Una aureola.
Ustedes dirán lo que quieran, repetían los tres dependientes a todo el que quería escucharles, ustedes dirán lo que quieran, pero nosotros vimos lo que vimos.
3
La muerte del doctor Uhuru Simba, anteriormente Sylvester Roberts, mientras estaba bajo custodia esperando juicio, fue descrita por el oficial de enlace de la prefectura de la comunidad de Brickhall, un tal inspector Stephen Kinch, como «un caso entre un millón». Al parecer, el doctor Simba sufría una pesadilla tan espantosa que le hizo gritar en sueños de modo penetrante, atrayendo la inmediata atención de los dos oficiales de guardia. Estos caballeros corrieron hacia la celda y llegaron a tiempo de ver la figura gigantesca del durmiente salir literalmente despedida del catre, bajo la maligna influencia del sueño, y caer al suelo. Ambos oficiales oyeron un fuerte chasquido; era el sonido que hizo el cuello del doctor Uhuru Simba al romperse. La muerte fue instantánea.
La diminuta madre del muerto, Antoinette Roberts, de pie en la parte trasera del camión de su hijo menor, con un vestido y sombrero negros, baratos, el velo de luto echado hacia atrás en señal de desafío, no tardó en recoger las palabras del inspector Kinch y arrojárselas a su cara ancha, fláccida e impotente, cuya expresión azorada revelaba la humillación de oírse llamar por sus compañeros de cuerpo el negrata o, peor aún, el champiñón, porque se le tenía siempre a oscuras y, de vez en cuando -por ejemplo, en las actuales lamentables circunstancias-, la gente le echaba toda la mierda encima. «Quiero que comprendáis -declamaba Mrs. Roberts a la considerable multitud que se había congregado airadamente a la puerta de la comisaría de High Street- que esta gente juega con nuestra vida. Se cruzan apuestas sobre nuestras posibilidades de supervivencia. Quiero que todos penséis en lo que esto significa en cuanto a respeto hacia nosotros como seres humanos.» Y Hanif Johnson, en su calidad de abogado de Uhuru Simba, agregó su propia explicación desde el camión de Walcott Roberts, señalando que la supuesta caída fatal de su cliente se había producido desde la litera de abajo de las dos que había en su celda; que, en una época de gran aglomeración en las prisiones del país, era, cuando menos, insólito que la otra litera estuviera libre, con lo cual se eliminaban los testigos de la muerte que no fueran guardianes; y que una pesadilla no era ni mucho menos la única explicación posible de los gritos de un negro en manos de las autoridades penitenciarias. En sus comentarios finales, que el inspector Kinch calificaría después de «inflamatorios y antiprofesionales», Hanif comparó las palabras del oficial de enlace a las del lamentable racista John Kingsley Read, que en cierta ocasión, a la noticia de la muerte de un negro, respondió con el slogan «Uno menos; quedan un millón». La multitud murmuraba y rebullía; era un día de calor y exaltación. «Mantened el fuego -gritó Walcott, el hermano de Simba, a los congregados-. Que nadie se enfríe. Mantened el furor.»
Puesto que Simba ya había sido juzgado y condenado en la que él mismo llamara «prensa arco iris: roja de rabia, amarilla de cobarde, azul de pena y verde de limo», a muchos blancos les pareció que con su muerte se había hecho justicia, que un monstruo asesino había tenido su merecido. Pero en otro tribunal, silencioso y negro, recibió un veredicto mucho más favorable, y estas diversas estimaciones del difunto en la reacción provocada por su muerte, salieron a las calles de la ciudad y fermentaron en el persistente calor tropical. La «prensa arco iris» pregonaba el apoyo de Simba a Qazhafi, Khomeini y Louis Farrakhan; entretanto, en las calles de Brickhall, hombres y mujeres jóvenes mantenían y soplaban la llama lenta de su cólera, una llama fantasma, pero capaz de tapar la luz.
