La criatura ha ido acercándose a Chamcha mientras recitaba, al tiempo que se desabrochaba la blusa, y él, como una mangosta ante una cobra, se ha quedado pasmado; ella descubre su bien formado seno derecho y se lo ofrece, señalando el dibujo que ha trazado en él -como acto de orgullo cívico- del plano de Londres nada menos, con rotulador rojo, y el río en azul. La metrópoli le llama; pero él, profiriendo un grito absolutamente dickensiano, sale del anticuario y, a empujones, se zambulle en el barullo de la calle.
Gibreel le mira fijamente desde el Puente de Londres; sus miradas se encuentran, o así lo cree Chamcha. Sí: Gibreel levanta, y agita, un brazo desencantado.
Lo que sigue es tragedia. O, por lo menos, eco de tragedia, ya que la tragedia auténtica con todas las de la ley no está al alcance de los hombres y mujeres modernos, o eso dicen. Una imitación burlesca para nuestra época degradada y mimética, en la que los payasos repiten lo que antes hicieron héroes y reyes. Bien, pues, sea. Pero la pregunta que aquí se plantea sigue siendo tan grande como ha sido siempre, y es ésta: la naturaleza del mal, cómo nace, por qué se desarrolla, cómo toma posesión, unilateralmente, de la multilátera alma humana. O, por así decirlo: el enigma de Yago.
No es insólito que los exégetas literario-teatrales, derrotados por el personaje, atribuyan los actos de éste a la «maldad gratuita». El mal es mal y tiene que hacer mal, y punto; el veneno de la serpiente es su misma definición. Pues bien, aquí no valen estos fatalismos. Mi Chamcha puede no ser un Anciano de Venecia, ni mi Allie una Desdémona estrangulada, ni Farishta una réplica del Moro, pero, por lo menos, estarán caracterizados con las explicaciones que mi entendimiento permita. Decíamos que Gibreel saluda agitando una mano; Chamcha se acerca; el telón se levanta ante un escenario que se oscurece.
Observemos, ante todo, cuán solo está este Saladin; su única compañía voluntaria, una desconocida achispada, de pecho cartográfico. Él avanza solo, pues, entre aquella muchedumbre en fiesta en la que todos parecen (pero no son) amigos de todos; mientras que, en el Puente de Londres está Farishta, rodeado de admiradores, en el mismo centro de la multitud; y, después, apreciemos el efecto que ejerce en Chamcha, que amaba a Inglaterra en la imagen de su perdida esposa inglesa, la presencia rubia, pálida y glacial de Alleluia Cone al lado de Farishta; arrebata una copa de la bandeja de un camarero que pasa por su lado, bebe de prisa, toma otra copa; y cree ver, en la distante Allie, la magnitud de su pérdida; y también en otros aspectos Gibreel está convirtiéndose rápidamente en la suma de las derrotas de Saladin; porque allí, con él, ahora, en este momento, está otra traidora; una oveja con piel de corderita, más de cincuenta y parpadeando como una niña de dieciocho, la agente de Chamcha, la temible Charlie Sellers; a él no lo compararías con un chupasangres de Transylvania, ¿eh, Charlie?, grita interiormente el airado observador; y agarra otra copa; y, en el fondo de la copa, ve su propio anonimato, la celebridad del otro y la gran injusticia de la diferencia; especialmente -cavila amargamente- porque Gibreel, el conquistador de Londres, no concede ningún valor al mundo que ahora tiene a sus pies -pero si el muy cerdo siempre se burlaba, el Mismo Londres, Vilayet, los ingleses, compa, son fríos como peces, palabra-; Chamcha, a medida que avanza inexorablemente hacia él a través de la muchedumbre, cree ver, ahora mismo, aquella misma mueca burlona en la cara de Farishta, el desdén de un Podsnap a la inversa, para el que todo lo inglés merece burla en lugar de elogio – ¡Ay, Dios, qué crueldad que él, Saladin, cuyo objetivo y cruzada fue hacer de ésta su ciudad, tenga que verla de rodillas ante su desdeñoso rival! -; o sea que, además, hay esto: que a Chamcha le gustaría calzarse los zapatos de Farishta, mientras que su propio calzado no tiene el menor interés para Gibreel. ¿Qué es imperdonable?
Chamcha, al mirar a la cara de Farishta por primera vez desde su accidentada separación en el recibidor de Rosa Diamond, al ver la extraña inexpresividad en los ojos del otro, recuerda con una intensidad abrumadora aquella otra inexpresividad, Gibreel en la escalera, sin hacer nada, mientras él, Chamcha, astado y cautivo, era arrastrado hacia la noche; y siente renacer el odio, siente que su bilis verde fresca le llena de pies a cabeza; nada de excusas, exclama, a hacer puñetas los atenuantes y los qué-podía-hacer-él; lo que no tiene perdón no tiene. No se puede juzgar una herida interna por el tamaño del agujero.
