«Todavía no. Se esconde, pero ya no puede tardar.» Hay un incidente. Una mujer cubierta con el velo se arrodilla delante de él y le besa los pies. «Déjalo -le exhorta él-. Sólo a Dios hay que adorar.» ¡Pero qué besapiés! Dedo a dedo, falange a falange, la mujer lame, besa, chupa. Y Mahound, exasperado, repite: «Basta. Es indecente.» Pero ahora la mujer ha empezado con la planta de los pies, sosteniendo el talón con las dos manos… Él, violento, le da un puntapié que la alcanza en la garganta. Ella cae, tose y luego se postra ante él y dice con firmeza: «No hay más Dios que Al-Lah y Mahound es su Profeta.» Mahound se calma, pide disculpas y extiende la mano. «No se te hará ningún daño -le dice-. Todo el que se Somete se salva.» Pero hay en él una extraña confusión y ahora comprende por qué, advierte la cólera, la amarga ironía de aquella adoración de sus pies, avasalladora, excesiva y sensual. La mujer se arranca el velo: Hind.
«La esposa de Abu Simbel», proclama claramente, y se hace el silencio. «Hind -dice Mahound-, no te había olvidado.» Y, tras un largo instante, mueve afirmativamente la cabeza. «Tú te has Sometido. Sé bienvenida a mis tiendas.»
Al día siguiente, entre las conversiones que no cesan, Salman el persa es conducido ante el Profeta. Khalid lleva hasta el takht al inmigrante, que llora y gimotea, agarrado de una oreja y arrimándole un cuchillo a la garganta. «Lo encontré, cómo no, con una prostituta que le chillaba porque no tenía dinero para pagarle. Apesta a alcohol.»
«Salman Farsi», el Profeta empieza a pronunciar la sentencia de muerte, pero el prisionero se pone a gritar el qalmah: «¡La ilaha ilallah! ¡La ilaha!»
Mahound mueve la cabeza. «Tu blasfemia, Salman, no tiene perdón. ¿Pensabas que no lo descubriría? Sustituir con tus palabras las Palabras de Dios.»
Escriba, zapador, condenado: sin ápice de dignidad, babea gime suplica se golpea el pecho se humilla se arrepiente. Khalid dice: «Este ruido es insoportable, Mensajero. ¿No podría cortarle la cabeza?» A lo que el ruido aumenta considerablemente. Salman jura renovada lealtad, suplica un poco más y entonces, con una chispa de desesperada esperanza, propone: «Yo puedo mostrarte dónde están tus verdaderos enemigos.» Esto le vale unos segundos. El Profeta se inclina. Khalid levanta la cabeza del arrodillado Salman tirándole del pelo. «¿Qué enemigos?» Y Salman da un nombre. Mahound se hunde en sus almohadones, mientras retorna la memoria.
«Baal -dice, y repite dos veces-: Baal, Baal.»
Con disgusto de Khalid, Salman el persa no es condenado a muerte. Bilal intercede por él, y el Profeta, distraído con otros pensamientos, le concede la gracia: sí, sí, que viva el desgraciado. ¡Oh, generosidad de la Sumisión! Hind ha sido perdonada; y Salman; y en toda Jahilia no se ha derribado ni una sola puerta, ni un solo viejo enemigo ha sido sacado a la calle para cortarle el cuello en el polvo, como a un pollo. Ésta es la respuesta de Mahound a la segunda pregunta: ¿Qué pasa cuando has ganado? Pero un nombre obsesiona a Mahound, salta alrededor de él, joven, agudo, señalando con un dedo largo, cantando versos cuya crueldad y brillantez siempre hiere. Aquella noche, cuando los suplicantes se han ido, Khalid pregunta a Mahound: «¿Aún piensas en él?» El Mensajero asiente, pero no quiere hablar. Khalid dice: «Hice que Salman me llevara a la habitación en la que vive, un agujero, pero no está, se esconde.» Otra vez el movimiento de cabeza, pero sin palabras. Khalid insiste: «¿Quieres que lo saque de su escondite? No costaría mucho. ¿Qué quieres que le haga? ¿Esto? ¿Esto?» Khalid, con elocuente ademán, se rebana el cuello y luego finge pincharse el ombligo. Mahound se impacienta. «Eres un necio -grita al antiguo aguador, que ahora es su jefe de estado mayor-. ¿Es que no eres capaz de disponer las cosas sin mi ayuda?»
Khalid se inclina y se va. Mahound se queda dormido: su antiguo don, su manera de luchar contra el mal humor.
