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Su hijo Walcott la ayudó a bajar del estrado entre los vítores y cantos; ella inclinó la cabeza sobriamente en dirección al ruido. Siguieron discursos menos carismáticos. Hanif Johnson, abogado de Simba, hizo una serie de sugerencias: la galería de visitantes debía estar llena a rebosar; los jueces debían darse cuenta de que eran observados; habría piquetes en la puerta de la audiencia, y se organizarían turnos; se necesitaba recaudar fondos. Chamcha murmuró a Jumpy: «Nadie habla de sus antecedentes de agresión sexual.» Jumpy se encogió de hombros. «Algunas de las mujeres a las que atacó están en esta sala. Mishal, por ejemplo, está ahí, fíjate, en el rincón, al lado del estrado. Pero no es el momento ni el lugar para hablar de eso. La conducta sexual de Simba es, digamos, un problema familiar. Mientras que aquí se trata de los problemas del Hombre.» En otras circunstancias, Saladin habría tenido mucho que decir en respuesta a esta afirmación. Por ejemplo, habría argumentado que los antecedentes de violencia de un hombre no podían descartarse tan fácilmente ante una acusación de asesinato. También, que no le gustaba el empleo de términos americanos tales como «el Hombre» en el peculiar contexto británico, porque aquí no había un pasado de esclavitud; parecía un intento de robar atributos a otras luchas más peligrosas, como tampoco podía aplaudir la decisión de los organizadores de alternar los discursos con canciones tan significativas como We Shall Overcome e, incluso, Por todos los santos del cielo Nkosi Sikelel' iAfrika. Como si todas las causas fueran una, y todas las historias, intercambiables. Pero no dijo ninguna de estas cosas, porque empezaba a darle vueltas la cabeza y a perder el sentido, ya que, por primera vez en su vida, había tenido una portentosa premonición de su muerte.

Hanif Johnson terminaba su discurso. Como ha escrito el doctor Simba, lo nuevo entrará en esta sociedad por los actos colectivos, no por los individuales. Citaba, según observó Chamcha, uno de los más populares slogans de Camus. El paso de la palabra a la acción moral, decía Hanif, tiene un nombre: humanización. Y ahora una bonita joven angloasiática, con una nariz un poquito bulbosa y una voz de blues grave y ligeramente cascada, se entregó a la canción de Bob Dylan / Pity the Poor Immigrant. Otra nota falsa e importada, porque aquella canción parecía un poco hostil hacia los inmigrantes, aunque había frases que te hacían vibrar, como la de las visiones del inmigrante que se rompen como el cristal, y de que está obligado a «construir su ciudad con sangre». A Jumpy, empeñado en resucitar con su poesía la vieja imagen racista de los ríos de sangre, debía de gustarle aquello. Estas cosas las experimentaba y pensaba Saladin como desde una considerable distancia. ¿Qué había sucedido? Esto: cuando Jumpy Joshi le hizo notar la presencia de Mishal en la sala, Saladin Chamcha, al mirarla, vio arder un fuego en el centro de la frente de la muchacha; y sintió, en el mismo instante, el batir y la sombra fría de un par de alas gigantescas. Se le nubló la vista, fenómeno que suele acompañar a la visión doble, porque le parecía que miraba a dos mundos a la vez; uno, la sala de actos, brillantemente iluminada, prohibido fumar, y el otro, un mundo de fantasmas en el que Azraeel, el ángel exterminador, bajaba en picado hacia él, y en el que la frente de una muchacha podía desprender llamas amenazadoras. Para mí ella es la muerte, eso es lo que significa, pensó Chamcha en uno de los dos mundos, mientras en el otro se decía que no fuera idiota; muchos de los que estaban en la sala llevaban esos estúpidos adornos tribales que últimamente se habían puesto de moda: aureolas de neón verde o cuernos de diablo pintados con fósforo; Mishal, probablemente, llevaría alguna pieza de bisutería de la Era espacial. Pero su otro yo volvió a la carga: esa chica te está vedada, le decía, no se nos ofrecen todas las posibilidades. El mundo es finito; nuestras ilusiones lo desbordan. Y en aquel momento entró en escena su corazón patapum, pumba, badabam.

Estaba fuera, Jumpy le atendía solícito y hasta la propia Pamela parecía preocupada. «La que está embarazada soy yo», le dijo con cierto rudo afecto. «¿Y quién te mandaba desmayarte? -insistía Jumpy-. Vale más que vengas conmigo a mi clase; descansas un rato y después te acompaño a casa.» Pero Pamela quería llamar a un médico. No, no, iré con Jumpy. No pasa nada. Es que ahí dentro hacía calor. Faltaba el aire. La ropa era de mucho abrigo. Una tontería. Nada.

