En aquel primer avión, Salahuddin leyó cuentos de ciencia-ficción, de emigraciones interplanetarias: La fundación de Asimov y Crónicas de Marte de Ray Bradbury. Él imaginaba que el DC-8 era la nave nodriza que llevaba a los Elegidos, los Elegidos de Dios y del hombre, a través de distancias inconcebibles, viajando durante generaciones, reproduciéndose eugénicamente para que su semilla pudiera un día germinar en un mundo feliz bajo un sol amarillo. Se rectificó: no era la nave nodriza sino la nave padre, porque, al fin y al cabo, allí viajaba él, el gran hombre, Abbu, Papá. Salahuddin, a sus trece años, olvidando recientes dudas y agravios, volvía a sentir infantil adoración por su padre, porque, sí, él le había adorado, era un gran padre hasta que empezabas a pensar por tu cuenta y hasta que discutir con él era considerado una traición a su amor, pero ahora eso no importa, yo le acuso de convertirse en mi ser supremo, de manera que lo que ocurriera fuera como una pérdida de la fe… Sí, la nave padre, un avión, no era una bomba voladora sino un falo metálico, y los pasajeros eran espermatozoides esperando ser descargados.
Cinco horas y media de zonas horarias; da la vuelta al reloj en Bombay y verás qué hora es en Londres. A mi padre, pensaría Chamcha años después en los momentos de mayor amargura, a mi padre acuso yo de haber dado la vuelta al Tiempo.
¿Cuánto volaron? Nueve mil kilómetros a vuelo de pájaro. O, de lo indio a lo inglés, una distancia inconmensurable. O no muy lejos, porque despegaron de una gran ciudad y aterrizaron en otra gran ciudad. La distancia entre ciudades siempre es pequeña; un aldeano que recorre cien kilómetros para ir a la ciudad cruza un espacio más vacío, más oscuro y más sobrecogedor.
He aquí lo que hizo Changez Chamchawala cuando despegó el avión: procurando que su hijo no le viera, cruzó dos pares de dedos de cada mano e hizo girar los pulgares.
Y cuando estuvieron instalados en un hotel a pocos metros del antiguo emplazamiento del árbol de Tyburn, Changez dijo a su hijo: «Toma. Esto te pertenece. -Y le tendía un billetero negro cuya identidad era inconfundible-. Ahora eres un hombre. Tómalo.»
La devolución del billetero confiscado, con su dinero intacto, resultó ser uno de los pequeños trucos de Changez Chamchawala. Trucos que habían engañado a Salahuddin durante toda su vida. Cuando su padre quería castigarle, le hacía un regalo, una tableta de chocolate de importación o una tarrina de queso blando. Y, cuando él iba a cogerlo, el padre lo agarraba. «Borrico -decía Changez al niño en tono burlón-. Siempre, siempre, la zanahoria te trae hasta mi bastón.»
En Londres, Salahuddin tomó el billetero que se le ofrecía, aceptando el regalo de la mayoría de edad; pero entonces su padre dijo: «Ahora que eres un hombre, debes mantener a tu anciano padre mientras estemos en la ciudad de Londres. Tú pagarás todas las cuentas.»
Enero, 1961. Un año al que puedes darle la vuelta y que, a diferencia del reloj, te señala lo mismo. Era invierno; pero cuando Salahuddin Chamchawala empezó a tiritar en su habitación del hotel, era porque estaba asustado; de pronto, su olla de oro se había convertido en la maldición de un brujo.
Aquellas dos semanas que pasó en Londres antes de ir al internado se convirtieron en una pesadilla de cajas registradoras y cálculos, porque Changez hablaba completamente en serio y no llevó la mano a su propio bolsillo ni una sola vez. Salahuddin tuvo que comprarse la ropa, entre otras cosas, un impermeable de sarga azul cruzado y siete camisas a rayas azules y blancas con cuellos postizos semiduros que Changez le hacía llevar a diario, para que se acostumbrara a los pasadores, y a Salahuddin le parecía que un cuchillo de punta roma se le clavaba debajo de la incipiente nuez; y tenía que asegurarse de que le quedaba dinero suficiente para el hotel y todo lo demás, y no se atrevía a preguntar a su padre ni si podían ir al cine, ni siquiera una sola vez, ni siquiera para ver The Pure Hell of St. Trinians, ni a comer al restaurante, ni siquiera a un chino, y en años venideros no recordaría de sus primeras dos semanas en su adorado Eleoene Deerreeese nada más que libras, chelines y peniques, como el discípulo del rey filósofo Chanakya que preguntó al gran hombre que significaba estar y no estar en el mundo, y el rey le ordenó que llevara un cántaro lleno de agua hasta el borde por entre una muchedumbre en día de fiesta, sin derramar ni una gota, so pena de muerte, de manera que cuando regresó, el nombre no podía describir los festejos porque fue como un ciego que no veía nada más que el cántaro que llevaba en la cabeza.
