A la última luz del día, la carretera rodeaba un espolón de monte desarbolado y cubierto de brezo. Hacía mucho tiempo, en otra tierra y otro crepúsculo, Chamcha había rodeado otro espolón como aquél y avistado los restos de Persépolis. Pero ahora iba a ver una ruina humana; no a admirarla y tal vez, incluso (porque la decisión de hacer el mal nunca se toma definitivamente hasta el instante de la acción; siempre hay una última oportunidad de volverse atrás), a profanarla. A grabar su nombre en la carne de Gibreeclass="underline" Saladin woz ear. «¿Por qué seguir a su lado? -preguntó a Allie y, sorprendido, vio que ella se ruborizaba-. ¿Por qué no ahorrarse tantos sinsabores?»
«En realidad, yo a usted no le conozco, no le conozco de nada -empezó, hizo una pausa y tomó una decisión-. No me enorgullezco de la respuesta, pero es la verdad -dijo-. Es por la sexualidad. Él y yo juntos somos algo increíble, perfecto, como nada que yo haya conocido. Unos amantes de ensueño. Él parece saber. Parece conocerme.» No dijo más; la noche le ocultaba la cara. Se recrudeció la amargura de Chamcha. Por todas partes, amantes de ensueño: y él, a mirar. Apretó los dientes y, sin querer, se mordió la lengua.
Gibreel y Allie se habían escondido en Durisdeer, un pueblo tan pequeño que ni taberna tenía, y vivían en una vieja iglesia retirada del culto, una freekirk convertida en vivienda -las connotaciones religiosas de la frase resultaban extrañas a Chamcha- por un arquitecto amigo de Allie que había hecho fortuna con estas metamorfosis de lo sagrado en profano. A Saladin le pareció un lugar bastante sombrío, a pesar de sus paredes blancas, luces indirectas y mullidas alfombras de pared a pared. Había lápidas funerarias en el jardín. Chamcha se dijo que él no habría elegido semejante lugar para retiro de un hombre que sufría ilusiones paranoicas de ser el primer arcángel de Dios. La freekirk estaba un poco apartada de la aproximadamente docena de casas de piedra y teja que constituían la comunidad: aislada, incluso en aquel aislamiento. Gibreel estaba en la puerta, una sombra sobre el recibidor iluminado, cuando el coche se detuvo. «Ya estás aquí -gritó-. Yaar, me alegro. Bienvenido a la recondenada cárcel.»
Los medicamentos hacían torpe a Gibreel. Mientras estaban los tres sentados a la mesa de pino de tea de la cocina, bajo la lámpara de sube y baja modelo sofisticado con interruptor de graduación de la luz, tiró dos veces la taza de café (estaba ostentosamente abstemio; pero Allie sirvió dos buenas dosis de whisky para hacer compañía a Chamcha) y, maldiciendo, revolvió la cocina en busca de servilletas de papel para enjugar el líquido. «Cuando me harto de estar así, lo dejo sin decir nada -confesó-. Y entonces empiezan los desastres. Te lo juro, compa, no me resigno a que esto no vaya a terminar nunca, que siempre haya de estar o con las píldoras o con bichos en la sesera. No lo aguanto. Te lo juro, yaar, si supiera que era esto, entonces, bas, no sé, yo haría, no sé lo que haría.»
«Cierra la boca», dijo Allie en voz baja. Pero él empezó a gritar: «Compa, si hasta la pegué, ¿no lo sabías? ¡La mierda! Un día la tomé por un demonio especie de rakshasa y la zurré. ¿Tú sabes lo que es el poder de la locura?»
«Pero, por fortuna para mí, yo había ido a… oooop, yiee… clases de defensa personal -sonrió Allie-. Él exagera para quedar bien. En realidad, él fue el que acabó de bruces en el suelo.» «Fue aquí mismo», corroboró Gibreel mansamente. El suelo de la cocina era de grandes losas. «Pues ya tuvo que dolerte», aventuró Chamcha. «Y que lo digas -rugió Gibreel, con extraña alegría-. Me quedé tieso.»
