Antes de una hora, llegó la noticia de que el Profeta, Mahound, estaba mortalmente enfermo, que yacía en la cama de Ayesha con fuertes dolores de cabeza, como si la tuviera llena de demonios. Hind siguió preparando serenamente un banquete, enviando a los criados por toda la ciudad a llamar a los invitados. Por la noche, Hind, sola en el gran salón de su casa, entre los platos de oro y las copas de cristal de su venganza, comía un sencillo plato de cuscús rodeada de manjares brillantes, humeantes y aromáticos de todas clases. Abu Simbel no quiso sentarse a la mesa con ella y calificó aquella cena de obscenidad. «Tú comiste el corazón de su tío -gritó Simbel- y ahora te comerías el suyo.» Ella se rió en su cara. Cuando los criados empezaron a llorar, los despidió también y se quedó sola con su alegría mientras las velas proyectaban extrañas sombras en su cara absoluta e implacable.
Gibreel soñó la muerte de Mahound.
Porque cuando la cabeza del Mensajero empezó a dolerle como nunca, él comprendió que había llegado la hora en la que le sería ofrecida la Elección: puesto que un Profeta no puede morir sin haber visto el Paraíso, y sin que después se le pida que escoja entre este mundo y el siguiente.
O sea que, mientras tenía la cabeza apoyada en el regazo de su amada Ayesha, cerró los ojos, y pareció que la vida lo abandonaba, pero al cabo de un tiempo volvió.
Y dijo a Ayesha: «Me han dado a elegir y he hecho mi Elección, y he elegido el reino de Dios.»
Entonces ella lloró, al comprender que él hablaba de la muerte; y él desvió la mirada como si contemplara a otra persona, aunque, cuando ella, Ayesha, se volvió, sólo vio una lámpara que ardía sobre un pie.
«¿Quién está ahí? -gritó él-. ¿Eres Tú, Azraeel?» Pero Ayesha oyó responder a una voz terrible y dulce de mujer: «No, Mensajero de Al-Lah, no soy Azraeel.»
Y la lámpara se apagó; y en la oscuridad Mahound preguntó: «¿Esta enfermedad es obra tuya, oh Al-Lat?»
Y ella dijo: «Es mi venganza, y estoy contenta. Que desjarreten un camello y lo pongan en tu tumba.»
Ella se fue, y la lámpara que se había apagado volvió a arder con una luz suave y brillante, y el Mensajero murmuró: «A pesar de todo, te doy las gracias, Al-Lat, por este regalo.»
Al poco, murió. Ayesha salió a la habitación contigua, en la que las otras esposas y los discípulos esperaban con angustia, y empezaron a lamentarse con vehemencia.
Pero Ayesha se enjugó las lágrimas y dijo: «Si hay aquí personas que adoraban al Mensajero, que lloren, porque Mahound ha muerto; pero si hay aquí personas que adoren a Dios, que se regocijen, porque Él vive sin duda.»
Fue el fin del sueño.
VII EL ÁNGEL AZRAEEL
1
Todo se reducía al amor, se decía Saladin Chamcha en su guarida: amor, el pájaro refractario del libreto de Meilhac y Halévy para Carmen -uno de los ejemplares campeones, éste, del Aviario Alegórico que él había coleccionado en días más felices, y que comprendía, entre sus aladas metáforas, el Dulce (de juventud), el Amarillo (más afortunado que yo), el Pájaro del Tiempo de Khayyáam-Fitzgerald sin adjetivo (al que poco le queda que volar y, ¡ay!, está en el aire), y el Obsceno; este último, de una carta escrita por Henry James padre a sus hijos… «Todo hombre que haya alcanzado aunque no sea más que su adolescencia intelectual, empieza a sospechar que la vida no es una farsa; ni siquiera comedia; que, por el contrario, florece y fructifica a partir de las más sombrías profundidades de la penuria esencial en la que se hunden las raíces de su sujeto. La herencia natural de toda persona que sea capaz de vida espiritual es una selva indómita en la que aúlla el lobo y parlotea el obsceno pájaro de la noche.» Ahí va eso, hijitos-. Y, en vitrina aparte, pero próxima, de la fantasía del Chamcha joven y feliz, aleteaba el cautivo de una pieza de música burbujeante campeona de la lista de éxitos, la Alegre Mariposa Huidiza que compartía l'amour con el oiseau rebelle.