Changez Chamchawala estuvo muy tranquilo aquellos días, y parecía que no se acordaba de comer, ni de beber, ni de hacer nada; se sentía feliz sentado en la habitación del hotel, mirando la televisión, sobre todo los Picapiedra, porque, decía a su hijo, Wilma le recordaba a Nasreen. Salahuddin trataba de demostrar que era hombre ayunando con su padre, esforzándose por resistir más que él, pero no lo conseguía, y cuando los calambres se hacían muy fuertes, iba a una taberna barata cercana al hotel, donde vendían pollos asados que daban vueltas en el escaparate goteando grasa. Cuando entraba en el vestíbulo del hotel con el pollo, lo escondía dentro de su impermeable cruzado, para que el personal no lo viera, y se metía en el ascensor envuelto en olor a asado, con pecho abultado de pollo y cara colorada. Con el pollo en la pechera, bajo la mirada de las señoras y los ascensoristas, Salahuddin sentía nacer aquella rabia implacable que ardería en su interior durante más de un cuarto de siglo; que consumiría su infantil amor por su padre y haría de él un ateo, un hombre que, en adelante, haría todo lo posible por vivir sin dios alguno; y que tal vez alimentara su decisión de ser lo que su padre no era ni podría ser, es decir, un inglés de verdad. Sí, un inglés, incluso aunque tuviera razón su madre, aunque no hubiera más que papel en los aseos y un agua tibia y usada, llena de tierra y jabón, en la que meterse después de hacer ejercicio, aunque ello supusiera pasar la vida entre invernales árboles desnudos cuyos dedos asían con desesperación las pocas horas de luz pálida, tamizada y acuosa. En las noches de invierno, él, que nunca había dormido más que con una sábana, se acostaba debajo de montañas de lana y se sentía como un personaje de un mito antiguo, condenado por los dioses a soportar el peso de un pedrusco en el pecho; pero no importaba, él sería inglés aunque sus compañeros de clase se rieran de su acento y lo excluyeran de sus pequeños secretos, porque estas exclusiones no hacían sino robustecer su decisión, y entonces fue cuando Salahuddin empezó a hacer teatro, a ponerse máscaras que aquellos individuos pudieran reconocer, máscaras de rostropálido, máscaras de payaso, hasta que los engañó y convenció de que él era una persona normal, gente como nosotros. Él los engañó de la forma en que un ser humano sensible puede convencer a los gorilas para que lo acepten en su familia, para que lo acaricien y lo mimen y le metan plátanos en la boca.
(Después de pagar la última factura y cuando el billetero que había encontrado al final del arco iris estaba vacío, su padre le dijo: «Ya ves. Pagas tu propio gasto. He hecho de ti un hombre.» Pero ¿qué hombre? Eso es algo que los padres nunca saben. No lo saben de antemano; no lo saben hasta que ya es tarde.)
Un día, al poco tiempo de estar en el colegio, a la hora del desayuno, encontró un arenque ahumado en el plato. Lo miraba sin saber por dónde empezar. Luego, lo cortó y se metió en la boca un bocado de espinas. Cuando las hubo sacado todas, otro bocado, con más espinas. Sus condiscípulos le miraban en silencio; ninguno le dijo: Mira, esto se come asi. Salahuddin tardó noventa minutos en comerse el pescado y no le permitieron levantarse de la mesa hasta que hubo terminado. Para entonces, estaba temblando y, si hubiera sabido, habría llorado. Luego se le ocurrió que le habían enseñado una lección importante. Inglaterra era un pescado ahumado de sabor peculiar, lleno de púas y espinas, y nadie le diría nunca cómo se comía. Descubrió también que él era una persona rencorosa. «Ya les enseñaré yo -juró-. Ya verán.» El arenque ahumado fue su primera victoria, el primer paso de su conquista de Inglaterra.
Dicen que Guillermo el Conquistador empezó comiéndose un bocado de arena inglesa.
Cinco años después, terminados los estudios secundarios, mientras esperaba que empezara el curso en la universidad inglesa, Salahuddin hizo una visita a su casa cuando su transmutación en vilayeti ya estaba muy adelantada. «Mira qué bien sabe quejarse -se burlaba Nasreen delante de su padre-. Todo lo critica como un sabio: los ventiladores están flojos, se desprenderán del techo y nos cortarán la cabeza mientras dormimos, dice. Y la comida es demasiado grasa, por qué tenemos que freírlo todo, dice. Los miradores del último piso son inseguros y la pintura se ha saltado, por qué no somos más cuidadosos de nuestro entorno, y el jardín está hecho una selva, somos gente selvática, eso piensa, y fíjate lo bastas que son nuestras películas, ahora no le gusta nuestro cine, y cuánta enfermedad, no puedes ni beber el agua del grifo, Dios mío, sí que está instruido, esposo, nuestro pequeño Sallu que ha venido de Inglaterra, y qué dicción más distinguida.»
Paseaban por el jardín al atardecer, mirando cómo el sol se sumergía en el mar, vagando a la sombra de los grandes árboles de copa ancha, unos retorcidos y otros barbudos, que Salahuddin (que ahora se llamaba Saladin como en la escuela inglesa, pero conservaría el Chamchawala hasta que un agente teatral le abreviaría el apellido por razones artísticas) ya empezaba a conocer por sus nombres, jackfruit, baniano, jacaranda, llama del bosque, plátano. Al pie del árbol de su propia vida, el nogal que Changez plantó con sus propias manos el día en que nació su hijo, crecían pequeñas matas de chhooi-mooi o no-me-toques. Padre e hijo, junto al árbol del nacimiento, se sentían violentos, incapaces de responder con naturalidad a la leve burla de Nasreen. Saladin tenía una sensación de nostalgia porque le parecía que el jardín era mucho más hermoso antes de que él conociera los nombres de los árboles, que había perdido algo que nunca podría recuperar. Y Changez Chamchawala descubrió que ya no podía mirar a los ojos a su hijo porque el rencor que veía en ellos le helaba el corazón. Cuando habló, volviendo bruscamente! la espalda al nogal de dieciocho años en el que durante aquella larga ausencia él imaginaba que residía el alma de su hijo, las palabras salieron torpemente y le hicieron parecer la figura rígida y fría en la que deseaba no convertirse y en la que temía que inevitablemente se convertiría.