El interior de la freekirk había sido dividido en una gran sala cuya altura abarcaba los dos pisos (en lenguaje de los agentes de la propiedad, «doble volumen») de la antigua capilla y otra mitad más convencional, con cocina y comedor abajo y dormitorios y baño arriba. Chamcha, que, sin saber por qué, no podía dormir aquella noche, salió a la sala grande (y helada: la ola de calor persistía en el sur de Inglaterra, pero hasta aquí arriba no llegaba ni una salpicadura, y el tiempo era otoñal y frío) y se puso a pasear entre las voces fantasmales de los predicadores pretéritos mientras Gibreel y Allie follaban a todo volumen. Lo mismo que Pamela. Trató de pensar en Mishal, en Zeeny Vakil, pero no sirvió de nada. Se tapó los oídos con los dedos, luchando contra los efectos sonoros de la cópula entre Farishta y Alleluia Cone.
Aquéllas fueron desde el principio unas relaciones peligrosas, reflexionó Saladin: primero, el espectacular abandono de carrera y precipitado viaje de Gibreel a través de medio mundo, y, ahora, la inflexible determinación de Allie de acabar con ello, derrotar al ángel loco que él llevaba dentro y ayudarle a recuperar la condición humana que ella amaba. Ellos no estaban para pactos; ellos iban a todo o nada. En tanto que él, Saladin, no había tenido reparo en vivir bajo el mismo techo que su esposa y el amante. ¿Cuál era la mejor actitud? El capitán Akab se ahogó, pensó, y fue Ishmael, el carpintero, quien vivió para contarlo.
Por la mañana, Gibreel dispuso la ascensión al «Pico» local. Allie se excusó, aunque era evidente para Chamcha que la vida campestre la hacía resplandecer. «Recondenada Piesplanos -apostrofó Gibreel cariñosamente-. Vámonos, Salad. Nosotros, ratas de ciudad, enseñaremos a la conquistadora del Everest cómo se sube una montaña. Esto es el mundo al revés, yaar. Nosotros nos vamos a escalar montañas y ella se queda en casa haciendo llamadas de negocios.» Saladin pensaba de prisa: ahora comprendía por qué ella cojeaba en Shepperton, y comprendía también que este retiro tendría que ser temporal, que Allie, al venir aquí, sacrificaba su propia vida, y no podría seguir sacrificándola indefinidamente. ¿Qué tenía que hacer él? ¿Alguna cosa? ¿Nada? Si había que tomar venganza, ¿cuándo y cómo? «Ponte estas botas -ordenó Gibreel-. ¿Dirías que aguantará sin llover todo el condenado día?»
No fue así. Cuando llegaron a lo alto de la cima elegida por Gibreel para la excursión, la llovizna los envolvía. «Bonita vista -jadeó Gibreel-. Mírala, ahí está, ahí abajo, bien retrepada, como el Gran Panjandrum.» Señalaba la freekirk. Chamcha, con el corazón alborotado, se sentía ridículo. Tendría que empezar a comportarse como el hombre que tiene problemas cardíacos. ¿Qué gracia tenía morirse de un ataque al corazón en lo alto de esta montaña raquítica, bajo la lluvia? Gibreel sacó los prismáticos y empezó a registrar el valle. Apenas se veía alguien: dos o tres hombres con perros, unos cuantos corderos, nada más. Gibreel siguió a los hombres con la mirada. «Ahora que estamos solos -dijo de pronto-, puedo decirte la verdad de por qué hemos venido a este agujero desierto. Es por ella. Sí, sí; no te dejes engañar por mi actuación. Es por su recondenada belleza. Los hombres, compa, la persiguen como las moscas. ¡Te lo juro! Yo los veo cómo se la comen con la mirada y cómo tratan de parchearla. No hay derecho. Ella es una persona muy reservada, la persona más reservada del mundo. Tenemos que protegerla de esos guarros.»
Esta revelación pilló desprevenido a Saladin. Pobre desgraciado, pensó; desde luego, estás perdiendo el seso a marchas forzadas. Y, pisándole los talones a este pensamiento, otra frase apareció en su cabeza como por arte de magia: Pero no creas que vaya a perdonarte por eso.
Durante el trayecto de vuelta a la estación de Carlisle, Chamcha hizo un comentario sobre la despoblación del campo. «No hay trabajo -dijo Allie-. Por eso está vacío. Gibreel dice que no le entra que todo este espacio vacío sea señal de pobreza; que, después de las aglomeraciones de la India, esto es un lujo.» «¿Y su propio trabajo? – preguntó Chamcha-. ¿Qué piensa usted hacer?» Ella le sonrió: la fachada de mujer de hielo había desaparecido hacía tiempo. «Es muy amable al interesarse. Yo pienso que un día mi vida estará en el centro y será lo primero. O, bueno, aunque me resulta difícil usar la primera persona del pluraclass="underline" nuestra vida. Así suena mejor, ¿verdad?»
