Sus palabras cayeron en el vacío; todos miraban a Ayesha, que se acercaba al arrogante jefe de Policía. Ella no dijo nada, sólo sonrió moviendo afirmativamente la cabeza, y él pareció quedarse con veinte años menos y, con el acento de un niño de diez u once años, dijo: «Está bien, está bien, mausi. Perdona, ma. No quise ofender. Discúlpame, te lo ruego.» Y aquí terminaron los problemas con la policía. Después, por la tarde, a la hora de más calor, un grupo de jóvenes hindúes de la ciudad empezaron a arrojar piedras desde los tejados de edificios próximos, y el jefe de Policía los mandó al calabozo antes de dos minutos.
«Ayesha, hija -dijo Srinivas, hablando al vacío-, ¿qué demonios te ha pasado?»
Durante las horas de calor, los peregrinos descansaban aprovechando las sombras que buenamente encontraban. Srinivas deambulaba entre ellos como en sueños, profundamente conmovido, seguro de que, inexplicamente, su vida había llegado a una encrucijada. Constantemente buscaba con la mirada la figura transformada de Ayesha, la vidente, que descansaba a la sombra de un pipal en compañía de Mishal Akhtar, de su madre, Mrs. Qureishi y del enamorado Osman con su toro. Al fin, Srinivas se tropezó con el zamindar Mirza Saeed, que estaba tendido en el asiento trasero de su Mercedes-Benz, despierto y atormentado. Srinivas se dirigió a él hablándole con humilde perplejidad. «Sethji, ¿tú no crees en la muchacha?»
«Srinivas -respondió Mira Saeed incorporándose-, nosotros somos hombres modernos. Nosotros sabemos, por ejemplo, que los viejos se mueren en los viajes largos, que Dios no cura el cáncer y que los mares no se abren. Nosotros tenemos que poner fin a esta estupidez. Ven conmigo, en el coche hay sitio de sobra. Quizá puedas ayudarme a disuadir a esta gente; Ayesha te está agradecida, quizás a ti te escuche.»
«¿Ir en el coche? -Srinivas se sentía indefenso, como si unas fuertes manos le agarraran de las extremidades-. Pero yo tengo mi negocio.»
«Para muchos de los nuestros, ésta es una misión suicida -insistió Mirza Saeed-. Necesito ayuda. Naturalmente, podría pagarte.»
«El dinero no importa. -Srinivas retrocedió, ofendido-. Perdona, Sethji, pero tengo que pensarlo.»
«¿Pero no te das cuenta? -gritó Mirza Saeed mientras Srinivas se alejaba-. Tú y yo no somos gente corriente. ¡El bhai-bhai hindú-musulman! Nosotros podemos abrir un frente secular contra esta farsa.»
Srinivas volvió. «Es que yo soy creyente -protestó-. Tengo en la pared el cuadro de la diosa Lakshmi.»
«La riqueza es una diosa excelente para un comerciante», dijo Mirza Saeed.
«Y también la tengo en el corazón», agregó Srinivas. Mirza Saeed se impacientó. «Las diosas, por mi vida. Hasta vuestros filósofos reconocen que no son más que conceptos abstractos. Encarnaciones del shakti que, en sí, es una idea abstracta: la fuerza dinámica de los dioses.»
El comerciante en juguetes miraba a Ayesha dormida bajo su colcha de mariposas. «Yo no soy filósofo, Sethji», dijo. Ni dijo que que el corazón le había dado un vuelco al darse cuenta de que la muchacha dormida y la diosa del calendario de la pared de su fábrica tenían idéntica cara.
Cuando la peregrinación salió de la ciudad, Srinivas se fue con ella, haciendo oídos sordos a las súplicas de su esposa que, con el pelo revuelto, blandía a la pequeña Minoo en la cara de su marido. Srinivas dijo a Ayesha que, si bien él no deseaba ir a La Meca, sentía el deseo de acompañarla un trecho, quizás hasta la orilla del mar.
Cuando Srinivas se unió a los vecinos de Titlipur y acomodó el paso al del hombre que iba a su lado, observó, perplejo e intimidado, la inmensa nube de mariposas que, como una sombrilla gigantesca, protegía del sol a los peregrinos. Era como si las mariposas de Titlipur hubieran asumido las funciones del gran árbol. Después profirió un grito de temor, asombro y placer, porque unas cuantas docenas de aquellas criaturas con alas de camaleón se habían posado en sus hombros y, al instante, habían adquirido el exacto tono escarlata de su camisa. Entonces reconoció al hombre que iba a su lado: era el sarpanch Muhammad Din, que había preferido no caminar en cabeza. Él y Khadija, su esposa, caminaban con alegría, a pesar de su avanzada edad, y cuando Muhammad Din vio la bendición lepidóptera que se posaba sobre el comerciante de juguetes, le tomó de la mano.
Era evidente que las lluvias no llegarían. Hileras de reses flacas emigraban por los campos, en busca de agua. El amor es agua, habían escrito con cal en la pared de ladrillo de una fábrica de motocicletas. Por el camino se encontraron con otras familias que se dirigían al Sur con la vida en un hato cargado sobre el lomo de un asno moribundo, y también ellas iban en busca del agua. «Pero no maldita agua salada -gritó Mirza Saeed a los peregrinos de Titlipur-. ¡Ellos no buscan un mar que se divida en dos! Ellos quieren vivir, y vosotros, locos, queréis morir.» Los buitres se agrupaban junto a la carretera para ver desfilar a los peregrinos.
