Salman empezó a advertir lo útiles y oportunas que solían ser las revelaciones del ángel, de manera que cuando los fieles discutían cualquier opinión de Mahound, ya fuera la viabilidad de los viajes espaciales o la eternidad del infierno, aparecía el ángel con una respuesta que siempre daba la razón a Mahound, y manifestaba categóricamente que era imposible que un hombre pudiera caminar por la luna, o se mostraba no menos rotundo en afirmar la naturaleza transitoria de la condenación: hasta los más grandes pecadores acabarían purificados por el fuego del infierno y tendrían acceso a los jardines perfumados de Gulistan y Bostan. Otra cosa habría sido, se lamentaba Salman a Baal, que Mahound hubiera expuesto su criterio después de recibir la revelación de Gibreel; pero no, él dictaba la ley y luego venía el ángel y la confirmaba; de manera que aquello empezó a olerme mal, y yo pensé: éste debe de ser el olor de esas criaturas fabulosas y legendarias, cómo se llaman, langostinos.
El olor sospechoso empezó a obsesionar a Salman, que era el más instruido de los allegados de Mahound, debido al óptimo sistema educativo que en aquel entonces ofrecía Persia. A causa de su superior instrucción, Salman pasó a ser el escriba oficial de Mahound, encargado de redactar la inacabable retahila de preceptos. Revelaciones de conveniencia, dijo a Baal, y, con el tiempo, el trabajo se me hacía más odioso. Ahora bien, por el momento, tuvo que guardar para sí sus sospechas, porque los ejércitos de Jahilia marchaban sobre Yathrib, decididos a espantar aquellas moscas que incordiaban a sus caravanas de camellos y entorpecían el comercio. Lo que pasó después es sabido, no necesito repetirlo, dijo Salman, pero su vanidad pudo más y le hizo relatar a Baal cómo él personalmente había salvado a Yathrib de una destrucción segura y preservado el cuello de Mahound con su idea de la zanja. Salman dijo al Profeta que mandara cavar una gran trinchera alrededor del caserío del oasis, que no tenía murallas, lo bastante ancha como para que los legendarios caballos de la famosa caballería jahiliana no pudieran saltarla. Una zanja con puntiagudas estacas en el fondo. Cuando los jahilianos vieron esta vil obra de antideportiva zapa, su sentido del honor y la caballería les hizo comportarse como si la zanja no existiera y cargar con sus caballos a galope tendido. La flor y nata del ejército de Jahilia, tanto humana como equina, acabó empalada en las agudas estacas de la perfidia persa de Salman. Y es que ya se sabe que nadie como el emigrante para saltarse las normas. ¿Y después de la derrota de Jahilia?, se lamentó Salman a Baaclass="underline" lo lógico era esperar que se me considerara un héroe, no es que yo sea vanidoso, pero ¿dónde quedaron los honores públicos, dónde la gratitud de Mahound, por qué el arcángel no me mencionó a mí en la orden del día? Nada, ni una sílaba, fue como si los fieles vieran en mi zanja un truco barato, una añagaza deshonrosa, desleal; un insulto para su hombría; como si, al salvarles la piel, hubiera herido su orgullo. Yo no dije nada, pero perdí muchos amigos después de aquello; puedes estar seguro de que a la gente le molesta que les hagas un favor.
A pesar de la zanja de Yathrib, los fieles tuvieron muchas bajas en su guerra contra Jahilia. En sus incursiones, eran tantas las vidas que perdían como las que cobraban. Y, al final de la guerra, no se hizo esperar la recomendación del arcángel Gibreel a los supervivientes de casarse con las viudas, no fueran a casarse con infieles y sustraerse a la Sumisión. Oh, qué ángel tan previsor, dijo Salman sarcásticamente. Ahora había sacado de los pliegues de la capa una botella de toddy de la que los dos hombres bebían pausadamente y con perseverancia, a la luz del crepúsculo. Cuanto más bajaba el líquido amarillo de la botella, más locuaz estaba Salman; que Baal recordara, nunca había oído a un hombre despotricar de aquella manera. Ay, aquellas revelaciones tan oportunas, exclamó Salman; si llegó a decírsenos que no importaba que estuviéramos casados, que podíamos tener hasta cuatro esposas si podíamos mantenerlas, lo cual los chicos no se hicieron repetir como comprenderás.
