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Alleluia Cone, al salir del Metro, camino de su casa, iba leyendo la carta que su madre le había enviado desde Stanford, Calif., y que rezumaba una felicidad delirante. «Si alguien te dice que la felicidad es inalcanzable -escribía Alicja con una caligrafía grande, retorcida, inclinada hacia atrás y zurda-, envíamelo y yo le explicaré. Yo la encontré dos veces, una con tu padre, como tú sabes, y otra con este hombre bueno y ancho que tiene la cara del color de las naranjas que aquí crecen por todas partes. Paz y sosiego, Allie. Es mucho mejor que la pasión. Pruébalo, te gustará.» Al levantar la mirada, Allie vio el fantasma de Maurice Wilson sentado en la copa de una gran haya con su habitual indumentaria de lana -boina escocesa, jersey de rombos y pantalón de golf-, demasiado abrigado para aquel calor. «Ahora no tengo tiempo para ti», le dijo ella, y él se encogió de hombros. Puedo esperar. Volvían a dolerle los pies. Ella apretó los dientes y siguió andando.

Saladin Chamcha, escondido bajo la misma haya desde la que el fantasma de Maurice Wilson seguía el doloroso caminar de Allie, vio a Gibreel Farishta salir violentamente del edificio de pisos en el que esperaba con impaciencia el regreso de Allie; vio que tenía los ojos enrojecidos y estaba furioso. Los demonios de los celos estaban posados en sus hombros y él gritaba la vieja canción, dóndediablos sepuedesaber nocreasquemeladas quétehascreído perraperraperra. Al parecer, a falta de Jumpy, Strindberg había surtido efecto.

El observador de la copa del árbol se esfumó; el otro, moviendo la cabeza con satisfacción, se alejó por una avenida sombreada por frondosos árboles.

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Las llamadas telefónicas que entonces empezaron a recibir, tanto Allie como Gibreel, primeramente en el piso de Londres y, después, en una remota dirección de Dumfries and Galloway, no eran muy frecuentes; pero tampoco puede decirse que fueran infrecuentes. No eran tantas voces como para no resultar plausibles; pero sí las suficientes. No eran llamadas breves, como las que hacen los del jadeo y otros parásitos de la red telefónica, pero, por otra parte, nunca duraban lo suficiente para que la policía, que estaba a la escucha, pudiera localizar la llamada. Tampoco duró mucho todo el desagradable episodio: un total de tres semanas y media, al cabo de las cuales los comunciantes abandonaron definitivamente; pero hay que señalar que duró exactamente el tiempo necesario, es decir, hasta que Gibreel Farishta hizo a Allie Cone lo mismo que anteriormente hiciera a Saladin; a saber: Lo Imperdonable. Hay que señalar que nadie, ni Allie, ni Gibreel, ni siquiera los escuchas profesionales que ellos introdujeron, sospecharon ni un momento que las llamadas fueran obra de un solo hombre; pero para Saladin Chamcha, en tiempos conocido (aunque sólo en los medios especializados) como el Hombre de las Mil Voces, esta simulación fue cosa fácil, sin esfuerzo y sin riesgo. En total, tuvo que seleccionar (de sus mil y una voces) no más de treinta y nueve.

Cuando contestaba Allie, oía voces de hombre que le murmuraban al oído secretos íntimos, voces de desconocidos que parecían conocer los más recónditos detalles de su cuerpo, seres sin rostro que demostraban conocer por experiencia sus preferencias entre la miríada de formas del amor; y, una vez empezaron los intentos de localizar las llamadas, se agravó la humillación, porque ahora Allie ya no podía colgar simplemente, sino que tenía que seguir escuchando, con la cara ardiendo y la espalda helada, procurando (sin conseguirlo) prolongar las llamadas.

