, utilizando sus artes «para llegar / A los órganos que la intrigaban, y forjar con ellos / Las ilusiones de su mayor agrado, fantasmas y sueños», que este material, decía, hubiera sido introducido en su cabeza por aquella misma ambigua Criatura, aquel De Arriba y De Abajo que le había visitado en el dormitorio de Alleluia despertándolo de su largo sueño en vigilia? Entonces, quizá, también Rekha era emisaria de este Dios, una divina antagonista externa y no una sombra interna, nacida del remordimiento; alguien enviado para luchar contra él y hacerle otra vez completo.
Le sangraba la nariz, que empezó a latirle dolorosamente. No toleraba el dolor. «Siempre fuiste un llorón», reía Rekha en sus barbas. Shaitan comprendía mejor:
Él no habría sabido decirlo mejor. La persona que se encontrara en un infierno recurriría a todo, violación, extorsión asesinato, felo de se, lo que fuera, con tal de poder salir… Se aplicó el pañuelo a la nariz y Rekha, presente todavía en su alfombra voladora e intuyendo su ascensión (¿o descenso?) al reino de la especulación metafísica, trató de llevar las cosas a terreno más familiar. «Debiste seguir conmigo -opinó-. Habrías podido quererme mucho. Yo sabía querer. No todo el mundo tiene esa facultad; yo sí la tengo, quiero decir la tenía. Querer no como esa rubia explosiva y egoísta que no hacía más que pensar en tener un hijo y ni siquiera te lo mencionó. Ni como tu Dios, que ya no es como en los viejos tiempos en que esas Personas se tomaban un interés.»
Se imponía replicar a varios extremos. «Tú estabas casada, de principio a fin -respondió-. Los cojinetes. Yo era tu plato de segunda mesa. Por lo que a Él atañe, yo, que durante tanto tiempo esperé que se manifestara, no voy a murmurar de Él post facto, después de la aparición personal. Finalmente, ¿a qué viene lo del niño? Por lo visto, tú no te detienes ante nada.»