«Lo que tú necesitas es que te examinen la cabeza -la consoló Alicja. ¿Cuánto tiempo hacía que no estaban así abrazadas? Demasiado. Y quizás ésta fuera la última vez… Alicja estrechó con más fuerza a su hija y dijo-: Seca esas lágrimas; tengo que darte una buena noticia. Si tus asuntos van de capa caída, los de tu anciana madre marchan viento en popa.»
Se trataba de cierto profesor de universidad americano, un tal Boniek, una eminencia de la ingeniería genética. «No empieces, hija, tú no sabes nada. No todo es Frankenstein y engendros; también tiene buenas aplicaciones», dijo Alicja con evidente nerviosismo, y Allie, una vez superada la sorpresa, consiguió vencer su propia llorosa infelicidad y prorrumpió en liberadores sollozos de risa convulsa, a los que se sumó su madre. «A tus años -lloró Allie-. Vergüenza debería darte.» «Pues no me la da -respondió la futura Mrs. Boniek-. Un profesor de universidad, y de Stanford, California, o sea que además me trae el sol. Pienso pasar muchas horas trabajando en mi bronceado.»
Cuando Allie descubrió (por un informe hallado casualmente en un cajón del escritorio, en el palazzo Sisodia) que Gibreel la hacía seguir, por fin se decidió a romper. Escribió una nota -Esto me mata-, la puso dentro del informe y lo dejó todo encima del escritorio; y se fue sin despedirse. Gibreel no la llamó. Por aquel entonces ensayaba su gran reaparición en público, en la última de una serie de revistas interpretadas por estrellas de cine indias, puesta en escena por una de las compañías de Billy Battuta en Earls Court. El sería la sorpresa bomba de la noche, y hacía semanas que ensayaba pasos de baile con el conjunto de la revista y aprendía a vocalizar con playback. Los agentes de Billy Battuta hacían circular con tiento y sentido de la oportunidad rumores acerca de la identidad del Hombre Misterioso, o Estrella Oculta, y se había contratado a la agencia publicitaria Valance para que diseñara una serie de cuñas radiofónicas destinadas a alimentar la intriga y distribuyera cuarenta y ocho carteles por el barrio. La aparición de Gibreel en el escenario del Earls Court -descendería de las bambalinas rodeado por nubes de cartón y humo- era el punto culminante de su vuelta al superestrellato en el ámbito inglés; siguiente estación: Bombay. Abandonado, como decía él, por Alleluia Cone, una vez más se «negaba a arrastrarse» y se sumía en el trabajo.
El siguiente contratiempo fue el arresto de Billy Battuta en Nueva York, a causa de los sablazos satánicos. Allie, al leer la noticia en el periódico dominical, se tragó el orgullo y llamó a Gibreel a la sala de ensayos, para disuadirle del trato de elementos tan palmariamente criminales. «Battuta es un estafador -insistió-. Su discreción era falsa, un engaño. Quería estar seguro de poder engañar a las millonadas de Manhattan y ensayó el número con nosotros. ¡Esa perilla! Y un blazer universitario… ¿Cómo pudimos dejarnos engañar?» Pero Gibreel se mostró frío y reservado: ella le había plantado, según él, y no estaba dispuesto a aceptar consejos de una desertora. Además, Sisodia y el equipo de promoción de Battuta le habían asegurado -y bien que él les había apretado las tuercas- que los problemas de Billy nada tenían que ver con la gala extraordinaria (Filmmela se llamaba) porque el aspecto financiero estaba perfectamente resuelto, las sumas destinadas a honorarios y garantías ya habían sido asignadas, todas las estrellas de Bombay habían confirmado su asistencia y actuarían según lo previsto. «Los planes si-siguen adelante -prometió Sisodia-. La fu-función debe continuar.»
La cosa que se torció a continuación estaba dentro de Gibreel.
