Sin saber que el Gibreel que ahora tenía delante, de mirada distante y saludo superficial, estaba bajo estrecha vigilancia médica; ni que tenía que tomar a diario ciertas drogas que le embotaban los sentidos, a causa de la muy real posibilidad de una recaída en su enfermedad que ya tenía nombre, a saber: esquizofrenia paranoica; ni que durante mucho tiempo, a instancias de Allie, había permanecido apartado de la gente del cine, de la que ella había llegado a desconfiar enérgicamente desde su último ataque; ni que su asistencia a la fiesta Battuta-Mamoulian era algo a lo que ella se había opuesto rotundamente, y no había accedido sino después de una escena terrible en la que Gibreel le había gritado que no quería permanecer prisionero y que estaba decidido a hacer otro esfuerzo para volver a su «vida real»; ni que el esfuerzo de cuidar a un amante desequilibrado que veía duendecitos pequeños como murciélagos colgados cabeza abajo del frigorífico había dejado a Allie más gastada que una camisa vieja, imponiéndole los papeles de enfermera, chivo expiatorio y muleta -exigiéndole, en suma, actuar en contra de su propia naturaleza compleja y atormentada-; sin saber nada de esto, sin comprender que el Gibreel al que ahora miraba y al que creía ver, Gibreel encarnación de toda la buena fortuna, que el desventurado Chamcha, perseguido por las furias, desconocía, era tan invención suya como la Allie de sus antipatías, la clásica rubia ahí-te-pudras o mujer fatal ideada por su imaginación envidiosa, atormentada y orestiana; no obstante, Saladin, en su ignorancia, descubrió por casualidad la rendija en la armadura (un tanto quijotesca, reconozcámoslo) de Gibreel y comprendió cómo podía destruir con la mayor rapidez a su aborrecido oponente.
Una pregunta trivial de Gibreel le dio pie. Limitado por los sedantes a la cháchara inane, preguntó vagamente: «Y, cuenta, ¿cómo está tu buena esposa?» A lo que Chamcha, con la lengua suelta por el alcohol, espetó: «¿Cómo? Preñada. Enceinte. Jodidamente embarazada.» El soporífico Gibreel no advirtió la violencia de la respuesta, sonrió distraídamente, rodeó con el brazo los hombros de Saladin. «Shabash mubarak -le felicitó-. ¡Compa! ¡Qué rapidez!»
«Felicita a su amigo -gruñó roncamente Saladin-. Mi viejo camarada Jumpy Joshi. Ése sí que es un hombre, lo reconozco. Parece ser que las mujeres se vuelven locas. Sabe Dios por qué. Todas quieren un hijo suyo y ni siquiera se paran a pedirle permiso.»
«¿Y se puede saber quiénes son todas? -gritó Gibreel, haciendo volver cabezas y a Chamcha retroceder sorprendido-. ¿Quiénes son quiénes quiénes?», vociferó, provocando risitas achispadas. Saladin Chamcha también rió, pero sin alegría. «Se puede saber. Mi mujer, por ejemplo, ahí tienes quién. No es una señora, mister Farishta, Gibreel. Pamela, mi nada señora esposa.»
En aquel preciso instante quiso la suerte que -mientras Saladin, bastante bebido, estaba completamente ajeno al efecto que sus palabras causaban en Gibreel, en cuya mente se habían combinado dos imágenes con explosivo efecto, la primera de las cuales el súbito recuerdo de Rekha Merchant en una alfombra voladora advirtiéndole del secreto deseo de Allie de tener un hijo sin informar al padre, quién pide permiso a la semilla para plantarla, y la segunda, el cuerpo del instructor de artes marciales en carnal revolcón con la susodicha Miss Alleluia Cone-, decía que quiso la suerte que la figura de Jumpy Joshi apareciera cruzando el «Puente de Southwark» presa de cierta agitación, buscando a Pamela, por cierto, de la que había sido separado por la misma avalancha de coros dickensianos que había empujado a Saladin hacia el metropolitano busto de la señorita en el Anticuario. «Hablando del diablo -señaló Saladin-, ahí va ese canalla.» Se volvió hacia Gibreel, pero Gibreel había desaparecido.
Llegó Allie Cone, fuera de sí. «¿Dónde está? ¡Hostia! ¿Es que no puedo dejarlo solo ni un jodido segundo? ¿No podía usted vigilarlo mejor?»
«¿Qué? ¿Se puede saber qué ocurre…?» Pero Allie había vuelto a perderse entre la gente, de manera que cuando Chamcha vio a Gibreel cruzar el «Puente de Southwark» ya no podía oírle. Y aquí estaba ahora Pamela preguntando: «¿Has visto a Jumpy?» Y él señaló: «Por ahí», y también ella se marchó sin una palabra de cortesía; y entonces se vio a Jumpy que cruzaba el «Puente de Southwark» en sentido opuesto, con los rizos más revueltos que nunca y los estrechos hombros encogidos debajo del abrigo que no había querido quitarse, mirando en derredor, con el pulgar camino de la boca; y, poco después, Gibreel cruzaba el simulacro de puente en la misma dirección que Jumpy.
