¿Qué pasa cuando ganas?
Cuando tus enemigos están a tu merced, ¿qué harás entonces? El pacto es la tentación de los débiles; ésta es la prueba de los fuertes. «Compa -Gibreel mira al caído moviendo la cabeza-. Bien me engañaste, míster; en serio, eres un tipo de cuidado.» Y Chamcha, al ver lo que hay en los ojos de Gibreel, no puede negar el conocimiento que observa en ellos. «¿Qu…?» empieza, pero desiste. ¿Qué piensas hacer ahora? Empieza a caer fuego alrededor de ellos: una lluvia dorada que sisea. «¿Qué harías tú? -pregunta Gibreel, y luego descarta la pregunta con un ademán-. Una pregunta idiota. También podrías preguntar ¿qué te hizo entrar aquí? Es una idiotez. La gente, ¿eh, compa? Unos chalados, eso.»
Hay charcos de fuego alrededor de ellos. Muy pronto estarán rodeados, encallados en una isla provisional entre este mar mortífero. Chamcha siente otra coz en el pecho y se convulsiona violentamente. Amenazado por tres muertes -el fuego, «causas naturales» y Gibreel-, hace desesperados esfuerzos para hablar, pero sólo puede gruñir. «Pr.Na.Mm.» Perdóname. «Tn. Pda.» Ten piedad. Las mesas están ardiendo. Caen más vigas. Gibreel parece haber caído en trance. Vagamente, repite: «Malditas estupideces.»
¿Es posible que la maldad nunca sea total, que su triunfo, por arrollador que parezca, nunca sea absoluto?
Consideremos el caso del caído. Este hombre se propuso fríamente hacer perder la razón a un semejante; y, para conseguirlo, explotó a una mujer intachable, impulsado, por lo menos en parte, por un deseo imposible de mirón degenerado. Sin embargo, este mismo hombre, sin vacilar apenas, se ha jugado la vida en una temeraria tentativa de salvamento.
¿Qué significa esto?
El fuego ha cerrado el cerco en torno a los dos hombres, y todo está lleno de humo. En cuestión de segundos habrán perdido el conocimiento. Hay preguntas más urgentes que las que hacen referencia a las estupideces.
¿Qué elección hará Farishta?
¿Tiene elección?
Gibreel deja caer la trompeta: se inclina; libera a Saladin de la viga que lo aprisionaba, y lo levanta en brazos. Chamcha, con varias costillas rotas, además de los brazos, gime débilmente, emitiendo el mismo sonido que el creacionista Dumsday antes de que le arreglaran la lengua con la mejor tajada del cuarto trasero. «Yi. Ta.» Ya es tarde. Una lengua de fuego le lame el dobladillo del abrigo. Un humo negro y acre llena todo el espacio, penetrando hasta detrás de sus ojos, dejándole los oídos sordos, taponándole la nariz y los pulmones. Pero ahora Gibreel Farishta empieza a soplar suavemente: es una exhalación continua de extraordinaria duración, y su aliento, dirigido hacia la puerta, corta el fuego y el humo como un cuchillo; y Saladin Chamcha, que jadea y desfallece, con una mula dentro del pecho, cree ver -pero después nunca podrá estar seguro de que lo vio realmente-, cree ver cómo el fuego se retira delante de ellos como el mar rojo en el que se ha convertido, y el humo se retira también, como una cortina o como un velo; hasta que ante ellos se abre un camino despejado hasta la puerta; y entonces Gibreel Farishta empieza a andar rápidamente, portando a Saladin por el camino del perdón hacia el aire cálido de la noche; de manera que, en una noche en la que la ciudad está en guerra, una noche cargada de hostilidad y de rabia, se produce esta pequeña victoria redentora del amor.
Conclusiones.
Cuando ellos salen, Mishal Sufyan está delante del Shaandaar llorando por sus padres, consolada por Hanif. Ahora el que se desmaya es Gibreel; y, con Saladin todavía en brazos, pierde el conocimiento y cae a los pies de Mishal.
Ahora Mishal y Hanif están en una ambulancia con los dos hombres desmayados. A Chamcha le han puesto una mascarilla de oxígeno. Gibreel, que no tiene nada más que agotamiento, habla dormido: es una cháchara delirante acerca de una trompeta mágica y del fuego que él extraía como si fuese música. Y Mishal, que recuerda a Chamcha de demonio y ahora acepta la posibilidad de muchas cosas, pregunta: «¿Tú crees…?» Pero Hanif es tajante, categórico. «Ni hablar. Es Gibreel Farishta, el actor. ¿Es que no lo has reconocido? El pobre estará soñando con alguna escena de película.” Mishal insiste. «Pero, Hanif…», y él responde, recalcando las sílabas con énfasis, pero cariñosamente, porque, al fin y al cabo, ella acaba de quedar huérfana: «Lo que esta noche ha ocurrido en Brickhall es un fenómeno sociopolítico. No debemos dejarnos arrastrar por un misticismo trasnochado. Estamos hablando de Historia: un hecho de la Historia de Inglaterra. Del proceso de cambio.»
De repente, la voz de Gibreel cambia, y el tema también. Habla de peregrinos, y de un niño muerto, y dice: igual que en Los Diez Mandamientos, y de una mansión que se desmorona, y de un árbol; porque ahora, después del fuego purificador, tiene el último de sus sueños seriados; y Hanif dice: «Escucha eso, Mishu, cariño. Todo es fantasía, nada más.» La rodea con el brazo y le da un beso en la mejilla, sujetándola con fuerza. Quédate a mi lado. El mundo es real. Tenemos que vivir en él; tenemos que vivir aquí, tenemos que vivir.
