Walcott se puso en pie. «Tenemos que marcharnos -dijo con firmeza-. Tengan la bondad.» Pamela y Jumpy se levantaron. Mrs. Roberts movió la cabeza vagamente, con la mirada ausente, haciendo crujir los nudillos de sus manos arrugadas. «Adiós», dijo Pamela, y fue a agregar unas palabras de condolencia. «No malgaste saliva, mujer -la atajó Mrs. Roberts-. Usted descubra a esos brujos. Y trínquelos.».
Walcott Roberts los dejó en Notting Hill a las diez. Jumpy tosía y se resentía otra vez de aquel dolor de cabeza que le aquejaba con frecuencia desde que fue atacado en Shepperton; pero cuando Pamela reconoció que la ponía nerviosa poseer el único ejemplar de los explosivos documentos que había en la cartera de plástico, Jumpy, una vez más, se empeñó en acompañarla a las oficinas del consejo de relaciones con las comunidades de Brickhall, donde ella pensaba sacar fotocopias que distribuiría a varios amigos y colaboradores de confianza. Por ello, a las diez y cuarto iban en el adorado MG de Pamela, cruzando la ciudad hacia el Este, rumbo a la tormenta que se fraguaba. Una vieja furgoneta Mercedes azul los seguía, como había seguido al camión de Walcott; es decir, sin ser observada.
Quince minutos antes, una patrulla de siete sikhs corpulentos, comprimidos en un Vauxhall Cavalier, circulaba por el puente del canal de Malaya Crescent, al sur de Brickhall. Al oír un grito en el muelle que discurría por debajo del puente acudieron corriendo y vieron a un hombre pálido de mediana estatura y complexión, flequillo rubio y ojos castaños, que se levantaba rápidamente con un escalpelo en la mano y se apartaba corriendo del cuerpo de una anciana cuya peluca azulada flotaba como una medusa en el canal. Los jóvenes sikhs salieron en persecución del que huía y lo alcanzaron y redujeron.
A las once de la noche, la noticia de la captura del asesino de ancianas había llegado a todos los rincones del barrio, acompañada de cantidad de rumores: la policía se había mostrado reacia a acusar al maníaco, el grupo de sikhs había sido detenido para ser interrogado, se estaba tramando ocultar los hechos. En las esquinas empezaron a formarse grupos, se vaciaban las tabernas y estallaban peleas. Hubo destrozos; se rompieron los cristales de tres coches, una tienda de televisores fue saqueada, se arrojaron varios ladrillos. Fue en aquel momento, a las once de la noche de un sábado, la hora en que los clubs nocturnos y los bailes empezaban a soltar a un público excitado y bastante intoxicado, cuando el superintendente de Policía, tras consultar con sus superiores, declaró que en la zona centro de Brickhall había disturbios y desató toda la fuerza de la Policía Metropolitana contra los «revoltosos». Fue también entonces cuando Saladin Chamcha, después de cenar en casa de Allie Cone, en Brickhall Fields, manteniendo las apariencias, doliéndose de su desgracia y murmurando falsas frases de ánimo, salió a la noche; vio un pelotón de hombres con casco, provistos de escudos de plástico, que se dirigían hacia él por el parque a un trote regular e inexorable; presenció la llegada de una plaga de helicópteros como langostas gigantes, de los que caía luz como una lluvia copiosa; vio el avance de cañones de agua y, obedeciendo a un irresistible reflejo primario, dio media vuelta y echó a correr, sin saber que había tomado la dirección equivocada, que corría a toda velocidad hacia el Shaandaar.
Las cámaras de televisión llegan en el momento justo de la redada del club Cera Caliente.
Esto es lo que ve una cámara de televisión: menos sensible que el ojo humano, su visión nocturna se limita a lo que le muestran los focos. Un helicóptero gravita sobre el club nocturno, orinando luz en largos chorros dorados; la cámara comprende esta imagen. La máquina del Estado se cierne sobre sus enemigos. Y ahora hay una cámara en el cielo; en algún lugar, un director de telediario ha autorizado el gasto de la toma aérea, y un equipo de reporteros está grabando desde otro helicóptero. No se hace ningún intento de ahuyentar a este helicóptero. El zumbido de las alas del rotor ahoga el ruido de la gente. El equipo de grabación en vídeo también es menos sensible que el oído humano.
«Corte.» Un hombre iluminado por un cañón de luz habla rápidamente a un micrófono. Detrás de él hay un amasijo de sombras. Pero entre el reportero y la tierra de las sombras revueltas hay una muralla: hombres con casco y escudo. El reportero habla con gravedad: cóctelesmolotov balasdeplástico policíasheridos cañóndeagua saqueos, limitándose, desde luego, estrictamente a los hechos. Pero la cámara ve lo que él no dice. Una cámara es algo que se rompe o se roba fácilmente; su fragilidad la hace prudente. Una cámara requiere ley, orden y cordón policial. Por su instinto de conservación, se mantiene detrás de la muralla de escudos, observando las tierras de las sombras desde lejos y, naturalmente, desde arriba: o sea, que la cámara toma partido.