O sea: Gibreel Farishta, juzgado por Chamcha, recibe un veredicto más severo que el de Mimi y Billy en Nueva York, y es declarado culpable, a perpetuidad, de Lo Imperdonable. De lo cual se deriva lo que se deriva. Pero vamos a permitirnos especular un poco acerca de la verdadera naturaleza de esta Ofensa Inexpiable, de este Colmo. ¿Es realmente, puede ser realmente, sólo su silencio en la escalera de Rosa? ¿O hay resentimientos más profundos, quejas de las que esta llamada Causa Primaria no es, en realidad, sino un símbolo, una tapadera? Porque ¿no son estos dos hombres, cada uno, antítesis, la sombra del otro? El uno que pretende ser transformado en lo extranjero que admira, y el otro que prefiere, desdeñosamente, transformar. Uno, un infeliz que continuamente parece ser castigado por delitos no cometidos; el otro, calificado de angélico por todos, el tipo de hombre al que todo le es perdonado. De Chamcha podríamos decir que no da la talla normal; pero el turbulento y ordinario Gibreel indudablemente la excede de mucho, disparidad que fácilmente podría inspirar a Chamcha el deseo de emular a Procrustes: crecer cortando a Farishta lo que le sobra. ¿Qué es imperdonable?
¿Qué, sino la indefensión de saber que una persona en la que no confías conoce hasta lo más íntimo de tu ser? ¿Y no ha visto Gibreel a Saladin Chamcha en circunstancias – secuestro, caída, arresto- en las que los secretos de su ser fueron plenamente expuestos?
Bien, entonces. ¿Nos acercamos a la clave? ¿Debemos decir siquiera que éstos son dos tipos de personalidad fundamentalmente diferentes? ¿No podríamos convenir en que Gibreel, a pesar de su nombre artístico y sus interpretaciones, y a pesar de sus slogans sobre el renacimiento, el nuevo comienzo, la metamorfosis, ha deseado permanecer, en gran medida, coherente, es decir, unido a su pasado y derivado de él; que él no eligió ni su casi fatal enfermedad ni la caída de efecto transmutador; que, en realidad, lo que él más teme son los estados de alteración en los que sus sueños se filtran y enseñorean de su vigilia, convirtiéndolo en aquel Gibreel angélico que él no quiere ser, de manera que la suya es todavía una personalidad que, para nuestros actuales fines, podemos calificar de «verdadera»…, mientras que Saladin Chamcha es una criatura de incoherencias seleccionadas, una reinvención deliberada; siendo su opción por la rebeldía contra la historia lo que le hace, en nuestro lenguaje convencional, «falso»? ¿Y no podríamos decir también que es esta falsedad de la personalidad lo que hace posible en Chamcha una falsedad peor y más profunda -llamémosla «maldad»-, y que ésta es, en verdad, la puerta que nosotros abrimos en él por su caída? Mientras que Gibreel, siguiendo la lógica de nuestra terminología establecida, debe ser considerado «bueno» en virtud de desear seguir siendo, a pesar de todas sus vicisitudes, en el fondo, un hombre consecuente consigo mismo.
Pero, y otra vez pero: esto suena, ¿verdad que sí?, peligrosamente a sofisma. Puesto que tales distinciones se basan, como es de rigor, en la idea del yo como un ente (idealmente) homogéneo, sin hibridación, puro -¡idea francamente fantástica!-, no pueden, no deben bastar. ¡No! Al contrario, permítasenos decir algo aún más duro: ese mal puede no estar tan profundamente sepultado bajo nuestra superficie como nos gusta creer. Que, en realidad, nosotros propendemos hacia él naturalmente, es decir, no contra nuestra naturaleza. Y que Saladin Chamcha se propuso destruir a Gibreel Farishta porque, finalmente, ello resultaba tan fácil; el verdadero atractivo del mal es la seductora facilidad con la que uno puede aventurarse por ese camino. (Y, digamos en conclusión, la ulterior imposibilidad del regreso.)
Pero Saladin Chamcha insiste en atribuirle una causa más simple. «Fue su traición en casa de Rosa Diamond; su silencio, nada más.»
Pone el pie en el falso Puente de Londres desde un teatro de títeres cercano, instalado en una caseta a rayas rojas y blancas, Mr. Punch -zurrando a Judy- le grita: ¡Éste es el sistema! Después de lo cual Gibreel saluda, desmintiendo, con la incongruente languidez de la voz, la vehemencia de las palabras: «Compa, ¿pero eres tú? Condenado diablo. Hay que ver, en persona. Ven aquí, Salad baba, viejo Chumch.»
Sucedió esto:
En el momento en que Saladin Chamcha se acercó a Allie Cone lo suficiente para quedar petrificado y helado por sus ojos, sintió que su renovada hostilidad hacia Gibreel se hacía extensiva a aquella mujer de mirada de cero-grados y vete-a-paseo, su aire de conocer un grande y misterioso secreto del universo, y también una expresión que luego él llamaría feroz, un no sé qué ausente, insensible, antisocial, independiente, una esencia. ¿Por qué le irritó tanto? ¿Por qué, cuando ella aún ni había abierto la boca él ya la consideraba parte del enemigo?
Quizá porque la deseaba; y deseaba, todavía más, lo que él consideraba aquella íntima seguridad; por carecer de ella, la envidiaba, y trataba de dañar lo que envidiaba. Si amor es el anhelo de parecerse (incluso de ser) a la persona amada, el odio, podemos decir que puede ser engendrado por la misma ambición cuando no puede ser satisfecha.
Sucedió esto: Chamcha inventó una Allie y se convirtió en antagonista de su invención…, pero no lo dejó traslucir. Sonrió, le estrechó la mano, estuvo encantado de conocerla; y abrazó a Gibreel. Me uno a él para desquitarme. Allie, sin sospechar nada, se excusó. Los dos debían tener tantas cosas de qué hablar, dijo; y, prometiendo volver en seguida, se alejó; a explorar, como dijo ella. Él observó que cojeaba ligeramente durante los dos o tres primeros pasos, luego se detenía y se alejaba con paso firme. Una de las cosas que él desconocía de ella era su dolor.