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Cuando el personal del Maudsley consideró oportuno reducir sustancialmente la dosis de medicamentos, Sisodia se había convertido en un elemento tan habitual en la cabecera de la cama de Gibreel, una especie de primo honorario, excéntrico y divertido, que pudo cerrar la trampa pillando completamente desprevenidos a Gibreel y Allie.

* * *

Había estado en contacto con sus colegas de Bombay: los siete productores a los que Gibreel dejó en la estacada cuando embarcó en el Bostan, vuelo Air India 420. «Todos están en-encantados de que esté vivo -informó a Gibreel-. Des-des-desgraciadamente, está la cuestión de la ruptura de contrato.» Otras varias personas querían demandar al renaciente Farishta por mucho dinero, en particular cierta starlet llamada Pimple Billimoria, que alegaba pérdida de honorarios y perjuicio profesional. «Podría ascender a cro-crores», dijo Sisodia lúgubremente. Allie se indignó. «Usted levantó la liebre -le dijo-. Debí figurármelo: era demasiado bueno para ser real.»

Sisodia estaba muy agitado. «Jo-jo-joder.»

«Hay señoras delante», advirtió Gibreel, todavía un poco atontado por las drogas; pero Sisodia hacía molinetes con los brazos, para indicar que, entre sus frenéticos dientes, no le salían las palabras. Por fin: «Reducir el daño. Mi intención. No traicionar, eso nnnunca.»

Según Sisodia, en Bombay nadie quería, en realidad, demandar a Gibreel, matar en el juzgado la gallina de los huevos de oro. Todos los afectados reconocían que los antiguos proyectos ya no eran realizables: actores, directores, técnicos y hasta escenarios estaban comprometidos en otras películas. Reconocían también que el regreso de Gibreel de entre los muertos era un hecho que poseía más valor comercial que cualquiera de las nonatas películas; la cuestión era cómo sacar el mayor partido en provecho de todos. Su aparición en Londres brindaba también la posibilidad de una intervención internacional, quizá capital extranjero, el empleo de exteriores no indios, participación de estrellas «foráneas»; etcétera: en suma, que había llegado el momento de que Gibreel saliera de su retiro y volviera a ponerse delante de la cámara. «No hay alte-ternativa -explicó Sisodia a Gibreel, que, sentado en la cama, trataba de despejar la cabeza-. Si te niegas, te demandarán en bloque, y ni toda tu for-for-fortuna bastará. Será la ruina, la ca-ca-cárcel, el fin.»

Sisodia, con su verborrea, había conseguido plenos poderes de los principales interesados y trazado unos planes impresionantes. Billy Battuta, el financiero afincado en Inglaterra, estaba deseoso de invertir, tanto en esterlinas como en «rupias bloqueadas», los beneficios no repatriables obtenidos por varios distribuidores británicos en el subcontinente indio, y adquiridos por Battuta mediante pago en efectivo en monedas negociables, con un descuento de 37 puntos. Todos los productores indios intervendrían en el proyecto, y Miss Pimple Billimoria recibiría, a cambio de su silencio, la oferta de una colaboración especial, con dos bailes por lo menos. El rodaje se haría en tres continentes: Europa, la India y la costa del Norte de África. El nombre de Gibreel aparecería encima del título. Recibiría un tres por ciento de los beneficios netos… «El diez -interrumpió Gibreel-, contra dos del bruto.» Evidentemente, se le despejaba la cabeza. Sisodia no pestañeó. «Diez contra dos -convino-. La precampaña pu-publicitaria será…»

«Pero ¿en qué consiste el proyecto?», preguntó Allie Cone. Mr. «Whisky» Sisodia sonrió de oreja a oreja. «Mi buena se-señora -dijo-, él hará de arcángel Gibreel.»

* * *

El proyecto consistía en una serie de películas, históricas y contemporáneas, cada una de las cuales se concentraría en un incidente de la larga e ilustre carrera del ángeclass="underline" por lo menos, una trilogía. «No siga -dijo Allie, haciendo burla del pequeño y reluciente magnate-: Gibreel en Jahilia, Gibreel y el Imán, Gibreel y la muchacha de las mariposas.» Sisodia, sin asomo de turbación, asintió muy ufano. «Los aaargumentos, el guión y el proyecto de re-reparto ya están en ma-ma-marcha.» Esto fue demasiado para Allie. «¡Qué asco! -le gritó, furiosa, y él retrocedió, convertido en una rodilla temblorosa y apaciguadora, pero ella le siguió, y pronto le perseguía por todo el piso, tropezando con los muebles y dando portazos-. Se aprovecha de su enfermedad, no tiene en cuenta sus necesidades actuales y muestra un absoluto desprecio por sus deseos. Está retirado. ¿Es que no pueden ustedes aceptarlo? Él no quiere ser una estrella. Y haga el favor de estarse quieto, que no voy a comérmelo.»

Él dejó de correr, pero, prudentemente, puso un sofá entre los dos. «Comprenda que es imp-imp-imp -gritó, tartamudeando más que nunca a causa de la angustia-. ¿Puede retirarse la lu-luna? Y luego, perdón, están las siete fir-fir-fir. Firmas. Que le comprometen absolutamente. Eso, a no ser que usted decida internarlo en un pa-pa-pa», se dio por vencido, sudando profusamente.

«¿Un qué?»

«Pagal Khana. Clínica Mental. Ésa sería otra ssssalida.»

Allie agarró un pesado tintero de latón en forma de monte Everest y se dispuso a lanzarlo. «Es usted un verdadero canalla», empezó; pero Gibreel estaba en la puerta, todavía pálido, flaco y con los ojos hundidos. «Alleluia -dijo-, he pensado que quizás esto sea lo que necesito. Volver al trabajo.»