«Corte.» Los cañones de luz iluminan una cara nueva, sofocada, de mejillas colgantes. Esta cara tiene nombre: sobre la guerrera aparecen letras, en subtítulo. Inspector Stephen Kinch. La cámara lo ve tal como es: un hombre bueno con un trabajo imposible. Un padre de familia, un hombre al que le gusta sentarse con los amigos a tomar una cerveza. Habla: no-pueden-tolerarse-zonas-prohibidas los-policías-necesitan-más-protección escudos-antidisturbios-se-incendian. Se refiere al crimen organizado, a los agitadores políticos, a las fábricas de bombas, a las drogas. «Comprendemos que algunos de esos chicos crean tener reivindicaciones justas, pero nosotros no podemos ni queremos ser cabeza de turco de la sociedad.» Animado por las luces y el paciente silencio del objetivo de la cámara, sigue hablando. Estos chicos no saben la suerte que tienen, apunta. Que pregunten a sus parientes y amigos. África, Asia, el Caribe: ahí sí que hay problemas de verdad. Ahí sí que la gente tiene reivindicaciones justas y respetables. Aquí las cosas no están tan mal ni con mucho; aquí no hay matanzas, ni torturas, ni golpes militares. La gente debería valorar lo que tiene antes de exponerse a perderlo.
Éste siempre fue un país pacífico, dice Industriosa raza insular. Detrás de él, la cámara ve camillas, ambulancias, dolor. Ve extrañas formas humanoides que son extraídas de las entrañas del club Cera Caliente, y reconoce efigies de poderosos. El inspector Kinch da la explicación. Ahí abajo los meten en un horno, ellos lo llaman diversión, yo no lo llamaría así. La cámara observa las figuras de cera con repugnancia. ¿No hay en ello un algo de brujería, de canibalismo, de cosa tenebrosa? ¿Se practicaba aquí la magia negral La cámara ve ventanas rotas. Ve arder algo a media distancia: un coche, una tienda. No puede comprender, ni demostrar, lo que se consigue con esto. Esta gente está incendiando sus propias calles. «Corte.» Una tienda de vídeo y televisión muy iluminada. En el escaparate hay siete televisores; la cámara, en su narcisismo delirante, mira la televisión, multiplicando hasta el infinito, durante un instante, las imágenes, que van disminuyendo de tamaño hasta reducirse a un punto. «Corte.» Aquí hay una cara seria, bien iluminada: entrevista en el estudio. La cara habla de delincuentes. Billy el Niño, Ned Kelly: eran hombres que tenían facetas positivas. Los asesinos modernos carecen de esta dimensión heroica, no son más que unos enfermos, unos tarados desprovistos de personalidad, sus crímenes se distinguen por la atención al procedimiento, por la metodología -digamos, el ritual-, y están motivados, quizá, por el afán de notoriedad del insignificante, el deseo de salir del anonimato y convertirse, durante un momento, en estrella. O por una especie de transposición del deseo de muerte: destruirse a sí mismo dando muerte al ser amado. ¿ Y cuál de estos tipos es el Destripador de Abuelas?, le preguntan. ¿Y cuál era Jack? El verdadero criminal, insiste la cara, es la imagen del héroe en negativo. ¿Y estos revoltosos?, le desafían. ¿No estará usted arriesgándose a idealizar, a «legitimizar»? La cara se mueve negativamente y lamenta el materialismo de la juventud moderna. La cara no hablaba del saqueo de las tiendas de aparatos de televisión. ¿Y los viejos criminales, entonces? Butch Cassidy, los hermanos James, el Capitán Moonlight, la banda de los Kelly. Todos robaban, ¿no? Bancos. «Corte.» Más adelante, la cámara volverá al escaparate. Los televisores ya no estarán.
Desde el aire, la cámara observa la entrada del club Cera Caliente. Ahora la policía ha terminado con las figuras de cera y está sacando a personas de carne y hueso. La cámara se aproxima a los arrestados: un albino alto; un hombre con traje de Armani que parece el negativo de De Niro; una muchacha de… -¿cuántos años?, ¿catorce, quince?-, un chico hosco de unos veinte. No se dan nombres; la cámara no conoce estas caras. Poco a poco, no obstante, salen a la luz los hechos. El disc-jockey del club, Sewsunker Ram, alias «Pinkwalla», y el propietario, Mr. John Maslama, serán acusados de narcotráfico en gran escala -crack, azúcar moreno, hachís y cocaína-. El hombre arrestado con ellos, dependiente de la tienda de música «El Buen Viento», propiedad de Maslama, próxima al lugar de los hechos, es dueño de una furgoneta en la que se ha descubierto una cantidad no especificada de «droga dura», así como cintas de vídeo porno. La jovencita se llama Anahita Sufyan, es menor de edad y, al parecer, había bebido copiosamente y, según se insinúa, copulaba con uno por lo menos de los tres arrestados. Tiene antecedentes de absentismo escolar y de asociación con conocidos criminales; evidentemente, se trata de una delincuente. Un periodista iluminado ofrecerá estos bocaditos muchas horas después de los hechos, pero la noticia ya corre por las calles: ¡Pinkwalla!, y el Cera: han destrozado el local, arrasado. Es la guerra.