Pero Khalid, el general de Mahound, no pudo encontrar a Baal. A pesar de los registros casa por casa, los bandos y las piedras removidas, no se pudo atrapar al poeta. Y los labios de Mahound seguían cerrados, no se abrían para dejar salir sus deseos. Finalmente, no sin irritación, Khalid abandonó la búsqueda. «Que asome la cabeza ese cerdo, una sola vez, en cualquier momento -juró en la tienda del Profeta, toda suavidad y penumbra-, y lo cortaré a rodajas tan finas que podrás ver a través de cada una.»
A Khalid le pareció que Mahound estaba decepcionado; pero en la penumbra de la tienda, imposible estar seguro.
Jahilia se acomodó a su nueva vida: llamada a la oración cinco veces al día, nada de alcohol y las esposas encerradas en casa. Hasta la propia Hind se retiró a sus aposentos…, pero ¿dónde estaba Baal?
Gibreel soñó con una cortina.
La Cortina, Hijab, se llamaba el burdel más famoso de Jahilia, un enorme palacio con patios en los que crecían las datileras y cantaba el agua, rodeados de habitaciones que se entrelazaban en desconcertantes dibujos de mosaico, traspasadas por laberínticos corredores decorados idénticamente, todos con las mismas invocaciones caligráficas al Amor, todos cubiertos con alfombras de igual dibujo, todos con una gran urna de piedra colocada delante de la pared. Los clientes de La Cortina no podían encontrar el camino de la habitación de su cortesana predilecta ni el de la calle sin ayuda. De este modo se protegía de indeseables a las mujeres y se impedía que los clientes se marcharan sin pagar. Corpulentos eunucos circasianos, con la pintoresca indumentaria del genio de la lámpara, acompañaban a los clientes hasta su destino y, después, hasta la puerta de la calle, sirviéndose, en algunos casos, de ovillos de cordel. Era un universo blando, con muchos cortinajes y ninguna ventana, gobernado por una anciana sin nombre, la Madam de La Cortina, cuyas guturales expresiones, emitidas desde el ámbito recóndito de un sillón envuelto en velos negros, habían adquirido, con los años, un aire oracular. Ni el personal de la casa ni los clientes podían desobedecer aquella voz sibilina que, en cierto modo, era la antítesis profana de las manifestaciones sagradas de Mahound proferidas en una tienda más grande y accesible, situada no muy lejos de allí. Por consiguiente, cuando Baal, el poeta, se postró ante ella, atribulado, para suplicarle ayuda y ella decidió esconderlo y salvarle la vida, por nostalgia de aquel mozo apuesto, alegre y perverso que había sido en tiempos, su decisión fue acatada sin protestas; y cuando los guardias de Khalid fueron a registrar el establecimiento, los eunucos los condujeron en un viaje desconcertante por aquella supraterránea catacumba de contradicciones y dudas irreconciliables, hasta que a los soldados les dio vueltas la cabeza y, después de mirar al interior de treinta y nueve urnas de piedra sin encontrar nada más que ungüentos y conservas en vinagre, se marcharon jurando airadamente, sin sospechar que existía un cuadragésimo corredor al que no habían sido conducidos, con una cuadragésima urna, dentro de la cual, como un ladrón, se escondía, temblando y mojando el pijama, el poeta que buscaban.
Después de aquello, la Madam ordenó a los eunucos qué tiñeran la piel del poeta hasta dejarla de un negro azulado, y el pelo también, y lo vistieran con los calzones bombachos y el turbante de djinn, y le aconsejó que empezara un curso de cultura física, ya que su falta de agilidad podría despertar sospechas, y se imponía ponerse en forma sin tardar.
Durante su estancia «tras La Cortina» Baal no carecía de noticias acerca de los acontecimientos del exterior, sino todo lo contrario, ya que, en el desempeño de sus funciones de eunuco, montaba guardia en la puerta de las cámaras del placer y oía los comentarios de los clientes. La natural indiscreción de sus lenguas, estimulada por el alegre abandono inducido por las caricias de las prostitutas y por el convencimiento de que allí se les guardaría el secreto, hacía que el poeta, aunque miope y duro de oído, recogiera más información sobre los acontecimientos del momento de la que hubiera podido obtener recorriendo libremente las ahora puritanas calles de la ciudad. A veces la sordera era un inconveniente que dejaba lagunas en sus conocimientos, cuando los clientes bajaban la voz y cuchicheaban; pero también eliminaba de sus audiciones el elemento salaz, ya que no podía oír los murmullos que acompañaban la fornicación, salvo, naturalmente, en los momentos en los que el extasiado cliente o la simuladora obrera alzaban la voz en gritos de gozo auténtico o sintético.