Mirza Saeed pasó las primeras semanas de la peregrinación al mar de Arabia en un estado de permanente agitación histérica. Se viajaba por la mañana y al atardecer, y entonces Saeed saltaba de su coche para suplicar a su esposa moribunda. «Sé sensata, Mishu. Eres una enferma. Por lo menos, échate en el coche, deja que te friccione los pies.» Pero ella se negaba, y su madre le ahuyentaba. «Mira, Saeed, con tu actitud negativa deprimes a cualquiera. Vete a beber tu batido de coke en tu vehículo refrigerado y déjanos en paz a los yatris.» Después de la primera semana, el vehículo refrigerado se quedó sin chófer. El mecánico de Mirza Saeed presentó la dimisión y se unió a los caminantes, por lo que el zamindar se vio obligado a sentarse al volante. Después de aquello, cada vez que le acometía la ansiedad, tenía que parar el coche, aparcar y correr alocadamente adelante y atrás entre los peregrinos, amenazando, suplicando y ofreciendo sobornos. Por lo menos una vez al día maldecía a Ayesha en su propia cara por haber destrozado su vida, pero nunca podía seguir apostrofándola mucho rato, porque cada vez que la miraba la deseaba tanto que se sentía avergonzado. El cáncer había empezado a volver gris la piel de Mishal, y también Mrs. Qureishi empezaba a estropearse; sus aires mundanos se habían desintegrado y tenía grandes ampollas en los pies. Pero rechazaba rotundamente los ofrecimientos de Saeed de llevarla en el coche. El hechizo que Ayesha había lanzado sobre los peregrinos conservaba toda su fuerza. Y al final de aquellas incursiones al centro de la peregrinación, Mirza Saeed, sudoroso y mareado por el calor y la creciente desesperación, advertía que los caminantes habían dejado atrás el coche, y él tenía que trotar hasta él solo y contrariado. Un día, al volver al coche, vio que la cáscara de un coco arrojada desde un autobús le había roto el parabrisas dejándolo como una telaraña cuajada de moscas plateadas. Tuvo que sacar a golpes los fragmentos del parabrisas, que parecían reírse de él al caer en la carretera y en el interior del coche, como si le hablaran de la fugacidad y futilidad de las posesiones materiales; pero el hombre secular vive en el mundo material, y Mirza Saeed no estaba dispuesto a romperse tan fácilmente como un parabrisas. Por la noche se acostaba en una esterilla al lado de su esposa, bajo las estrellas, al borde de la carretera. Cuando le refirió lo de la rotura del coche, ella le ofreció flaco consuelo. «Es una señal -le dijo-. Abandona el coche y únete a nosotros.»
«¿Abandonar un Mercedes-Benz?», aulló Saeed con verdadero horror.
«¿Por qué no? -repuso Mishal con su voz gris y cansada-. No haces más que hablar de la ruina total. Entonces, ¿qué importa un Mercedes más o menos?»
«No lo entiendes -sollozó Saeed-. Nadie me entiende.»
Gibreel soñó con una sequía:
La tierra se amarronaba bajo los cielos sin lluvia. Cadáveres de autobuses y antiguos monumentos se pudrían en los campos con las cosechas. Mirza, desde el coche, por el hueco del parabrisas destrozado, veía llegar la calamidad: asnos silvestres que copulaban cansinamente y se desplomaban, unidos, en medio de la carretera; árboles que, por efecto de la erosión, mostraban unas raíces que parecían garras de madera que escarbaran la tierra en busca de agua; los campesinos, obligados a trabajar para el Estado en calidad de peones, construían un aljibe al lado de la carretera, un depósito vacío para un agua que no caía. Míseras vidas que se agotaban al borde del camino: una mujer con un hato que se dirigía hacia una tienda de palo y andrajos, una muchacha condenada a restregar, día tras día, este puchero, esta sartén, en un parcela de polvo inmundo. «¿Estas vidas valen tanto como las nuestras? -se preguntaba Mirza Saeed Akhtar-. ¿Tanto como la mía? ¿Como la de Mishal? Qué poco han experimentado, qué poco tienen para alimentar el alma.» Un hombre con dhoti y un pugri amarillo suelto estaba encaramado a un mojón, como un pájaro, con un pie en una rodilla y una mano bajo un codo, fumando un biri. Cuando Mirza Saeed Akhtar pasaba por delante de él, el hombre escupió y alcanzó en la cara al zamindar.
La peregrinación avanzaba despacio, tres horas de camino por la mañana, tres más después del calor, caminando al paso del más lento de los peregrinos, sujeta a infinitos retrasos, enfermedades de los niños, acoso de las autoridades, una rueda que se desprendía de una de las carretas; tres kilómetros al día, cuando más, doscientos veinte kilómetros hasta el mar, aproximadamente once semanas de viaje. La primera muerte se produjo al decimoctavo día. Khadija, la vieja atolondrada que durante medio siglo fuera la esposa satisfecha del satisfecho sarpanch Muhammad Din, vio en sueños a un arcángel. «Gibreel -susurró-, ¿eres tú?»
«No -respondió la aparición-. Yo soy Azraeel, el del trabajo antipático. Perdón por la desilusión.»
A la mañana siguiente, ella siguió con la peregrinación, sin decir nada a su marido de la visión. Al cabo de dos horas llegaron a las ruinas de uno de los paradores para viajeros que los mogoles, en tiempos remotos, habían levantado a intervalos de cinco millas junto a la carretera. Cuando Khadija vio la ruina no sabía nada de su pasado, de los viajeros a los que se había robado mientras dormían, etcétera, pero comprendió su presente utilidad. «Tengo que entrar a descansar», dijo al sarpanch, que protestaba: «¡Pero la marcha…!» «No te aflijas -dijo ella suavemente-. Ya los alcanzarás.»