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Y entre todos los seres humanos, Pamela, yo te quería a ti.

Cultura, ciudad, esposa, y un cuarto y último amor del que no había hablado a nadie: el amor a un sueño. En los viejos tiempos, el sueño se repetía aproximadamente una vez al mes; era un sueño sencillo, que tenía lugar en un parque de la ciudad, por una avenida de altos olmos cuyas ramas se unían formando un túnel verde en el que el cielo y el sol penetraban aquí y allá por las perfectas imperfecciones del dosel de hojas. En aquel reducto silvestre, Saladin se veía acompañado de un niño de unos cinco años al que enseñaba a ir en bicicleta. El niño, que al principio hacía unas eses alarmantes, se esforzaba heroicamente por alcanzar y mantener el equilibrio, con la ferocidad del que quiere que su padre esté orgulloso de él. El Chamcha del sueño corría detrás de su hijo imaginario sujetando la bicicleta por el portapaquetes situado encima de la rueda trasera. Luego la soltaba y el niño (sin saber que ya no lo sostenía nadie) seguía avanzando: el equilibrio se adquiría como el don del vuelo, y los dos se deslizaban por la avenida, Chamcha corriendo y el niño pedaleando cada vez con más fuerza. «¡Lo conseguiste!», gritaba Saladin con alegría, y el niño, no menos jubiloso, gritaba a su vez: «¡Mira, papá! ¡Mira qué pronto he aprendido! ¿No estás contento de mí? ¿No estás contento?» Era un sueño que hacía llorar, porque, al despertar, no había bicicleta ni había niño.

«¿Qué harás ahora?», le preguntó Mishal entre los destrozos de la discoteca Cera Caliente, y él contestó, con excesiva ligereza: «¿Yo? Me parece que volveré a la vida.» Se dice pronto; al fin y al cabo, era la vida la que había recompensado su amor a un niño soñado con la falta de hijos: su amor a una mujer, con el distanciamiento de ella y su inseminación por el viejo compañero de estudios del marido; su amor a una ciudad, despeñándolo desde la cumbre de un Himalaya, y su amor a una cultura, haciendo que esa cultura lo acusara, lo humillara, lo destruyera en el potro. Pero no del todo, se dijo; estaba otra vez entero y podía inspirarse en el ejemplo de Niccolò Machiavelli (un hombre tratado injustamente, cuyo nombre, al igual que el de Muhammad-Mahoma-Mahound, se había convertido en sinónimo del mal; cuando, en realidad, su firme republicanismo lo envió al potro, en el que sobrevivió, ¿fueron tres vueltas de la rueda?, lo suficiente, en cualquier caso, para que otro en su lugar confesara haber violado a su abuela, o lo que fuera, con tal de poner fin al dolor; pero él no confesó nada, ya que no cometió crimen alguno mientras sirvió a la república florentina, aquella breve interrupción en la dominación de la familia Medici); si Niccolò había podido sobrevivir a semejante tortura y escribir esa acaso rencorosa o acaso sardónica parodia de la literatura sicofántica estilo espejo-de-príncipes tan en boga en aquel entonces, titulada // Principe, seguida de los magistrales Discorsi, entonces él, Chamcha, no podía permitirse el lujo de darse por vencido. Por lo tanto, a la resurrección: a retirar la piedra de la oscura boca del sepulcro y a hacer puñetas los problemas jurídicos.

Mishal, Hanif Johnson y Pinkwalla -a cuyos ojos las metamorfosis de Chamcha habían convertido al actor en un héroe a través del cual la magia de las películas fantásticas con efectos especiales (Laberinto, Leyenda, Roger Rabbit) llegaba al Mundo Real- llevaron a Saladin a casa de Pamela en la furgoneta del disc-jockey; pero esta vez él se comprimió en la cabina, con los otros tres. Era primera hora de la tarde; Jumpy estaría aún en el centro deportivo. «Buena suerte», dijo Mishal dándole un beso, y Pinkwalla preguntó si quería que le esperasen. «No, gracias -respondió Saladin-. Cuando has caído del cielo, has sido abandonado por tu amigo, sufrido la brutalidad de la policía, te has convertido en macho cabrío, has perdido el trabajo además de la esposa, descubierto el poder del odio y recobrado la apariencia humana, ¿qué te queda sino, como diríais vosotros sin duda, hacer valer tus derechos?» Él los despidió agitando la mano. «Bien dicho», respondió Mishal, y arrancaron. En la esquina, los consabidos niños del barrio, con los que nunca estuvo en buenas relaciones, chutaban una pelota contra un farol. Uno de ellos, un canallita con ojos de cerdo de unos nueve o diez años, apuntó a Chamcha con un imaginario control remoto de vídeo gritando: «¡Avance rápido!» La suya era una generación que trataba de saltarse los trozos aburridos, molestos y desagradables, pulsando la tecla de «avance rápido» para pasar de un momento de gran acción y emoción al siguiente. Bienvenido al hogar, pensó Saladin, y tocó el timbre.

