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Durante una de aquellas alegres sesiones celebradas al término de la jornada de trabajo, en las que las chicas se quedaban a solas con sus eunucos y sus jarras de vino, Baal oyó a la más joven hablar de su cliente, Musa, el mantequero. «¡Ése! -exclamó-. La tiene tomada con las esposas del Profeta. Se indigna de tal manera, que sólo con pronunciar sus nombres se excita. Dice que yo soy idéntica a la misma Ayesha, que, como todo el mundo sabe, es la favorita. Ya veis.»

La cortesana cincuentona intervino: «Escuchad, esas mujeres del harén, los hombres no saben hablar de otra cosa. Es natural que Mahound las encerrara, pero con eso sólo ha hecho empeorar las cosas. La gente fantasea más de lo que no ve.»

Especialmente en esta ciudad, pensó Baal; sobre todo en nuestra Jahilia de costumbres licenciosas, donde hasta que llegó Mahound las mujeres vestían de colores vivos y no se hablaba más que de follar y de dinero, dinero y sexo, y se hacía algo más que hablar.

Baal dijo a la más joven de las prostitutas: «¿Por qué no finges con él?»

«¿Con quién?»

«Con Musa. Si tanto le excita Ayesha, ¿por qué no te conviertes en su Ayesha particular?»

«Dios -dijo la muchacha-. Si te oyeran, te freirían los huevos en manteca.»

¿Cuántas esposas? Doce, más una anciana, muerta hace tiempo. ¿Cuántas prostitutas, detrás de La Cortina? Doce también; y, escondida en su trono dentro de la tienda negra, la vieja Madam seguía desafiando a la muerte. Donde no hay fe no hay blasfemia. Baal expuso su idea a la Madam; ella manifestó su decisión con su voz de rana con laringitis. «Es muy peligroso -dictaminó-, pero podría ser excelente para el negocio. Iremos con cuidado. Pero iremos.»

La quinceañera cuchicheó unas palabras al oído del mantequero, y en los ojos de él brilló una luz. «Cuéntamelo todo – suplicó-. Háblame de tu infancia, de tus juguetes favoritos, tus juegos y demás, cuéntame cómo el Profeta se paró a mirarte cuando tocabas la pandereta.» Ella se lo contó y entonces él le preguntó cómo había sido desflorada, a los doce años, y ella se lo contó, y después él pagó el doble de la tarifa normal, porque «nunca lo había pasado tan bien». «Habrá que tener cuidado con los corazones débiles», dijo la Madam a Baal.

* * *

Cuando por Jahilia corrió la noticia de que cada una de las prostitutas de La Cortina había asumido la identidad de una de las esposas de Mahound, la excitación clandestina de los hombres fue intensa; pero era tan grande el miedo a ser descubiertos, tanto porque si Mahound o sus lugartenientes se enteraban de que habían intervenido en tamañas irreverencias perderían la vida, como por el deseo de que el nuevo servicio de La Cortina se mantuviera, que el secreto no llegó a oídos de las autoridades. Por aquel entonces, Mahound había regresado a Yathrib con sus esposas, por preferir el clima fresco del oasis del Norte al calor de Jahilia, dejando la ciudad bajo el mando del general Khalid, de quien era muy fácil esconder las cosas. En un principio, Mahound pensó en ordenar a Khalid que clausurara todos los burdeles de Jahilia, pero Abu Simbel le disuadió de acto tan precipitado. «Los jahilianos son conversos recientes -señaló-. Ve despacio.» Mahound, el más pragmático de los Profetas, se avino a otorgar un período de transición. Y, en ausencia del Profeta, los hombres de Jahilia iban en tropel a La Cortina, que triplicó sus ingresos. Por razones evidentes, no era prudente hacer cola en la calle, y muchos días, en el patio interior del burdel, había una fila de hombres que daba la vuelta a la Fuente del Amor, situada en el centro, del mismo modo que los peregrinos, por otras razones, daban la vuelta a la antigua Piedra Negra. Todos los clientes de La Cortina eran provistos de una máscara, y Baal, al observar desde un balcón cómo los enmascarados daban vueltas, se sentía íntimamente satisfecho. Había más de una forma de no Someterse.