También Gibreel recibía su ración de voces: soberbios aristócratas byronianos que se jactaban de haber «conquistado el Everest», guasones barriobajeros, voces empalagosas de «buen amigo» que mezclaban la advertencia y la irónica conmiseración, a buen entendedor, no se puede ser tan confiado es que aún no te has enterado, cualquier cosa con pantalones, pobre imbécil, te lo dice un amigo. Pero una voz se destacaba entre todas, la voz aterciopelada y vibrante de un poeta, una de las primeras que oyó Gibreel y la que le llegó más adentro; una voz que hablaba exclusivamente en verso, y recitaba unos refranes de aparente ingenuidad que contrastaban violentamente con la obscenidad de la mayoría de comunicantes, una voz que, para Gibreel, era la más insidiosa y amenazadora de todas.

Me gusta el pan, me gusta el vino, Me gusta todo lo que haces conmigo.
Díselo a ella, musitó la voz, antes de colgar. Otro día, otro verso:
Me gusta la manteca, me gusta la tostada, Pero más me gusta mi enamorada.

Dale el recado, haz el favor. Había algo diabólico, decidió Gibreel, algo profundamente inmoral en la idea de poner en la lascivia esta envoltura de copla inocente.

Manzanita roja, tarta de limón, Cómo te quiere mi corazón.

A… Yo… Yo… Gibreel, indignado y atemorizado, colgó violentamente el aparato y empezó a temblar. Después de aquello, el de los versos dejó de llamar durante un tiempo; pero ésta era la voz que más esperaba y temía Gibreel, quizá porque ya presentía que esta maldad infernal e infantil sería lo que le destruiría definitivamente.

* * *

¡Y qué fácil resultó! ¡Qué cómodamente se instaló la maldad en esas cuerdas vocales de ductilidad infinita, esos hilos de titiritero! ¡Con qué seguridad se aventuraba por el hilo telefónico, serena y ágil como un volatinero; con qué confianza entraba en presencia de la víctima, tan segura de su efecto como un hombre apuesto con un traje bien cortado! ¡Y con qué cuidado aguardaba su momento, enviando todas las voces menos la voz que daría el tiro de gracia -porque también Saladin había comprendido el especial poder de las coplas-: voces graves y voces chillonas, lentas y rápidas, tristes y alegres, agresivas y tímidas. Una a una goteaban en los oídos de Gibreel, debilitando su noción del mundo real, atrayéndolo poco a poco a su red de engaños, de manera que, poco a poco, sus obscenas mujeres imaginarias empezaron a envolver a la mujer real como una película viscosa y verde y, a pesar de las protestas de ella, él empezó a alejarse; y llegó el momento del regreso de los versos satánicos que le enloquecían.

Violetas azules, rosas rojas, Tú eres la más dulce de todas.

Pásalo. Había vuelto, tan inocente como siempre, a poner un torbellino de mariposas en el agarrotado estómago de Gibreel. A partir de entonces, los versos se hicieron más groseros y frecuentes. Algunos tenían malicia de patio de escuela:

Cuando pasa por el puente No mira a la gente, Cuando pasa por el callejón No lleva ropa interior

y otros, con ritmo de animación deportiva:

Calzas de fuego, que me muero, ¡Halarí! ¡Halará! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Ra! ¡Ra! ¡Ra!

Y, finalmente, cuando habían regresado a Londres, un día en que Allie salió para asistir a la ceremonia de inauguración de un supermercado de congelados en Hounslow, la última copla:

Azul es la violeta y amarilla la retama, Ya la tengo en la cama.
Adiós, capullo. Línea.
* * *

Cuando Alleluia Cone regresó a casa, Gibreel ya no estaba y, en el silencio del devastado apartamento, ella juró que esta vez habían terminado para siempre, que no volvería a darle asilo, por roto y arrepentido que volviera suplicando perdón y amor; porque, antes de marcharse, Gibreel se había vengado cruelmente destruyendo su colección de Himalayas, reunida a lo largo de los años, derritiendo el Everest de hielo que guardaba en el congelador, descolgando y rasgando la seda de paracaídas que tenía sobre la cama simulando montañas y triturando (había usado el hacha que ella guardaba con el extintor en el armario de las escobas) el precioso e insustituible recuerdo de su conquista del Chomolungma tallado por Pemba, el sherpa, advertencia y conmemoración. A Ali Bibi. Nosotros tener suerte. No probar otra vez.