* * *

«¡Gibreel sahib! No sabe cuánto me alegro. Ha renacido una estrella.» Billy Battuta fue una sorpresa: ya no era el rey de la prensa mundana, de pelo brillante y dedos cargados de anillos, sino un joven que llevaba sobrio blazer con botones dorados y pantalón vaquero y, en lugar de la arrogante jactancia que Allie esperaba, mostraba una discreción muy grata, casi deferente. Se había dejado una perilla bien recortada que le daba un notable parecido a la imagen del Cristo del Sudario de Turín. Al recibir a los tres (Sisodia había ido a recogerlos en su limousine y Nigel, el chófer, un tipo de St. Lucia que vestía con afectado esmero, estuvo todo el trayecto enumerando a Gibreel todos los casos en los que sus rápidos reflejos habían salvado a otros peatones de daños graves o de la muerte, reminiscencias que alternaba con conversaciones por el teléfono del coche en las que discutía misteriosas transacciones que comprendían asombrosas sumas de dinero), Billy estrechó cordialmente la mano de Allie y después dio a Gibreel un abrazo con sincera y contagiosa alegría. Su acompañante, Mimi Mamoulian, estuvo menos circunspecta. «Está todo dispuesto -anunció-. Frutas, starlets, paparazzi, entrevistas en televisión, rumores, pequeñas insinuaciones de escándalo: todo lo que necesita una figura de fama mundial. Flores, guardaespaldas, contratos por millones de libras. Estás en tu casa.»

Lo de siempre, pensó Allie. En un principio, ella se opuso al plan, pero Gibreel venció su oposición con un entusiasmo que indujo a los médicos a apoyar la idea, pensando que su vuelta al entorno familiar -su vuelta a casa, en cierto modo- podía resultar beneficiosa. Y la apropiación por Sisodia de las narraciones de los sueños que había oído a la cabecera de la cama de Gibreel también podía considerarse una maniobra afortunada, ya que, una vez aquellas historias fueran trasladadas al mundo artificial e inventado del cine, al propio Gibreel había de resultarle más fácil verlas también como fantasías. Gracias a ello podría levantarse más rápidamente ese Muro de Berlín entre los estados del sueño y la vigilia. Por lo menos, valía la pena intentarlo.

Las cosas (por ser cosas) no salieron como se esperaba. Allie se sentía mortificada por la forma en que Sisodia, Battuta y Mimi se habían instalado en la vida de Gibreel, haciéndose cargo de su vestuario y su programa diario y sacándolo del apartamento de Allie por cuanto que aún no era bueno para su «imagen» tener una relación «estable». Después de una breve estancia en el Ritz, la estrella se instaló en tres habitaciones del espacioso y elegante piso de Sisodia, situado en un viejo bloque residencial próximo a Grosvenor Square, todo Art Déco, suelos de mármol y paredes difuminadas. Lo que más enfurecía a Allie era la pasividad con que Gibreel aceptaba estos cambios, y entonces empezó a comprender la magnitud del paso que él había dado al dejar atrás lo que, evidentemente, era su mundo para venir a buscarla a ella. Ahora que él volvía a sumirse en aquel universo de guardaespaldas armados y camareras con bandeja de desayuno y sonrisa picara, ¿la dejaría con la misma brusquedad con que había entrado en su vida? ¿Había ella ayudado a preparar una migración de vuelta que la dejaría compuesta y sin novio? Gibreel aparecía en periódicos, revistas y estudios de televisión con distintas mujeres colgadas del brazo y una sonrisa estúpida en la cara. Ella se indignaba, pero él no le daba importancia. «¿Qué te inquieta? -preguntaba, hundiéndose en un sofá de piel del tamaño de una camioneta-. Eso es publicidad, trabajo, nada más.»

Y, lo peor: él tenía celos. Cuando dejó de tomar los fuertes medicamentos y su trabajo (al igual que el de ella) empezó a imponerles separaciones, volvió a dominarle aquella suspicacia irracional e incontrolable que provocó la ridícula pelea por los dibujos de Brunel. Cada vez que se veían, él se obstinaba en interrogarla con minuciosidad: dónde había estado, a quién había visto, a qué se dedicaba él, ella le daba alas.

Allie tenía una sensación de asfixia. Primero, la enfermedad mental; después, las nuevas influencias que condicionaban su vida, y ahora, todas las noches, un interrogatorio de tercer grado: era como si su verdadera vida, la vida que ella deseaba, la vida por la que ella permanecía allí peleando, quedara sepultada bajo una avalancha de absurdos. ¿ Y qué hay de lo que yo necesito?, hubiera gritado de buena gana. ¿Cuándo me tocará a mí poner las condiciones? A punto de estallar, acudió a su madre como último recurso. En el viejo estudio de su padre, en la casa de Moscow Road -que Alicja conservaba exactamente tal como le gustaba a Otto, salvo que ahora las cortinas estaban abiertas, para que entrara toda la luz que Inglaterra podía buenamente ofrecer, y había flores en puntos estratégicos-, en un principio, Alicja le ofreció poco más que fatalismo. «Es decir, que los planes de una mujer son desbaratados por los de un hombre -dijo no sin ternura-. Bien venida a tu condición. Es extraño en ti perder la serenidad.» Y Allie confesó: ella quería dejarlo, pero no podía. No sólo por escrúpulo de abandonar a una persona gravemente enferma; también a causa de su «gran pasión» por aquella palabra que aún le secaba la lengua cada vez que trataba de decirla. «Tú quieres un hijo suyo», Alicja puso el dedo en la llaga. En un principio, Allie se sulfuró: «Yo quiero un hijo mío», pero después, rectificando bruscamente, se sonó y movió afirmativamente la cabeza, casi llorando.