Durante los meses siguientes, el personal de La Cortina se entregó a su nueva tarea con creciente fervor. «Ayesha», la prostituta de quince años, era la favorita del público de pago, como su homónima lo era de Mahound, y, al igual que la Ayesha que vivía recatadamente recluida en el harén de la gran mezquita de Yathrib, esta Ayesha jahiliana empezó a envanecerse de su condición de Preferida. Le molestaba que alguna de sus «hermanas» tuviera más clientes o recibieran propinas generosas. La más vieja y más gorda de las prostitutas, que había adoptado el nombre de «Sawdah», relataba a sus visitantes -y los tenía en abundancia, porque muchos de los hombres de Jahilia la elegían por su aire maternal y agradecido- cómo Mahound se había casado con ella y con Ayesha el mismo día, cuando Ayesha era todavía una niña. «En nosotras dos encontró las dos mitades de su primera esposa difunta: la niña y también la madre», les decía. La prostituta «Hafsah» se volvió tan irascible como su tocaya, y cuando las doce se impusieron de sus papeles, las alianzas que se formaban dentro del burdel reflejaban las banderías políticas de la mezquita de Yathrib: «Ayesha» y «Hafsah», por ejemplo, mantenían pequeñas y constantes rivalidades con las dos prostitutas más presumidas, a las que sus compañeras siempre consideraron un poco relamidas, y que eligieron para sí las identidades más aristocráticas, convirtiéndose en «Umm Salamah la makhzumita» y, la más repelente de todas, «Ramlah», cuya homónima, la undécima esposa de Mahound, era hija de Abu Simbel y Hind. Y había también una «Zainab bint Jahsh», y una «Juwairiyah», que llevaba el nombre de la esposa capturada en una expedición militar, y una «Rehana la Judía», una «Safia» y una «Maimunah», y la más erótica de todas las prostitutas, que sabía trucos que no quería enseñar a la rival «Ayesha»: la hechicera egipcia «Mary la Copta». La más extraña de todas era la prostituta que adoptó el nombre de «Zainab bint Khuzaimah» sabiendo que esta esposa de Mahound había muerto recientemente. La necrofilia de sus amantes, que le prohibían hacer cualquier movimiento, era uno de los más malsanos aspectos del nuevo régimen de La Cortina. Pero el negocio es el negocio, y éste era también un poderoso imperativo para las cortesanas.

Al final del primer año, las doce se habían hecho tan diestras en sus funciones que sus personalidades anteriores empezaron a desvanecerse. Baal, más miope y más sordo a cada mes que pasaba, veía las sombras de las chicas moverse por su lado, con los contornos borrosos, las imágenes duplicadas, como sombras sobre sombras. Las chicas, a su vez, empezaron a mirar a Baal de otra manera. En aquel tiempo era costumbre que, al entrar en la profesión, la prostituta tomara un esposo que no le causara problemas -por ejemplo, una montaña, una fuente, un arbusto- a fin de que, para salvar las apariencias, pudiera adoptar nombre de casada. En La Cortina, la norma era que todas las chicas se casaran con el Surtidor del Amor del patio central, pero empezaron a soplar vientos de rebeldía, y un día todas las prostitutas se presentaron ante la Madam para comunicarle que, ahora que habían empezado a considerarse esposas del Profeta, necesitaban un marido de más categoría que el surtidor de piedra, lo cual, al fin y al cabo, rayaba en la idolatría, y decirle que habían decidido que todas serían esposas del zángano de Baal. La Madam trató de disuadirlas, pero, al verlas tan decididas, cedió y les dijo que le trajeran al poeta. Entre risitas y codazos, las doce cortesanas escoltaron al desmañado poeta al salón del trono. Cuando Baal oyó el plan, el corazón se le alborotó de tal manera que le dio un vahído y cayó al suelo, y «Ayesha» exclamó con espanto: «Ay, Dios, a ver si antes que sus esposas vamos a ser sus viudas.»

Pero él se recuperó: su corazón recobró la compostura. Y, como no había más remedio, aceptó las doce proposiciones. La Madam los casó personalmente, y en aquel antro de degeneración, antimezquita, laberinto de profanidad, Baal se convirtió en el marido de las esposas de Mahound, el antiguo comerciante.