El amor, una zona en la que nadie que desee poseer un cuerpo humano (lo contrario del androide robótico skinneriano) con experiencia puede permitirse suspender operaciones, el amor, decía, te estafa, no cabe duda, y, probablemente, te chafa. Incluso te avisa de antemano. «El amor es un pequeño bohemio -canta Carmen, que es Paradigma de la Amada, su modelo, eterno y divino-, y, si me amas, ten cuidado.» No se puede pedir más sinceridad. El propio Saladin, en sus tiempos, había amado a muchas, y ahora (así había llegado a creerlo) sufría en su carne de amante incauto la venganza del Amor. De las cosas de la mente, lo que él más había amado era la cultura proteica e inagotable de los pueblos de habla inglesa; dijo, cuando cortejaba a Pamela, que Otelo, «esa obra por sí sola», valía tanto como toda la producción de cualquier otro dramaturgo de cualquier otra lengua, y aunque no se le escapaba que la definición tenía su hipérbole, no creía exagerar mucho. (Pamela, desde luego, hacía esfuerzos constantes para traicionar a su clase y a su raza y, como era de esperar, se mostró horrorizada, comparó a Otelo con Shylock y luego la emprendió con el racista de Shakespeare, creador de semejante pareja.) Él había luchado, al igual que el escritor bengalí Nirad Chaudhuri antes que él -aunque sin aquel pícaro afán de dárselas de enfant terrible- para poder aceptar el desafío representado por la frase Civis Britannicus sum. El Imperio ya no existía, pero él sabía que «todo lo bueno y vivo que tenía dentro» había sido «creado, modelado y estimulado» por su encuentro con este islote de sensibilidad, rodeado por la fría sensatez del mar. En cuanto a lo material, él había dado su amor a esta ciudad, Londres, prefiriéndola a su ciudad natal y a cualquier otra; se había deslizado sigilosamente sobre ella, con creciente emoción, quedándose quieto como una estatua cuando ella miraba hacia él, soñando con ser el que llegara a poseerla y, de este modo, convertirse en ella, como en ese juego de los niños ingleses que se llama «los pasos de la abuela», en el que el niño que toca al que «se queda» asume la deseada identidad; o como en el mito de la Rama de Oro. Londres, su naturaleza de conglomerado refleja la suya propia, y su reticencia, también; sus gárgolas, las fantasmales huellas en sus calles de pisadas romanas, los graznidos de los gansos que emigran. Su hospitalidad – ¡sí! – a pesar de las leyes de inmigración, y de su propia reciente experiencia, él aún creía que existía: una bienvenida imperfecta, cierto, capaz de la intolerancia, pero real, como quedaba demostrado por la existencia, en un barrio de Londres Sur, de una taberna en la que no se oía más que ucraniano, y por la reunión anual, celebrada en Wembley, a tiro de piedra del gran estadio rodeado de ecos imperiales – Empire Way, Empire Pool- de más de un centenar de delegados, todos descendientes de una única aldea de Goa. «Nosotros, los londinenses, podemos enorgullecemos de nuestra hospitalidad», dijo a Pamela, y ella, sin poder contener la risa, lo llevó a ver la película de Buster Keaton que lleva este mismo título, en la que el cómico, al llegar al final de una absurda línea de ferrocarril, es objeto de un recibimiento brutal. En aquel entonces, ellos gozaban con aquellas discrepancias y, tras acaloradas disputas, acababan en la cama… Él volvió a concentrar su errabundo pensamiento en el tema de la metrópoli.
Su -se repetía con terquedad- larga tradición de refugio, condición que mantenía a pesar de la recalcitrante ingratitud de los hijos de los refugiados; y todo ello sin recurrir a la retórica virtuosa y autosuficiente alusiva a «los afligidos y perseguidos» que utilizaba la «nación de inmigrantes» del otro lado del océano, a la que tampoco se le daba muy bien eso de abrir los brazos. ¿Acaso los Estados Unidos, con todos sus es-en-la-actualidad-o-ha-sido-alguna-vez hubieran permitido a Ho Chi Minh cocinar en sus hoteles? ¿Qué diría su ley McCarran-Walter acerca de un Karl Marx de hoy, de barba florida, que pretendiera cruzar la línea amarilla de sus fronteras? ¡Oh Londres Londres! Hay que tener el alma embotada para no preferir tus esplendores marchitos, tus nuevas vacilaciones, a las furibundas certidumbres de la Nueva Roma transatlántica con su gigantismo arquitectónico nazificado que esgrime la opresión del tamaño para hacer que sus ocupantes humanos se sientan como gusanos… Londres, a pesar de un aumento de protuberancias tales como la NatWest Tower -un logotipo corporativo extruido en la tercera dimensión-, conservaba su escala humana. ¡Viva! ¡Zindabad!
Pamela siempre reaccionaba con causticidad a tales transportes. «Son valores de museo -solía decirle-. Canonizados, colgados en marco dorado de paredes honoríficas.» ¡Todo lo que pervivía la impacientaba! ¡Cambiarlo todo! ¡Rajarlo! El dijo: «Si lo consigues, harás imposible que, dentro de una o dos generaciones, aparezca alguien como tú.» Ella celebraba esta visión de su propia caducidad. Si acababa como el dodó -convertida en una reliquia disecada, Traidora a su Clase, 1980-, ello indicaría sin duda una mejora en el mundo. Él se permitía disentir, pero para entonces ya estaban abrazados: lo cual, evidentemente, era una mejora, reconocía él.
(Un año, el Gobierno implantó el cobro a la entrada en los museos, y grupos de indignados amantes del arte se manifestaban delante de los templos de la cultura. Chamcha quiso levantar su propia pancarta y lanzar una contraprotesta de un hombre solo. ¿Sabía aquella gente lo que valían las cosas que había allí dentro? Ahí estaban, destrozándose los pulmones con unos cigarrillos que costaban, el paquete, más que las entradas por las que protestaban; lo que esa gente manifestaba al mundo era el poco valor que daba a su patrimonio cultural… Pamela golpeó el suelo con el pie. «No te atrevas a decir eso», le atajó. Ella sustentaba la opinión que privaba en el momento: la de que los museos valían tanto que no se podía cobrar por visitarlos. Es decir: «No te atreverás», y él, con sorpresa, descubrió que no se atrevía. Él no quería decir lo que podía parecer que había querido decir. Él quería decir que, quizás, en determinadas circunstancias, hubiera dado la vida por lo que había en aquellos museos. Por lo tanto, él no podía tomar en serio las objeciones al pago de unos peniques. Ahora bien, advertía que la suya era una posición oscura y vulnerable.)