Pero aquí no hay bella que duerma en su interior. Aquí está Gibreel Farishta, que camina por un mundo de fuego. En la High Street, ve casas construidas de llamas, con paredes de fuego, y cortinas de llamas colgando de sus ventanas. Y hay hombres y mujeres de cara encendida que pasean, corren y dan vueltas alrededor de él, vestidos con trajes de fuego. La calle está al rojo vivo, se licua, es un río color de sangre. Todo, todo está ardiendo mientras él sopla su alegre trompeta, dando a la gente lo que quiere: el pelo y los dientes de la ciudadanía están humeantes y rojos, el cristal arde y los pájaros pasan volando con alas llameantes.
El adversario está muy cerca. El adversario es un imán, es el ojo de un tornado, el centro irresistible de un agujero negro; su fuerza de gravedad crea un horizonte de evento del que ni Gibreel ni la luz pueden escapar. Por aquí, dice el adversario. Estoy aquí.
No es un palacio, sino sólo un café. Y, en las habitaciones de encima, una pensión para dormir y desayuno. No una princesa dormida, sino una mujer amargada, asfixiada por el humo, yace inconsciente, y a su lado, junto a la cama, en el suelo, también inconsciente, su marido, Sufyan, que ha estado en La Meca y fue maestro de escuela. Mientras, en otros puntos del incendiado Shaandaar, gentes sin rostro están en las ventanas, agitando los brazos para pedir auxilio, ya que no pueden gritar (no tienen boca).
El adversario: ¡por ahí resopla!
Silueteado sobre las llamas del Shaandaar Café, ahí está el hombre.
Azraeel salta espontáneamente a la mano de Farishta.
Hasta un arcángel puede tener una revelación, y cuando, durante un fugacísimo instante, Gibreel mira a los ojos a Saladin Chamcha, entonces, en aquel momento breve e infinito, el velo se rasga ante sus ojos: se ve a sí mismo caminando con Chamcha por Brickhall Fields, revelando, en su exaltación, los más íntimos secretos de sus noches con Alleluia Cone, los mismos secretos que, después, cuchichearían por teléfono multitud de voces aviesas bajo las que Gibreel descubre ahora el talento único del adversario, grave y agudo, insultante y lisonjero, impertinente y reservado, prosaico, ¡sí!, y poético. Y ahora, por fin, Gibreel Farishta advierte por vez. primera que el adversario no simplemente ha adoptado las facciones de Chamcha como un disfraz; no se trata de un caso de posesión paranormal, de robo de un cuerpo por un invasor infernal; en suma, que la maldad no es ajena a Saladin, sino que brota de algún rincón de su propia y verdadera naturaleza, que ha estado extendiéndose por su cuerpo como un cáncer, borrando lo que tenía de bueno, asfixiando su espíritu, y haciendo estas cosas con fintas y regates, simulando retroceder a veces; mientras en realidad, bajo la ilusión de la remisión, escudándose en ella, por así decir, seguía extendiéndose perniciosamente; y ahora, sin duda, lo ha llenado; ahora no queda de Saladin nada más que esto: el tenebroso fuego de la maldad en su alma, que le consume tan totalmente como el otro fuego, multicolor e imparable, devora la ciudad tumultuosa. Verdaderamente, éstas son «llamas horrendas, perversas, repugnantes, no las buenas llamas de un fuego corriente».
El fuego es un arco que cruza el cielo. Saladin Chamcha, que también es el compa, mi viejo Chumch, ha desaparecido por la puerta del Shaandaar Café. Éste es el núcleo del agujero negro; el horizonte se cierra en torno a él, todas las demás posibilidades se desvanecen, el universo se reduce a este punto solitario e irresistible. Con un fuerte trompetazo, Gibreel se precipita por la puerta abierta.
El edificio que ocupaba el Consejo para las Relaciones con las Comunidades en Brickhall era un monstruo de ladrillo púrpura de una sola planta, con ventanas a prueba de balas, una especie de búnker, engendro de los años sesenta, época en la que estas líneas se consideraban elegantes. No era fácil entrar en este edificio; la puerta estaba provista de teléfono y se abría a un estrecho corredor que recorría todo un costado del edificio y acababa en otra puerta, también con cerradura de seguridad. Había, además, alarma antirrobo.
La alarma, según se supo después, había sido desconectada, probablemente, por las dos personas, un hombre y una mujer, que habían entrado utilizando una llave. Oficialmente se insinuó que estas dos personas iban a realizar un acto de sabotaje, una operación «desde dentro», ya que una de ellas, la mujer muerta, trabajaba para la organización que tenía aquí su sede. Los móviles del crimen eran oscuros y, puesto que los malhechores habían muerto en el incendio, era difícil que llegaran a saberse. Un «fin en sí mismo» era, no obstante, la explicación más probable.
Un caso trágico; la mujer estaba en avanzado estado de gestación.