Y entonces Gibreel Farishta, dormido todavía, grita con todas sus fuerzas:
«¡Mishal! ¡Vuelve! ¡No ocurre nada! Mishal, por Dios; da media vuelta, vuelve, vuelve.»
VIII LA RETIRADA DEL MAR DE ARABIA
Srinivas, el comerciante en juguetes, de vez en cuando amenazaba a su esposa e hijos diciendo que un día, cuando se cansara del mundo material, lo abandonaría todo, incluido su nombre, y se haría sanyasi y que iría de pueblo en pueblo pidiendo limosna con una escudilla y un cayado. La señora Srinivas no se impresionaba por estas amenazas, porque sabía que su orondo y jovial marido gustaba de ser considerado un hombre devoto y también un poquito aventurero (¿no se había empeñado en hacer aquel absurdo y espeluznante vuelo por el Gran Cañón cuando estuvieron en Amrika años atrás?), y la idea de convertirse en un santón mendicante satisfacía ambas aspiraciones. Y cuando ella veía el vasto trasero de su esposo bien encajado en un sillón en el porche delantero, contemplando el mundo a través de una robusta tela metálica; o cuando le veía jugar con Minoo, la menor de sus hijas, que tenía cinco años; o cuando observaba que su apetito, lejos de disminuir a proporciones de escudilla, aumentaba apaciblemente a medida que pasaban los años, la señora Srinivas fruncía los labios, adoptaba el aire despreocupado de una belleza cinematográfica (aunque poseía unas carnes tan abundantes y temblonas como las de su marido) y entraba en casa silbando. Por ello, cuando encontró el sillón vacío y el vaso de zumo de lima sin terminar en uno de sus brazos, se quedó atónita. A decir verdad, ni el propio Srinivas llegó a explicarse qué le hizo abandonar su cómodo porche aquella mañana y acercarse a ver la llegada de los vecinos de Titlipur. Los chiquillos de la calle, que lo sabían todo una hora antes de que ocurriera, anunciaban la llegada de una extraña procesión que venía con bultos y carretas por el camino de las patatas en dirección a la carretera principal, conducida por una muchacha de pelo plateado y con grandes nubes de mariposas volando sobre sus cabezas, y seguida de Mirza Saeed Akhtar en un «combi» Mercedes-Benz verde aceituna, con una cara como si se le hubiera atragantado un hueso de mango.
Chatnapatna, a pesar de sus silos de patatas y sus famosas fábricas de juguetes, no era tan grande como para que la llegada de ciento cincuenta personas pudiera pasar inadvertida. Poco antes de que llegara la procesión, Srinivas había recibido a una delegación de trabajadores que pedían permiso para detener la fabricación durante un par de horas, a fin de ir a ver el acontecimiento. Él, pensando que de todos modos se marcharían, accedió. Pero personalmente permaneció algún tiempo tercamente plantado en su porche, tratando de fingir que las mariposas de la excitación no habían empezado a revolotear en su amplio abdomen. Después, confesaría a Mishal Akhtar: «Fue un presentimiento. ¿Qué puedo decir? Yo sabía que todos vosotros no veníais sólo a merendar. Ella venía a buscarme.»
Titlipur llegó a Chatnapatna entre una algarabía de llantos y gritos de niños, quejidos de ancianos y chistes amargos de Osman, el del toro bum-bum, por el que Srinivas no sentía la menor simpatía. Luego, los chiquillos de la calle informaron al rey de los juguetes que entre los viajeros estaban la esposa y la suegra de Mirza Saeed, zamindar de Titlipur, y que venían andando, como los campesinos, vestida con pijama de algodón, sin alhajas. Fue entonces cuando Srinivas, caminando pesadamente, se acercó al parador del camino en torno al que se apiñaban los peregrinos de Titlipur, entre los que se repartía parathas y bhurta de patata. Srinivas llegó al mismo tiempo que el jeep de la policía de Chatnapatna. El inspector estaba de pie sobre el asiento al lado del conductor y gritaba por un megáfono que pensaba tomar medidas severas contra esta marcha «comunal» si no se dispersaba inmediatamente. Cuestión de hindúes y musulmanes, pensó Srinivas; malo, malo.
La policía trataba la peregrinación como una especie de demostración sectaria, pero cuando Mirza Saeed Akhtar se adelantó y expuso el caso al inspector, éste se sintió desconcertado. A Sri Srinivas, un brahmán, evidentemente, no se le habría pasado por la imaginación hacer una peregrinación a La Meca, pero quedó impresionado. Se abrió paso entre la multitud para oír lo que decía el zamindar: «Y es propósito de esta buena gente llegar hasta el mar de Arabia, convencidos de que las aguas se retirarán para que ellos puedan cruzar.» La voz de Mirza Saeed era débil y el inspector, jefe del puesto de Chatnapatna, no quedó convencido. «¿Lo cree realmente, ji?» Mirza Saeed dijo: «Yo no. Pero ellos lo creen ciegamente. Yo trataré de disuadirles antes de que ocurra algo grave.» El jefe de Policía, todo correajes, bigotes y autosuficiencia, movió la cabeza. «Pero ¿cómo quiere que yo permita que se congreguen en la calle tantos individuos? Pueden inflamarse los ánimos y producirse incidentes.» En aquel momento, la muchedumbre se retiró hacia los lados y Srinivas vio por primera vez la figura fantástica de la muchacha vestida enteramente de mariposas con una melena como la nieve que le llegaba hasta los tobillos. «Arré deo -exclamó-. ¿Eres tú, Ayesha? -Y agregó, estúpidamente-: ¿Dónde están mis muñecos de Planificación Familiar?»