Pamela, al verlo, se echó realmente la mano a la garganta. «Creí que eso ya no lo hacía nadie -dijo él -. Por lo menos, desde Dr. Strangelove.» Todavía no se le notaba el embarazo; él preguntó y ella se sonrojó, pero confirmó que iba bien. «Hasta ahora, bien.» Naturalmente, estaba violenta; el ofrecimiento de una taza de café en la cocina llegó con varios segundos de retraso (ella «siguió» con el whisky, bebiendo de prisa, a pesar del niño); pero en realidad Chamcha se sintió en desventaja durante toda la entrevista. Era evidente que Pamela comprendía que tenía que ser ella la contrita. Ella era la que quería deshacer el matrimonio, la que le había negado por lo menos tres veces; pero él estaba tan torpe y tan tímido como ella, de manera que los dos parecían disputarse el papel de villano. La causa de la confusión de Chamcha -recordemos que no llegó con esta actitud pusilánime, sino con el ánimo firme y agresivo- fue que, al ver a Pamela, con aquella vivacidad exagerada, aquella cara que era como una máscara de santidad detrás de la que a saber qué gusanos se regalaban con carne putrefacta (le alarmó la hostilidad de las imágenes que le enviaba el subconsciente), la cabeza afeitada bajo el absurdo turbante, el aliento de whisky y el gesto duro que se había imprimido en los pequeños pliegues de sus labios, fue que, sencillamente, se había desenamorado y comprendido que no quería volver a vivir con ella ni en el caso (improbable pero no inconcebible) de que ella lo deseara. En el momento en que él se dio cuenta de ello, sin saber por qué, empezó a sentirse culpable y, por lo tanto, en desventaja. El perro de pelo blanco también le gruñía. Entonces él recordó que en realidad no le gustaban los animales.

«Supongo que lo que hice es imperdonable, ¿euh?», dijo ella como si hablara con el vaso, sentada a la vieja mesa de pino de la espaciosa cocina.

Aquel ¿euh? americanizante era nuevo. ¿Otro de los muchos atentados contra su casta? ¿O se le había contagiado de Jumpy o de cualquier hippy amigo suyo, como una enfermedad? (Otra vez aquel ensañamiento: basta ya. Ahora que había dejado de quererla, quedaba fuera de lugar.) «No creo poder decir que soy capaz de perdonar -respondió él-. Al parecer, es una reacción que no depende de mi voluntad; es algo que se da o no se da, y yo no me entero hasta que ocurre. Digamos, por el momento, que el jurado está deliberando.» A ella no le gustó aquello; ella quería que él resolviera la situación para que pudieran tomar el maldito café en paz. Pamela siempre hizo un café detestable; no obstante, no era esto lo que preocupaba a Chamcha en aquel momento. «Pienso instalarme aquí -dijo-. La casa es grande y hay espacio de sobra. Me reservaré el estudio y las habitaciones del piso de abajo, con el baño de los invitados, para estar completamente independiente. Pienso usar muy poco la cocina. Supongo que, puesto que no se encontró mi cadáver, oficialmente todavía estoy desaparecido-presumiblemente-muerto, y que tú no habrás ido al juzgado a borrarme del mapa. Por lo tanto, no creo que se tarde mucho en resucitarme, una vez avise a Bentine, Milligan y Sellers.» (Respectivamente, abogado, gestor y agente de Chamcha.) Pamela escuchaba en silencio, dando a entender con la postura que no pensaba discutir sus decisiones, que no había inconveniente: hacía reparación por medio del lenguaje corporal. «Después, venderemos esto y podrás conseguir tu divorcio.» Él salió de la cocina rápidamente, haciendo mutis antes de que le diera el temblor, que le acometió nada más llegar a la guarida. Abajo, Pamela estaría llorando; él no lloraba con facilidad, pero a temblar nadie le ganaba. Y ahora empezaba también el corazón: bum, badum, dududum.

Para volver a nacer, antes tienes que morir.