Las causas de la ruptura entre Salman y Mahound: la cuestión de las mujeres; y la de los versos satánicos. Mira, yo no soy un chismoso, confió Salman con lengua de beodo, pero, después de la muerte de su esposa, Mahound no era precisamente un ángel, tú ya me entiendes. Ahora bien, en Yathrib no lo tenía fácil. Aquellas mujeres: en un año le volvieron la barba medio blanca. Lo peculiar de nuestro Profeta, mi querido Baal, es que no le gustan las mujeres con genio; a él le van las madres y las hijas; no tienes más que pensar en su primera esposa y en Ayesha, sus dos amores: una muy vieja y la otra muy joven. No las buscaba de su talla. Pero en Yathrib las mujeres son diferentes, no lo sabéis bien; aquí, en Jahilia, estáis acostumbrados a mandar a las mujeres, pero las de allí no lo consentirían. ¡Allí el marido va a vivir con la familia de su esposa! ¡Imagina! ¡Qué escándalo!, ¿no? Y la esposa tiene su propia tienda. Si quiere librarse del marido, gira la tienda hacia el otro lado, de manera que cuando él llega en vez de puerta encuentra tela, y se acabó, está divorciado, nada que hacer. Bueno, a nuestras chicas les gustó esto y empezaron a soliviantarse, y entonces, de pronto, bang, sale el libro de los preceptos, el ángel empieza a especificar lo que deben hacer las mujeres y les obliga a volver a las actitudes que prefiere el Profeta, a ser sumisas o maternales, a andar tres pasos más atrás, o a quedarse encerradas en casa, dóciles y calladas. Cómo se reían de los fieles las mujeres de Yathrib, por mi vida; pero ese hombre es un mago, nada puede resistirse a su influjo: las fieles hicieron lo que él les ordenaba. Y se Sometieron: al fin y al cabo, él les ofrecía el Paraíso.
«De todos modos -dijo Salman llegando ya al fondo de la botella-, finalmente, decidí ponerlo a prueba.»
Una noche, el escriba persa tuvo un sueño en el que él planeaba sobre la figura de Mahound, en la cueva del Profeta en el monte Cone. Al principio, Salman lo tomó simplemente como un ensueño nostálgico de los viejos tiempos de Jahilia, pero luego reparó en que, en el sueño, su punto de vista era el del arcángel y en aquel momento volvió a él el recuerdo del incidente de los versos satánicos, tan vividamente como si hubiera ocurrido la víspera. «Quizá yo no soñé que era Gibreel -dijo Salman-. Quizá yo era Shaitan.» Al vislumbrar esta posibilidad, tuvo una idea diabólica. A partir de entonces, cuando se sentaba a los pies del Profeta a escribir preceptos preceptos preceptos, subrepticiamente, cambiaba algunas cosas.