El inspector Stephen Kinch, al hacer estas declaraciones, hizo una «asociación» entre el incendio del CRC de Brickhall y el del Shaandaar Café, donde la otra víctima, el hombre, se hospedaba con carácter semipermanente. Era posible que el hombre fuera el verdadero incendiario y la mujer, que era su amante, aunque todavía casada y cohabitando con otro hombre, fuera engañada. No se descartaban los móviles políticos, ya que ambos eran conocidos por sus opiniones radicales, si bien eran tan turbias las aguas de los grupúsculos de extrema izquierda que frecuentaban, que sería difícil sacar una idea clara de cuáles pudieran ser tales móviles. También era posible que los dos crímenes, aunque cometidos por el mismo hombre, tuvieran diferente motivación. Probablememte, el hombre era el ejecutor contratado que incendió el Shaandaar para cobrar el seguro, a instancias de los difuntos propietarios y pegando fuego al CRC a instancias de su amante, quizá por alguna venganza de orden interno.
Que el incendio del CRC había sido provocado era evidente. Se había vertido gasolina sobre las mesas, papeles y cortinas. «Muchas personas no tienen idea de la rapidez con que se propaga un incendio con gasolina -dijo el inspector Kinch a los periodistas que tomaban nota. Los cuerpos, que estaban tan calcinados que fue preciso recurrir a las radiografías dentales para su identificación, se hallaban en el cuarto de la fotocopiadora-. Es todo lo que tenemos.» Fin.
Yo tengo algo más.
En cualquier caso, tengo preguntas. Por ejemplo, sobre una furgoneta Mercedes azul sin identificación que siguió al camión de Walcott Roberts y, después, al MG de Pamela Chamcha. Sobre los hombres que bajaron de esta furgoneta con la cara cubierta por caretas de calavera e irrumpieron en las oficinas de la CRC en el momento en que Pamela abría la puerta exterior. Sobre lo que ocurrió realmente dentro de las oficinas, porque el ladrillo púrpura y el cristal a prueba de balas no pueden ser atravesados fácilmente por el ojo humano. Y, finalmente, sobre el paradero de una carpeta de plástico rojo y los documentos que contenía.
¿Inspector Kinch? ¿Está usted ahí?
No. Se marchó. No tiene respuestas para mí.
Aquí está Mr. Saladin Chamcha, con su abrigo de piel de camello con cuello de seda, corriendo por la High Street como un pequeño maleante. El mismo terrible Mr. Chamcha que acaba de pasar la velada en compañía de una desesperada Alleluia Cone, sin un ápice de remordimiento. «Yo bajo la mirada a sus pies -dijo Otelo refiriéndose a Yago-, pero eso es una fábula.» Tampoco Chamcha es ya fabuloso; su humanidad es explicación suficiente de su acto. Él ha destruido aquello que no es ni puede ser; se ha vengado, pagando traición con traición; y lo ha hecho explotando la debilidad de su enemigo, lastimando su talón desprotegido. Hay en esto cierta satisfacción. No obstante, aquí tenemos a Mr. Chamcha corriendo. El mundo está lleno de cólera y de acción. Las cosas están en el fiel. Un edificio arde.
Pumba, hace el corazón. Pumba, pumba, patoom.
Ahora ve el Shaandaar ardiendo; y se para patinando un poco. Tiene una opresión en el pecho -¡patoomba!- y le duele el brazo izquierdo. No se da cuenta; está mirando el edificio en llamas.
Y ve a Gibreel Farishta.
Y da media vuelta; y entra corriendo.
«¡Mishal! ¡Sufyan! ¡Hind!», grita el malvado Mr. Chamcha. La planta baja no arde todavía. Abre la puerta de la escalera y un aire candente y fétido le hace retroceder. El aliento del dragón, piensa. El rellano está ardiendo; las láminas de fuego llegan hasta el techo. Imposible avanzar.
«¿Hay alguien? -grita Saladin Chamcha-. ¿Hay alguien ahí?» Pero el dragón ruge más de lo que él puede gritar.
Algo invisible le da un puntapié en el pecho y le tira de espaldas, al suelo del café, entre las mesas vacías. Boom, retumba el corazón. Toma esto. Y esto.
Encima de su cabeza suena un ruido como una carrera de un billón de ratas, roedores espectrales tras de un flautista fantasmal. Levanta la mirada. El techo está ardiendo. Entonces se da cuenta de que no puede levantarse. Ve que una parte del techo se desprende y ve el trozo de viga que cae hacia él. Cruza los brazos en débil autodefensa.
La viga lo aprisiona contra el suelo rompiéndole los dos brazos. El pecho es un dolor. El mundo se aleja. Le cuesta respirar. No puede hablar. Es el Hombre de las Mil Voces y no le queda ni una sola.
Gibreel Farishta, con Azraeel en la mano, entra en el Shaandaar Café.