Había un cine de arte y ensayo al lado de la sala de actos, y Saladin estaba apoyado en el cartel de una película. La película era Mefisto, la historia de un actor que es seducido por el nazismo. En el cartel, el actor -el alemán Klaus Maria Brandauer- estaba vestido de Mefistófeles, con la cara blanca, una capa negra y los brazos levantados. Sobre su cabeza había unas líneas de Fausto:

¿Quién eres pues? Parte de ese Poder, no comprendido, Que siempre quiere el Mal, y siempre hace el Bien.
* * *

En el centro deportivo casi no se atrevía a mirar a Mishal (que también había salido de la reunión de Simba con tiempo para ir a clase). Aunque ella le saludó efusivamente, has vuelto, apuesto que porque querías verme, qué bien, él apenas consiguió decirle dos palabras con un mínimo de cortesía y mucho menos, preguntar llevabas un no sé qué luminoso en medio de la, porque ahora no lo llevaba, mientras levantaba las piernas y flexionaba su cuerpo largo, esplendoroso con sus leotardos negros. Hasta que, al advertir su frialdad, ella se retrajo, confusa y dolida.

«Nuestra otra estrella no ha venido hoy -dijo Jumpy a Saladin durante un descanso-. Miss Alleluia Cone, la mujer que subió al Everest. Me hubiera gustado presentártela. Ella conoce, bueno, al parecer, vive con Gibreel. Gibreel Farishta, el actor, el otro superviviente de la catástrofe.»

El cerco se está cerrando. Gibreel derivaba hacia él, al igual que la India cuando, después de desgajarse del protocontinente de Gondwanaland, flotó hacia Laurasia. (Distraídamente, advirtió que sus procesos mentales sacaban extraños símiles.) Cuando colisionaran, la fuerza del choque levantaría Himalayas. ¿Qué es una montaña? Un obstáculo; una trascendencia; sobre todo, un efecto.

«¿Adónde vas? -le gritaba Jumpy-. Habíamos quedado en que yo te llevaría. ¿Te encuentras bien?

Perfectamente. Necesito andar un poco, y basta.

«De acuerdo, pero sólo si estás seguro.»

Seguro. Salir de prisa, sin mirar hacia la resentida Mishal… La calle. De prisa, hay que marcharse cuanto antes de este sitio funesto, de este submundo. Dios: no hay escape. Unos escaparates, una tienda de instrumentos musicales, trompetas saxofones oboes, ¿cómo se llama?, «Buen Viento», y aquí, en el escaparate, un cartel barato. Que anuncia la vuelta inminente de, justo, el arcángel Gibreel. Su vuelta y la salvación del mundo. Camina. Vete pronto.

Para ese taxi. (Sus ropas inspiran deferencia al taxista.) Suba, caballero; ¿le molesta la radio? Un científico que estaba en aquel secuestro aéreo y perdió media lengua. Americano. Se la reconstruyeron, dice, con carne que le sacaron del trasero, con perdón. A mí no me haría ninguna gracia que me metieran un cacho de posadera en la boca, pero el pobre tío no tenía elección. Un tipo raro. Y con unas ideas curiosas.

En la radio, Eugene Dumsday, con su nalguda lengua, hablaba de las lagunas de los restos fósiles. El diablo quería silenciarme, pero el buen Dios y la técnica quirúrgica americana se lo impidieron. Estas faltas eran el caballo de batalla del creacionista: si lo de la selección natural era verdad, ¿dónde estaban las mutaciones casuales descartadas? ¿Dónde estaban los niños monstruos, las crías deformes de la evolución? Los fósiles no soltaban prenda. Ni un solo caballo de tres patas. Es inútil discutir con esa gente, dijo el taxista. Yo personalmente no paso por eso de Dios. Inútil, una pequeña parte de la razón de Chamcha estaba de acuerdo. Inútil sugerir que «los restos fósiles» fueran una especie de archivo. Además, desde Darwin la teoría de la evolución había recorrido un largo camino. Ahora se argumentaba que en las especies se producían cambios importantes, no del modo ciego y casual que se creía al principio, sino a grandes saltos. La historia de la vida no era un avance desordenado -al estilo tan inglés de la clase media- que la filosofía victoriana quiso que fuera, sino algo violento, una cosa de transformaciones dramáticas y acumulativas: según la vieja fórmula, más revolución que evolución. Ya tengo bastante, dijo el taxista. Eugene Dumsday se desvaneció del éter siendo sustituido por música disco. Ave arque vale.