Dos noches después, detrás de la fábrica de cerveza Charrington, de Tower Hamlets, el «Destripador de Abuelas» volvió a actuar. Y, a la noche siguiente, una anciana fue asesinada cerca de las atracciones de Victoria Park, en Hackney; una vez más, el Destripador había estampado en el crimen su «firma» espeluznante, colocando, como en un ritual, los órganos internos de la víctima alrededor del cadáver en una disposición que nunca se había hecho pública con detalle. Cuando el inspector Kinch, con aspecto un tanto ajado, apareció por televisión sustentando la extraordinaria teoría de que un «asesino imitador» había descubierto la marca de identificación, que se había mantenido oculta durante tanto tiempo, y recogido el testigo que el difunto doctor Uhuru Simba dejara caer, el comisario de Policía consideró prudente, como medida de precaución, cuadruplicar los efectivos en las calles de Brickhall y mantener acuartelados contingentes tan nutridos que resultó necesario suspender los partidos de fútbol en la capital aquel fin de semana. Porque, efectivamente, en el que fuera territorio de Uhuru Simba ardían los ánimos; Hanif Johnson manifestó que la incrementada presencia policial era «provocativa e incendiaria», y grupos de jóvenes negros y asiáticos empezaron a congregarse en el Shaandaar y en el Pagal Khana, decididos a hacer frente a los coches-patrulla. En el Cera Caliente, la efigie elegida para derretir no era otra que la figura sudorosa y ya delicuescente del inspector comisionado para las comunidades. Y la temperatura, inexorablemente, seguía subiendo.
Menudeaban los incidentes violentos: ataques a familias negras en propiedades municipales, acoso a los colegiales negros camino de sus casas, peleas en tabernas. En el Pagal Khana, un chico con cara de rata y tres compinches escupieron en la comida de muchos clientes; a consecuencia de los subsiguientes altercados, tres camareros bengalíes fueron acusados de agresión y daños personales; el cuarteto expectorante, sin embargo, no fue detenido. Por todas las comunidades circulaban relatos de brutalidad policial, de jóvenes negros que eran subidos a coches sin identificación pertenecientes a las brigadas especiales y luego eran arrojados, no menos discretamente, con cortes y magulladuras en todo el cuerpo. Se organizaron patrullas de autodefensa, formadas por sikhs, bengalíes y afrocaribeños -calificadas por sus oponentes políticos de grupos de vigilantes-, que, a pie y en viejos Ford Zodiacs y Cortinas, recorrían los barrios, decididos a no «soportar los atropellos mansamente». Hanif Johnson dijo a su compañera Mishal Sufyan que, en su opinión, un nuevo asesinato del Destripador encendería la mecha. «Ese criminal no sólo se ufana de estar libre sino que, además, se ríe de la muerte de Simba. Y eso es lo que revienta a la gente.»
Por estas calles alborotadas, una noche de un bochorno impropio de la estación, Gibreel Farishta iba tocando su trompeta dorada.
A las ocho de aquella noche, sábado, Pamela Chamcha estaba con Jumpy Joshi -que no había consentido en dejarla ir sola- al lado de la máquina fotográfica automática, en un rincón del vestíbulo de la estación de Euston, con la ridícula sensación de formar parte de una conspiración. A las ocho y cuarto se le acercó un joven delgado que le pareció más alto de lo que ella recordaba; Pamela y Joshi le siguieron sin decir palabra y subieron a su vieja camioneta azul, que los llevó a una minúscula vivienda situada encima de una tienda de bebidas de Railton Road, Brixton, en la que Walcott Roberts les presentó a Antoinette, su madre. Los tres hombres, a los que después Pamela llamaba mentalmente haitianos por razones puramente convencionales, y así lo reconocía ella, no fueron presentados. «Tome un vaso de vino de jengibre -ordenó Antoinette Roberts-. También al niño le hará bien.»
Cuando Walcott hubo hecho los honores, Mrs. Roberts, que parecía perdida en una voluminosa y raída butaca (sus piernas, sorprendentemente pálidas y delgadas como cerillas, que emergían por el borde de su vestido negro y se introducían en unos insolentes calcetines rosa y zapatos cómodos abrochados con cordones, no llegaban al suelo ni mucho menos), fue directamente al grano. «Estos caballeros eran colegas de mi hijo -dijo-. Parece ser que la razón por la que fue asesinado era el trabajo que realizaba en un asunto que, según me dicen, también le interesa a usted. Creemos que ha llegado el momento de trabajar más formalmente a través de los canales que usted representa.» Entonces uno de los tres silenciosos «haitianos» entregó a Pamela una cartera de plástico rojo. «Contiene numerosas pruebas de la existencia de cofradías de hechiceros en toda la Policía Metropolitana.»