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Aquel día Saladin Chamcha comprendió que había estado viviendo en un estado de paz falsa, que el cambio en él era irreversible. Un mundo nuevo y sombrío se había abierto ante él (o dentro de él) cuando cayó del cielo; por más que él se aplicara a tratar de recrear su vieja existencia, aquello, ahora lo veía, era un hecho que no podía deshacerse. Creía ver ante él una carretera que se bifurcaba hacia derecha e izquierda. Cerró los ojos, se arrellanó en el asiento del taxi y escogió el camino de la izquierda.

2

La temperatura siguió subiendo; la ola de calor llegó a su punto culminante y se mantuvo en él durante tanto tiempo que toda la ciudad, sus edificios, sus ríos y canales y sus habitantes se aproximaron peligrosamente al punto de ebullición; entonces Mr. Billy Battuta y su compañera, Mimi Mamoulian, recién llegados a la metrópoli después de ser huéspedes de la autoridad penal de Nueva York, anunciaron una gran fiesta para celebrar su «salida». Los socios de Billy consiguieron que su causa fuera vista por un juez bien dispuesto; la simpatía personal del acusado hizo que todas y cada una de las ricas «primas» a las que había extraído generosas sumas para la recompra de su alma al diablo (incluida Mrs. Struwelpeter) firmaran una petición de clemencia, en la que las señoras expresaban su convicción de que Mr. Battuta se había arrepentido sinceramente de su error, y solicitaban, considerando su promesa de concentrarse en lo sucesivo en su brillante carrera empresarial (cuya utilidad social en términos de creación de riqueza y de puestos de trabajo, apuntaban, debía ser tomada en consideración por el tribunal como atenuante de sus delitos), y su propósito de someterse a tratamiento psiquiátrico para vencer su debilidad por las travesuras ilegales, solicitaban, decía, de Su Señoría le impusiera una pena más leve que la cárcel, «la finalidad disuasoria que comporta tal encarcelamiento quedaría mejor servida, en este caso -en opinión de las señoras -, por una condena de naturaleza más cristiana». A Mimi, considerada simple instrumento de Billy cegada por el amor, se le dejó la sentencia en suspenso; para Billy, la pena fue deportación y una fuerte multa, pena considerablemente aligerada al otorgar el juez la petición del abogado de Billy de que se concediera a su cliente la oportunidad de salir del país voluntariamente, sin tener el estigma de la orden de deportación estampado en el pasaporte, lo cual causaría grave daño a sus múltiples intereses comerciales. Veinticuatro horas después del juicio, Billy y Mimi estaban otra vez en Londres, carcajeándose de todo ello en el Crockford's y enviando artísticas invitaciones para la que prometía ser la fiesta de las fiestas de aquella temporada excepcionalmente calurosa. Una de las invitaciones, con ayuda de Mr. S. S. Sisodia, llegó a la residencia de Alleluia Cone y Gibreel Farishta; otra fue a parar, con cierto retraso, a la guarida de Saladin Chamcha, deslizada por debajo de la puerta por el solícito Jumpy. (Mimi llamó a Pamela para invitarla, agregando, con su rudeza habituaclass="underline" «¿Tienes idea de dónde puede estar tu marido?» A lo que Pamela respondió con un balbuceo muy inglés, sí, este… pero. Mimi le sacó toda la historia en menos de media hora, lo cual no está mal, y concluyó en tono triunfaclass="underline" «Parece que se te arreglan las cosas, Pam. Tráetelos a los dos; trae a todo el mundo. Será un circo.»)

El escenario de la fiesta fue otro de los inexplicables triunfos de Sisodia: consiguió, al parecer gratuitamente, el gigantesco escenario de los estudios cinematográficos Shepperton, por lo que los invitados tendrían a su disposición la enorme reproducción del Londres dickensiano que se había construido en él. Una adaptación musical de la última novela del gran escritor, rebautizada ¡Amigo!, con libreto y música del célebre genio de la revista Mr. Jeremy Bentham, había tenido un éxito colosal en el West End y en Londres, a pesar de lo macabro de algunas de sus escenas; ahora, por consiguiente, Los cantaradas, como era conocida en el medio, recibía los honores de una producción cinematográfica de gran presupuesto. «Los de re-re-relaciones pu-públicas -dijo Sisodia a Gibreel por teléfono- piensan que una fi-fi-fiesta con tanto fa-fa-famoso será un buen co-co-comienzo de ca-ca-campafia.»

Llegó la noche señalada; una noche de calor espantoso.