Lo que Baal escuchó en La Cortina:
Por el malhumorado Ibrahim, el carnicero, supo que, a pesar de la reciente prohibición de comer carne de cerdo, los aparentes conversos de Jahilia se agolpaban en su puerta trasera para comprar bajo mano la carne prohibida; «las ventas aumentan -murmuró, montando a su dama favorita-; los precios del cerdo negro suben; pero, maldita sea, los nuevos preceptos me han complicado la vida. No es fácil sacrificar un cerdo en secreto, sin hacer ruido», y entonces empezó a chillar él, pero es de suponer que chillaba de gusto más que de dolor. Y Musa, el mantequero, confesó a otro de los miembros del personal horizontal de La Cortina que era difícil romper los viejos hábitos y, cuando estaba seguro de que nadie le oía, aún decía alguna que otra oración a «mi favorita de toda la vida, Manat, y, a veces, qué quieres, también a Al-Lat; y es que no hay como una diosa, porque ellas tienen atributos que los chicos no te ofrecen ni por asomo», dicho lo cual también él se precipitó con ahínco sobre las réplicas terrenales de tales atributos. Así se enteró el emboscado Baal, con gran amargura, de que no hay imperio que sea absoluto ni victoria que sea completa. Y, poco a poco, empezaron a oírse críticas contra Mahound.
Baal había empezado a cambiar. La noticia de la destrucción del gran templo de Al-Lat en Taif, que llegó a sus oídos entre los gruñidos de Ibrahim, el matacerdos clandestino, le había sumido en profunda tristeza, porque, incluso en sus días claros de joven cínico, su amor por la diosa era auténtico, quizá su única emoción verdadera, y su destrucción le reveló la futilidad de una vida cuyo único amor sincero estuvo inspirado por un trozo de piedra indefensa. Cuando se mitigó aquella pena lacerante, Baal se convenció de que la caída de Al-Lat anunciaba que su propio fin no estaba lejos. Entonces perdió aquella sensación de seguridad que la vida en La Cortina le había proporcionado fugazmente; pero ahora el sentimiento de su transitoriedad, de su seguro descubrimiento, seguido de su no menos segura muerte, ya no le asustaba, lo cual le parecía muy interesante. Después de una vida de sincera cobardía, ahora advertía con gran sorpresa que la proximidad de la muerte le permitía saborear mejor la dulzura de la vida, y se maravillaba de la paradoja de que se le hubieran abierto los ojos a esta verdad en aquella casa de caras mentiras. ¿Y cuál era la verdad? La verdad era que Al-Lat había muerto -que nunca vivió-, pero esto no hacía de Mahound un profeta. En suma, Baal había alcanzado el ateísmo. Empezó a moverse, torpemente, por un ámbito situado más allá de la idea de diosas y gobernantes y preceptos, y descubrió que su vida estaba tan ligada a la de Mahound que se imponía cierta clase de gran resolución. Que esta resolución probablemente significaría su muerte no le impresionaba ni preocupaba en exceso; y cuando Musa, el mantequero, murmuró un día de las doce esposas del Profeta, un precepto para él y otro para nosotros, Baal comprendió la forma que tendría que tomar su enfrentamiento final con la Sumisión. Las chicas de La Cortina -llamadas «chicas» con eufemismo, ya que la más vieja pasaba del medio siglo y la más joven, a los quince años, tenía más experiencia que muchas mujeres de cincuenta- se habían encariñado con el desgarbado Baal, y en realidad les gustaba disponer de un eunuco de mentirijillas, por lo que en horas inhábiles le gastaban bromas deliciosas, exhibiéndose provocativamente ante él, colocándole los pechos delante de los labios, rodeándole el cuerpo con las piernas o besándose apasionadamente a dos dedos de su cara, hasta que el triste escritor se excitaba sin esperanza y entonces ellas se reían de su turgencia provocándole una abochornada y temblorosa flaccidez y, muy de tarde en tarde, inopinadamente, delegaban a una de ellas para satisfacer gratuitamente la concupiscencia que habían despertado. De esta forma, cual un toro domesticado, miope y parpadeante, el poeta pasaba los días con la cabeza apoyada en regazos femeninos, cavilando acerca de la muerte y la venganza, incapaz de decidir si era el más satisfecho o el más desdichado de los mortales.