El deseo de Sisodia de no revelar la personalidad de esta Estrella Oculta obligó a Gibreel a entrar por la puerta del escenario de Earls Court envuelto en una burqa. Para que hasta el sexo fuera una incógnita. Le dieron el camerino más grande -con una estrella negra de cinco puntas pegada en la puerta- en el que fue encerrado sin miramientos por el productor de las gafas y cabeza de rodilla. En el camerino encontró Gibreel su traje de ángel, con un aparato que, una vez atado a la frente, hacía que detrás de él se encendieran unas bombillas, creando la ilusión de una aureola; y un televisor por el que, en circuito cerrado, podría seguir el espectáculo – Mithun y Kimi con su algarabía discotequera; Jayapradha y Rekha (no era de la familia: ésta era la superestrella, no una quimera en una alfombra) se sometieron graciosamente a entrevistas en el escenario, en las que Jaya divulgó sus opiniones sobre la poligamia y Rekha fantaseó sobre vidas alternativas: «Si hubiera nacido fuera de la India, habría sido pintora en París»; números muy varoniles a cargo de Vinod y Dharmendra; Sridevi, que se mojaba el sari- hasta que llegara el momento de subir a un «carro» accionado por un torno que le aguardaba en lo alto del escenario. Había también un teléfono inalámbrico a través del cual Sisodia le comunicó que el teatro estaba lleno. «Han venido de todas partes -dijo y procedió a descubrir a Gibreel su técnica de análisis de una multitud-: a los pakistaníes se les reconoce por lo peripuestos; a los indios, por lo sobrios, y a los bangladeshíes, por lo mal que visten, todo pu-púrpura y ado-dornos de ooooro, y por lo callados.» Por último, había una gran caja con envoltorio de regalo, obsequio de su atento productor, que resultó contener a Miss Pimple Billimoria, que lucía una expresión cautivadora y cierta cantidad de cinta de oro. El cine había llegado a la ciudad.
La extraña sensación empezó -es decir, volvió- cuando estaba en el «carro», esperando el descenso. Se veía a sí mismo avanzar por una ruta en la que, de un momento a otro, se le presentaría una alternativa, una elección -el pensamiento se formuló espontáneamente en su cabeza, sin ayuda- entre dos realidades, este mundo y otro que también estaba aquí, visible pero no visto. Se sentía lento, pesado, distante de su propio yo, y comprendió que no tenía ni la más remota idea de qué camino elegiría, en qué mundo entraría. Ahora comprendía que los médicos se habían equivocado al tratarle una esquizofrenia; la división no estaba en él, sino en el universo. Cuando el carro empezó a bajar hacia el inmenso rugido oceánico que empezaba a hincharse a sus pies, él ensayó sus primeras frases -Me llamo Gibreel Farishta y he vuelto- y entonces las oyó, por así decir, en estéreo, porque aquellas frases encajaban en ambos mundos, con un significado diferente en cada uno; y en aquel momento las luces lo iluminaron. Él levantó los brazos; volvía envuelto en nubes, y la multitud lo reconoció y sus compañeros también; y la gente se levantaba de las butacas, todos los hombres, mujeres y niños de la sala corrían hacia el escenario, imparables, como un mar. El primer hombre que llegó a él tuvo tiempo de exclamar: ¿Te acuerdas de mí, Gibreel?¿El de los seis dedos? Maslama, señor, John Maslama. Yo he guardado en secreto tu presencia entre nosotros; pero, sí, he hablado de la venida del Señor, he ido delante de ti, la voz del que clama en el desierto, lo torcido será enderezado y el terreno quebrado será allanado; se lo llevaron, y los guardias de seguridad rodearon a Gibreel, están descontrolados, es un tumulto, tendrá usted que…; pero él no quería marcharse, porque había visto que por lo menos la mitad de la gente llevaban extraños tocados, unos a modo de cuernos de goma que les daban aspecto de demonios, especie de emblemas de acatamiento y desafío; y al ver la señal del adversario, sintió que el universo se bifurcaba y tomó por el camino de la izquierda.
Según la versión oficial de lo que siguió, versión aceptada por todos los medios de comunicación, Gibreel Farishta fue rescatado de la zona de peligro en el mismo carro maniobrado por torno en el que había descendido, y del que no llegó a salir; y agregaban que, por consiguiente, escapar debió ser fácil para él, desde aquel punto aislado y elevado muy por encima del barullo. Esta versión resultó lo bastante sólida como para resistir la «revelación» hecha a Voice según la cual el ayudante del director escénico encargado del torno no había, repetimos, no había puesto en marcha el mecanismo después del aterrizaje; que, en realidad, el carro permaneció en tierra durante el tumulto de los entusiastas admiradores; y que considerables sumas de dinero habían sido distribuidas entre los tramoyistas para convencerlos de que colaboraran en la invención de una historia que, por ser totalmente falsa, era lo bastante verosímil como para que la creyeran los lectores. No obstante, entre la población asiática de la ciudad cundió rápidamente el rumor de que Gibreel Farishta se fue del escenario del Earls Court levitando y se desvaneció en el aire por su propia virtud, rumor alimentado por numerosas descripciones de la aureola que, según se había observado, partía de un punto situado detrás de su cabeza. A los pocos días de la segunda desaparición de Gibreel Farishta, las tiendas de novedades de Brickhall, Wembley y Brixton vendían tantas aureolas de juguete (las más solicitadas eran los aros fluorescentes verdes) como diademas con cuernos de goma incorporados.