«No se deje acaparar -aconsejó Saladin-. No le permita que la aparte de los demás, de Jumpy, de su propio mundo, de lo que sea.» Éste es el momento en el que puede decirse que empezó realmente su campaña, en el que puso el pie en aquel camino placentero por el que sólo se podía ir en un sentido. «Tiene razón -decía Allie-. Ay, Dios mío, si él supiera. Su precioso Sisodia, por ejemplo: ése no persigue sólo a las principiantes de metro noventa, que también le gustan, desde luego.» Se le ha insinuado, supuso Chamcha; y automáticamente archivó la información para futura utilización. «No sabe lo que es la vergüenza -rió Allie-. En las mismas narices de Gibreel. Pero las negativas no le ofenden: baja la cabeza, murmura no impo-po-porta y aquí no ha pasado nada. ¿Se imagina si se lo contara a Gibreel?»
En la estación, Chamcha deseó suerte a Allie. «Tendremos que volver a Londres para un par de semanas -dijo ella por la ventanilla del coche-. Tengo reuniones. Usted y Gibreel podrían salir; su compañía le ha hecho bien.»
Que Allie Cone, el tercer punto de un triángulo de ficciones -porque ¿no se habían unido Gibreel y Allie en gran medida porque habían imaginado a una «Allie» y un «Gibreel» ideales de los que cada cual podía enamorarse; y no les imponía ahora Chamcha las ansias de su propio confuso y defraudado corazón?-, que Allie Cone, decía, hubiera de ser el inconsciente e inocente agente de la venganza de Chamcha se manifestó más claramente aún al que la tramaba, Saladin, cuando descubrió que Gibreel, con el que había salido a pasear una ecuatoriana tarde londinense, nada deseaba tanto como describir con embarazosos detalles el éxtasis carnal que le deparaba el lecho de Allie. ¿Qué clase de persona, se decía Saladin con desagrado, es la que disfruta exponiendo sus intimidades a los demás? Gibreel (con fruición) describía posturas, mordiscos amorosos y el vocabulario secreto del deseo mientras paseaban por Brickhall Fields entre colegialas y crios con patines y papás que lanzaban torpemente boomerangs y platillos volantes a niños desdeñosos, y sorteaban la carne horizontal de secretarias que se asaban lentamente; y Gibreel interrumpió sus transportes eróticos para comentar, agriamente, que «A veces, cuando miro a esta gente color de rosa, en vez de piel, compa, lo que veo es carne putrefacta; la huelo aquí -se golpeó las fosas nasales con énfasis, como si revelara un misterio-, en la nariz.» Y volvió a la entrepierna de Allie, a sus ojos empañados, al perfecto valle de la parte baja de su espalda, a sus grititos. Aquel hombre estaba en inminente peligro de estallar. La frenética energía, la exaltada minuciosidad de sus descripciones indujeron a Chamcha a pensar que había vuelto a reducir las dosis, que estaba encaramándose hacia la cresta de un delirio, aquella febril excitación que se parecía a una borrachera en una cosa (según Allie), en que Gibreel, cuando, inevitablemente, volvía a bajar a la tierra, no podía recordar nada de lo que había dicho o hecho. Las descripciones seguían y seguían: la extraordinaria longitud de sus pezones, su aversión a que se metieran con su ombligo, la sensibilidad de los dedos de los pies. Chamcha se dijo que, con locura o sin locura, lo que revelaba esta charla sobre el sexo (porque también recordaba lo que Allie le dijera en el Citroen) era la debilidad de aquella llamada «gran pasión» -término que ella había utilizado sólo medio en broma- porque, en definitiva, no tenía nada más de bueno; sencillamente, sus relaciones no tenían ningún otro aspecto que ponderar. No obstante, al mismo tiempo, empezaba a sentirse excitado. Se veía a sí mismo mirándola por la ventana, desnuda como una actriz en la pantalla, y unas manos de hombre la acariciaban de mil maneras llevándola hasta el éxtasis; llegó a pensar que él era aquellas manos, casi sentía su piel fresca, su estremecimiento, casi oía sus gritos. Se contuvo. Su deseo le asqueó. Ella era inalcanzable; esto era la perversión del mirón, y él no estaba dispuesto a sucumbir. Pero el deseo que habían despertado las revelaciones de Gibreel no se desvanecía.