* * *

¡Shepperton! Pamela y Jumpy ya han llegado, transportados en alas del MG de Pamela, cuando Chamcha, que ha rehusado su compañía, se apea de uno de los coches de la flota que los anfitriones han puesto a disposición de los invitados que prefieren que conduzca otro. Y también ha venido otra persona; aquel con el que nuestro Saladin cayó a la tierra, ha venido; está paseando por el interior. Chamcha entra en la arena, y se asombra. Aquí Londres ha sido alterado, no, condensado, según los imperativos de la película. Caramba, si la Stucconia de los Veneering, esa gente nueva y tan remilgada, está tocando a Portman Square, con el tétrico rincón en el que habitan varios Podsnap. Y peor aún: fíjate, los montones de basuras de Boffin Bower que se supone tienen que estar en las inmediaciones de Holloway, en esta metrópoli reducida quedan al lado de las habitaciones de Fascination Fledgeby, en el Albany, el corazón del West End. Pero los invitados no parecen inclinados a refunfuñar; aquella ciudad renacida, incluso revuelta, te corta la respiración; especialmente la zona del inmenso estudio por la que serpentea el río, el río con sus nieblas y la barca de Gaffer Hexam, el Támesis en marea baja pasa por debajo de dos puentes, uno de hierro y otro de piedra. En sus muelles adoquinados suenan las alegres pisadas de los invitados, y también sordas pisadas siniestras. Un puré de guisantes artificial vaga sobre el escenario.

Personajes del gran mundo, maniquíes de alta costura, estrellas de cine, magnates de la industria, miembros menores de la familia real, políticos útiles y gentecilla similar sudan y se codean, en estas calles de imitación, con hombres y mujeres tan sudorosos como los invitados «auténticos» y tan artificiales como las calles: son los extras vestidos con trajes de época y una selección de los principales intérpretes de la película. Chamcha, que en el mismo instante de avistarlo se da cuenta de que este encuentro ha sido la verdadera finalidad de su viaje -hecho del que ha conseguido permanecer ignorante hasta este momento-, descubre a Gibreel entre la cada vez más bullanguera muchedumbre.

Sí: allí, en el Puente de Londres Hecho De Piedra, sin lugar a duda, ¡Gibreel! Y ésa debe de ser su Alleluia, su Reina de las Nieves ¡Cone! ¡Qué aire de displicencia parece haber asumido, cómo escora hacia la izquierda varios grados, y qué encandilada está ella! Cómo le quiere todo el mundo: porque, en la fiesta, él está entre los principales, con Battuta a su izquierda, Sisodia a la derecha de Allie, y alrededor una serie de caras que, de París a Tomboctú, reconocería cualquiera. Chamcha se abre paso trabajosamente entre la multitud, que se hace más densa a medida que se acerca al puente; pero está decidido -¡Gibreel, llegará hasta Gibreel! -, cuando, con estrépito de platillos, empieza una música potente, una de las piezas inmortales de Mr. Bentham de las que paran la representación, y la multitud se divide como el mar Rojo ante los hijos de Israel. Chamcha casi pierde el equilibrio, retrocede dando un traspié y la multitud lo aplasta contra un falso edificio con armazón de madera que figura -¿y qué si no?- un anticuario; y él se resguarda en su interior, mientras una muchedumbre de señoras de pecho generoso, gorros de encaje y blusitas vaporosas, acompañadas por una superabundancia de caballeros con chistera, bajan por la margen del río, bailando y cantando a voz en cuello.

¿Qué clase de persona es Nuestro Común Amigo? ¿Qué se propone? ¿Es la clase de persona de la que puedes fiarte? etcétera, etcétera, etcétera.

«Tiene gracia -dice una voz de mujer a su espalda-, pero cuando hacíamos la obra en el teatro C… la compañía iba caliente a más no poder; lo nunca visto. Los que estaban en escena se quedaban cortados, con la mente en blanco, por todo lo que pasaba entre bastidores.»

La que habla, observa Saladin, es joven, pequeña, bien formada y bastante atractiva, tiene la piel reluciente de sudor, está sofocada por el vino y, evidentemente, se encuentra aquejada de la misma fiebre libidinosa a la que se refiere. En la «tienda» hay poca luz, pero él distingue el brillo de sus ojos. «Tenemos tiempo -prosigue ella con naturalidad-. Cuando termine toda esa gente viene el solo de Mr. Podsnap.» Y, adoptando una postura que es una experta imitación del gesto grandilocuente del agente de los Seguros Marítimos, se lanza a una versión personal del número de Podsnap:

Es la nuestra una Lengua muy Rica, Una Lengua Difícil para Extranjeros: Es la nuestra la Nación Afortunada, Bendita y a Salvo de Peligros…

A continuación, en un recitado a lo Rex Harrison, dice a un Extranjero invisible: «¿Le Gusta Londres? ¿Eynormemung rico? Enormemente Rico, decimos aquí. Nuestros adverbios No terminan en Mung. ¿Y Encuentra Usted, Caballero, Muchas Muestras de nuestra Constitución Británica en las Calles de la Metrópoli Mundial, Londres, London, Londres? Yo diría -agrega, sin abandonar el tono de Podsnap- que hay en el inglés una combinación de cualidades, una modestia, una independencia, una responsabilidad, un sosiego que en vano buscaríamos entre las Naciones de la Tierra.»