* * *

Cuando se quedó solo, Saladin recordó de pronto que, en cierta ocasión, él y Pamela habían discutido, como discutían de todo, sobre un cuento que habían leído que trataba precisamente de la naturaleza de lo imperdonable. El título y el autor se le habían olvidado, pero el tema lo recordaba bien. Un hombre y una mujer habían sido amigos íntimos (nunca amantes) durante toda la vida. El día en que él cumplía veintiún años (entonces los dos eran pobres) ella le regaló, para bromear, el jarrón de cristal más horrible y ordinario que encontró, con unos colores que eran una parodia chillona de la alegría del cristal de Venecia. Veinte años después, cuando los dos habían triunfado y empezaban a peinar canas, ella fue a verle a su casa y se peleó con él por algo que él había hecho a un amigo de ambos. Durante la disputa, ella vio el viejo jarrón, que él conservaba en lugar de honor en la repisa de su estudio, y ella, sin interrumpir sus reproches, lo barrió con un ademán y el jarrón se estrelló contra el suelo rompiéndose en mil pedazos. Y él no volvió a dirigirle la palabra; cuando ella se moría, medio siglo después, él se negó a visitarla en su lecho de muerte y no asistió al entierro, a pesar de que fueron a verle emisarios para decirle que éstos eran los mayores deseos de ella. «Decidle que ella nunca supo lo mucho que yo valoraba lo que ella rompió.» Los emisarios argumentaban, suplicaban, reprochaban. Si ella no sabía todo el significado que él daba a la baratija, ¿cómo podía reprochársele nada? ¿Y durante aquellos años, no había hecho ella infinidad de tentativas pidiendo perdón y ofreciendo reparación? Y ahora se moría, por Dios; ¿no podía olvidar al fin aquella pelea infantil? Habían perdido una vida de amistad, ¿no iban ni a poder decirse adiós? «No», respondió el implacable. «¿Es por el jarrón, o existe algún motivo más grave y tenebroso?» «Es por el jarrón -declaró él-. El jarrón y nada más.» Pamela decía que el hombre era mezquino y cruel, pero Chamcha ya entonces advirtió la extraña intimidad, la inexplicable interioridad del caso. «No se puede juzgar una herida interna – dijo- por el tamaño de la herida, del agujero que se ve.» Sunt lacrimae rerum, como habría dicho el ex maestro Sufyan, y durante muchos días no faltó a Saladin ocasión de descubrir las lágrimas en las cosas. Al principio, apenas salía de su guarida, para aclimatarse sin prisa, esperando que la habitación recobrara algo de aquella solidez reconfortante de antaño, de antes de la alteración del universo. Veía mucha televisión con mirada distraída, cambiando de canal compulsivamente, porque también él era miembro de la cultura del mando a distancia del presente, como el crío de la esquina, el de los ojitos de cerdo; también él podía comprender, o, por lo menos, hacerse la ilusión de que comprendía, el complejo videomonstruo que se crea pulsando el botón… Qué gran igualador era este chisme del control remoto, una cama de Procrustes siglo veinte; trivializaba lo trascendente y daba trascendencia a lo trivial hasta que todas las emisiones, anuncios, asesinatos, concursos, las mil y una alegrías y horrores de lo real y lo imaginario adquirían un peso igual; y si el Procrustes original, ciudadano de una cultura que podríamos llamar «artesana», había tenido que ejercitar tanto el cerebro como el músculo, él, Chamcha, podía permanecer recostado en su butaca Parker-Knoll y dejar que sus dedos hicieran los cortes. Mientras recorría canales, le parecía que la caja estaba llena de monstruos: había mutantes -«Mutts»- en Dr. Who, criaturas extrañas que parecían cruces de diferentes tipos de maquinaria pesada: cosechadoras de heno, cucharas mecánicas, carretillas, prensas y sierras, mandadas por unos crueles cabecillas-sacerdotes llamados Mutilasians; la televisión infantil parecía estar poblada únicamente de robots humanoides y criaturas de cuerpo metamórfico, mientras que los programas para adultos ofrecían un desfile interminable de deformes subproductos humanos de las más avanzadas ideas de la medicina moderna, y de sus cómplices, las enfermedades modernas y la guerra. Al parecer un hospital de la Guayana conservaba el cuerpo de un tritón perfectamente formado, con sus aletas y sus escamas. En los Highlands de Escocia estaba en auge la licantropía. Se discutía seriamente la viabilidad genética del centauro. Se mostraba una operación de cambio de sexo. Aquello le recordó una detestable poesía que Jumpy Joshi le había enseñado tímidamente en el Shaandaar D y D. Se llamaba «Canto al Cuerpo Ecléctico» y era representativa del conjunto. Pero, de todos modos, él tiene un cuerpo completo, pensó Saladin con amargura. Le ha hecho un niño a Pamela sin el menor esfuerzo; en sus malditos cromosomas no debe de haber palitos rotos… Hasta se vio a sí mismo en la reposición de un viejo «clásico» de La hora de los Aliens (en la cultura de «avance rápido», la categoría de clásico se consigue en no más de seis meses, a veces, de un día para otro). El efecto de toda aquella contemplación de la caja fue una buena abolladura en lo que aún le quedaba de su concepto de la calidad media normal de lo real; pero también había en funcionamiento fuerzas de signo contrario.