En suma, los hechos empezaban a tener aire de farsa; pero cuando, minutos después, el actor que interpretaba el papel de «Gaffer Hexam» que vigilaba aquel tramo del Támesis dickensiano en busca de cadáveres flotantes a los que aligeraba de sus objetos de valor antes de entregarlos a la policía, se acercó remando rápidamente por el río cinematográfico, con el revuelto pelo gris de su personaje de punta, la farsa acabó bruscamente; porque en su siniestra barca, yacía el cuerpo exánime de Jumpy Joshi envuelto en empapado abrigo. «Le han dejado tieso de un palo -dijo el barquero, señalando el enorme chichón que se levantaba en la coronilla de Jumpy-, y estando inconsciente en el agua, es un milagro que no se ahogara.»
Una semana después, con motivo de una vehemente llamada telefónica de Allie Cone, que le había localizado a través de Sisodia, Battuta y, finalmente Mimi, y que parecía haberse descongelado bastante, Saladin Chamcha viajaba en un Citroën tipo rubia de tres años gris metalizado que la futura Alicja Boniek había regalado a su hija antes de marcharse para una larga visita a California. Allie había ido a esperarle a la estación de Carlisle y repetido sus anteriores disculpas telefónicas: «Yo no debí hablarle de aquel modo, usted no sabía nada, me refiero a su, en fin, gracias a Dios que nadie vio la agresión, y parece que han echado tierra al caso, pero ese pobre hombre, un golpe de remo en la cabeza, qué horror; en fin, hemos venido al Norte, a casa de unos amigos míos que están de viaje, porque parecía preferible marcharse lejos de la gente, y ahora pregunta por usted; creo que su compañía puede serle beneficiosa y, sinceramente, a mí tampoco me vendrá mal una ayuda», lo cual dejó a Saladin un poco mejor informado pero consumido por la curiosidad. Y ahora Escocia desfilaba ante las ventanillas del Citroën a una velocidad alarmante: un borde de la Muralla de Adriano, Gretna Green, el antiguo refugio de las parejas que se fugaban y, luego, hacia el interior, camino de las Uplands meridionales; Ecclefechan, Lockerbie, Beattock, Elvanfoot. Para Chamcha, todas las poblaciones fuera del área metropolitana eran profundidades del espacio interestelar y los viajes por esas regiones estaban sembrados de peligros: porque una avería en semejante desierto equivalía a morir solo e ignorado. Observó con alarma que uno de los faros del Citroën estaba roto, que el indicador de combustible señalaba rojo (resultó que también estaba roto), que anochecía, y que Allie conducía como si la A74 fuera el circuito de Silverstone en una mañana de sol. «No puede llegar muy lejos sin transporte, pero nunca se sabe -explicó ella sombríamente-. Hace tres días robó las llaves del coche y lo encontraron circulando en dirección contraria por un carril de salida de la M6 gritando de la Condenación. Preparaos para la venganza del Señor, dijo a los policías de la autopista, porque pronto llamaré a mi ayudante Azraeel. Lo escribieron todo en sus cuadernos.» Chamcha, con el corazón lleno todavía de sus propias ansias de venganza, simuló pena y comprensión. «¿Y Jumpy?”, preguntó. Allie soltó el volante y extendió las manos con las palmas hacia arriba en actitud de yo-me-rindo, mientras el coche se desviaba de modo espeluznante en la sinuosa carretera. «Los médicos dicen que esos celos posesivos pueden formar parte del cuadro; o, por lo menos, pueden hacer de disparador de la locura.»
Ella se alegraba de poder hablar con alguien; y Chamcha se prestaba a escuchar de buen grado. Si ella se fiaba, era señal de que Gibreel se fiaba también: él no tenía intención de defraudar su confianza. Un día él traicionó mi confianza; dejemos ahora que él confíe en mí, durante una temporada. Él era un titiritero novicio; había que estudiar los hilos para averiguar qué accionaba cada uno de ellos… «No puedo evitarlo – decía Allie-. No sé por qué, me siento culpable. Lo nuestro no va, y la culpa es mía. Mi madre se enfada cuando digo estas cosas.» Alicja, a punto de subir al avión del Oeste, aconsejó a su hija en la Terminal Tres. «No sé de dónde sacas esas ideas -exclamó entre viajeros con mochila, carteras y llorosas mamás asiáticas-. Podríamos decir que tampoco la vida de tu padre se desarrolló según el plan. ¿Y hay que echarle la culpa a él por los campos de concentración? Estudia la Historia, Alleluia. En este siglo, la Historia ha dejado de tomar en consideración la vieja orientación psicológica de la realidad. Quiero decir que en nuestros días el carácter ya no determina el destino. El destino lo determina la economía. Lo determina la ideología. Lo determinan las bombas. ¿Qué le importa al hambre, a la cámara de gas, a la granada, cómo has vivido? Llega la crisis, llega la muerte y tu patético yo individual nada puede hacer sino sufrir los efectos. Este Gibreel tuyo… puede ser la manera en que tú debas experimentar los efectos de la Historia.» Alicja, sin avisar, había vuelto al estilo de vestir fastuoso que prefería Otto Cone y, al parecer, a una oratoria acorde con los grandes sombreros negros y los perifollos. «Que te diviertas en California, mamá», dijo Allie secamente. «Una de nosotras es feliz -dijo Alicja-. ¿Por qué no había de ser yo?» Y, antes de que su hija pudiera responder, cruzó garbosamente la barrera de sólo-viajeros mostrando pasaporte, tarjeta de embarque y pasaje, y se dirigió en línea recta hacia los frascos de Opium y las botellas de Gordon's Gin libres de impuestos que se vendían debajo de un letrero luminoso en el que se leía: Compre con ventaja.