«Al principio, cosas pequeñas. Si Mahound recitaba un verso en el que se decía de Dios que todo lo oye y todo lo sabe, yo escribía todo lo sabe y todo lo ve. Pero, y esto es lo importante, Mahound no notaba los cambios. De manera que era yo el que escribía realmente el Libro, o volvía a escribirlo, profanando la palabra de Dios con mi propio lenguaje terreno. Pero, por el cielo, si mis pobres palabras no podían ser distinguidas de la Revelación por el propio Mensajero de Dios, ¿qué quería ello decir? ¿Qué quería decir acerca de la esencia de la divina poesía? Mira, te juro que yo estaba angustiado. Una cosa es ser un tipo despierto que sospecha de ciertas cuestiones poco claras y otra, muy distinta, averiguar que tenías razón. Escucha: por ese hombre yo cambié mi vida. Dejé mi país, crucé el mundo, me instalé entre gentes que me consideraban un asqueroso cobarde extranjero porque les salvé la vida y que nunca me agradecieron lo que yo…, pero dejemos eso. La verdad es que lo que yo esperaba cuando hice aquel primer cambio insignificante todo lo ve en lugar de todo lo oye, lo que yo quería era que cuando el Profeta leyera lo escrito me dijera: ¿Qué te pasa, Salman, estás sordo? Y yo respondería: Ay, Dios mío, qué torpeza, no sé cómo he podido, y rectificar. Pero no fue así; y ahora la Revelación la escribía yo y nadie lo advertía, y a mí me faltaba valor para reconocerlo. Estaba muerto de miedo, puedes estar seguro. Y también estaba más triste que nunca en la vida. Pero no podía dejarlo. Quizás esta vez se le haya escapado, pensaba; todos podemos equivocarnos. Y al otro día cambié algo más importante. Él dijo cristiano y yo escribí judío. Él se daría cuenta, sin duda; ¿cómo no iba a dársela? Pero cuando le leí el capítulo él asintió y me dio las gracias cortésmente, y yo salí de su tienda con lágrimas en los ojos. Después de aquello, comprendí que mis días en Yathrib estaban contados; pero tenía que continuar. Tenía que continuar. No hay amargura como la del hombre que descubre que ha estado creyendo en una sombra. Yo caería, lo sabía, pero él caería conmigo. E insistí en mi infidelidad, cambiando versos, hasta que un día, al leerle lo escrito, vi que fruncía el entrecejo y sacudía la cabeza, como para aclarar las ideas, y luego asentía lentamente, pero con cierta duda. Yo comprendí que había llegado al límite y que la próxima vez que yo cambiara algo del Libro, él lo descubriría todo. Aquella noche permanecí despierto, con su suerte y la mía en mis manos. Si me resignaba a ser destruido podría destruirlo también a él. Aquella noche terrible tuve que elegir entre la muerte con venganza y la vida sin nada. Como puedes ver, elegí la vida. Antes del amanecer, salí de Yathrib en mi camello y regresé a Jahilia, sufriendo numerosas desventuras que prefiero no relatar. Y ahora Mahound viene en triunfo; de manera que, a la postre, también perderé la vida. Y ahora su poder ha aumentado tanto que ya no me es posible desacreditarlo.»
Baal preguntó: «¿Por qué estás seguro de que te matará?» Salman, el persa, respondió: «Es su Palabra contra la mía.»
Cuando Salman se quedó dormido en el suelo, Baal, tendido en su áspero jergón de paja, sentía un aro de acero que le ceñía dolorosamente la frente y un aleteo de mal agüero en el corazón. Muchas veces se había sentido cansado de su vida y deseado no llegar a viejo, pero, como decía Salman, una cosa es soñar y otra muy distinta tener que afrontar el sueño hecho realidad. Hacía ya tiempo que sentía que su mundo se empequeñecía. Ya no podía pretender que sus ojos eran lo que deberían ser, y su miopía hacía su vida aún más sombría, más difícil de comprender. Aquellas imágenes borrosas, aquella pérdida de detalle: no era de extrañar que su poesía se hubiera deteriorado. También sus oídos habían dejado de ser fiables. A este paso, pronto estaría aislado de todo por la pérdida de los sentidos…, pero tal vez ni a eso llegara. Venía Mahound. Quizá nunca besara a otra mujer. Mahound, Mahound. ¿Por qué ha venido este borracho charlatán?, pensó irritado. ¿Qué me importa a mí su traición? Todo el mundo sabe por qué escribí aquellas sátiras hace años; él tiene que saberlo también. Cómo me amenazó y maltrató el Grande. No puede hacerme responsable. Y, de todos modos, ¿dónde está ese joven prodigio de Baal, presumido y jactancioso, de lengua afilada? No lo conozco. Mírame: pesado, abúlico, miope y, pronto, sordo. ¿A quién amenazo? Ni a un alma. Empezó a sacudir a Salman: despierta, no quiero que me relacionen contigo, vas a traerme disgustos.