Allie abrió las ventanas de guillotina y gritó a los inocentes Brickhall Fields. «¡Muérete despacio! ¡Al infierno!»

Luego, llorando, llamó por teléfono a Saladin Chamcha para darle la mala noticia.

* * *

Mr. John Maslama, propietario del club nocturno Cera Caliente, la marca discográfica del mismo nombre y de «El Buen Viento», la legendaria tienda en la que podías conseguir las mejores trompas -clarinetes, saxofones, trombones- que se soplaban en todo Londres, era hombre ocupado, por lo que siempre atribuiría a la intervención de la Divina Providencia la feliz casualidad que le hizo estar presente en la tienda de las trompetas cuando el Arcángel de Dios entró en ella con el trueno y el rayo ciñendo su noble frente como laureles. Mr. Maslama, comerciante práctico, hasta aquel momento había ocultado a sus empleados su trabajo extraordinario de heraldo principal del Ser Celestial y Semidivino, y sólo ponía carteles en los escaparates cuando estaba seguro de que nadie le observaba, omitiendo firmar los anuncios que insertaba en periódicos y revistas con considerable dispendio personal, para proclamar la Gloria inminente del Advenimiento del Señor. Redactaba comunicados de prensa a través de una empresa de relaciones públicas subsidiaria de la agencia Valance, solicitando que se protegiera escrupulosamente su anonimato. «Nuestro cliente está en disposición de afirmar -anunciaban crípticamente estos sueltos que, durante algún tiempo hicieron las delicias de los profesionales de Fleet Street, que nos encontraban hilarantes- que sus ojos han visto la Gloria antes mencionada. Gibreel está entre nosotros en este momento, en algún lugar del centro de Londres, probablemente en Camden, Brickhall, Tower Hamlets o Hackney, y pronto se manifestará, quizá dentro de unos días o unas semanas.» Todo esto lo ignoraban los tres dependientes altos y lánguidos de «El Buen Viento» (Maslama no quería dependientas: «Yo estoy convencido -decía- de que, en materia de cuerno, nadie se fía de una mujer»); por lo cual ninguno de ellos daba crédito a sus ojos cuando su jefe, siempre tan serio, experimentó bruscamente un completo cambio de personalidad y salió al encuentro de aquel desconocido de gesto feroz y mejillas sin afeitar como si fuera Dios Omnipotente. Con sus zapatos de charol de dos tonos, traje Armani y pelo planchado a lo Robert de Niro sobre pobladas cejas, Maslama no era de los que se arrastran, pero ahora se arrastraba como una condenada serpiente, haciendo a un lado al personal, yo atenderé al señor, con reverencias y andando para atrás, ¿habráse visto? De todos modos, el hombre llevaba debajo de la camisa un cinturón lleno de dinero del que empezó a sacar billetes de los grandes; señaló una trompeta que estaba en un estante alto, ésa, así, ni más ni menos, casi sin mirarla, y Mr. Maslama que, zas, se sube a la escalera. Yo la bajo, yo la bajo, y ahora viene lo mejor, y es que no quería cobrar, ¡Maslama! no, señor, le decía, no vale nada, señor, pero el tipo pagó de todos modos, le metió los billetes en el bolsillo del pecho como a un botones, si no lo veo, y luego el cliente va y se vuelve hacia la tienda y grita: Yo soy la mano derecha de Dios. Así, sin más, como si hubiera llegado el puñetero Día del Juicio. Y, después de esto, Maslama, que estaba histérico, hasta se puso de rodillas. Entonces, el tipo levantó la trompeta sobre su cabeza y gritó: ¡Yo impongo a esta trompeta el nombre de Azraeel, la Trompeta Final, el Exterminador de Hombres!, y nosotros allí, te lo juro, petrificados, porque ahora alrededor de la cabeza de aquel fulano, que estaba lo que se dice de atar, apareció una luz, ¿sabes?, que parecía salir de un punto situado detrás de la coronilla.»