Se tumbó entre las ruinas, con la cabeza apoyada en una piedra lisa que le había encontrado el sarpanch. El anciano lloraba, pero no sirvió de nada, porque antes de un minuto ella había muerto. Él fue corriendo hacia los caminantes y se encaró con Ayesha, furioso: «Nunca debí escucharte -le dijo-. Y ahora has matado a mi mujer.»
La marcha se detuvo. Mirza Saeed Akhtar, creyendo advertir una oportunidad, insistió con vehemencia en que había que llevar a Khadija a un cementerio musulmán. Pero Ayesha se opuso. «El arcángel nos ordenó que fuéramos directamente al mar, sin desviaciones ni rodeos.» Mirza Saeed apeló a los peregrinos. «Es la amada esposa de vuestro sarpanch -gritó-. ¿Vais a meterla en un agujero junto al camino?»
Cuando los vecinos de Titlipur acordaron que Khadija fuera enterrada inmediatamente, Saeed no podía dar crédito a sus oídos. Entonces comprendió que la fuerza que los movía era más grande de lo que él sospechara: incluso el afligido sarpanch accedió. Khadija fue enterrada en el ángulo de un campo yermo, bajo las ruinas del viejo parador.
Sin embargo, al día siguiente, Mirza Saeed advirtió que el sarpanch se había separado de la peregrinación y marchaba rezagado, desconsolado e hiposo. Saeed saltó del Mercedes y corrió hacia Ayesha a hacer otra escena. «¡Monstruo! -le gritó-. ¡Monstruo sin corazón! ¿Por qué trajiste a la anciana a morir aquí?» Ella hizo como si no le oyera, pero cuando Saeed volvía al coche, el sarpanch se le acercó y le dijo: «Nosotros éramos pobres. Sabíamos que nunca podríamos ir a Mecca Sharif hasta que ella nos convenció. Ella nos convenció, y ahora mira el resultado de su acción.»
Ayesha, la kahin, llamó al sarpanch, pero no le ofreció ni una palabra de consuelo. «Fortalece tu fe -le reconvino-. Quien muere durante la gran peregrinación tiene segura la entrada en el Paraíso. Tu esposa se encuentra entre los ángeles y las flores. ¿Qué motivos tienes para llorar?»
Aquella noche, el sarpanch Muhammad Din se acercó a Mirza Saeed, que estaba sentado junto a una pequeña hoguera. «Perdona, Sethji -dijo-. ¿Podría ir en tu coche, tal como me ofreciste un día?»
Reacio a abandonar del todo el proyecto por el que su esposa había muerto, incapaz de mantener la fe absoluta que el proyecto requería, Muhammad Din se subió al vehículo combinable del escepticismo. «Mi primer converso», se felicitó Mirza Saeed.
A la cuarta semana, la deserción del sarpanch Muhammad Din empezó a surtir efecto. Viajaba en la parte trasera del Mercedes como si él fuera el zamindar y Mirza Saeed el chófer, y poco a poco la tapicería de piel y el acondicionador de aire y el mueble-bar y los cristales de espejo accionados eléctricamente empezaron a infundirle un gesto altivo; su nariz se elevaba y su rostro adquiría la expresión arrogante del que puede ver sin ser visto. Mirza Saeed, al volante, sentía cómo los ojos y la nariz se le llenaban del polvo que entraba por el hueco del parabrisas, pero, a pesar de la incomodidad, se sentía más animado que antes. Ahora, al término de cada jornada, un grupo de peregrinos se congregaban alrededor del Mercedes-Benz, con su estrella rutilante, y Mirza Saeed trataba de infundirles sentido común mientras ellos observaban cómo el sarpanch Muhammad Din subía y bajaba los cristales de espejo de manera que veían, alternativamente, la cara de él y las suyas propias. La presencia del sarpanch en el Mercedes daba nueva fuerza a las palabras de Mirza Saeed. Ayesha no hacía nada por apartar de allí a los peregrinos, y hasta el momento su confianza parecía justificada, porque no había nuevas deserciones. Pero Saeed vio que miraba repetidamente en dirección a él, y, tanto si era una visionaria como si no, Mirza Saeed hubiera apostado un buen dinero a que aquellas eran las miradas impacientes de una muchacha que no estaba segura de conseguir lo que se proponía.
Y entonces Ayesha desapareció.
Se fue durante la hora de la siesta y no reapareció hasta un día y medio después, cuando entre los peregrinos ya reinaba el caos -ella supo siempre atraer la atención del público, reconoció Saeed-, caminando por los campos cubiertos de polvo, y esta vez en su pelo plateado había vetas de oro, y sus cejas también eran doradas. Llamó a los peregrinos y les dijo que el arcángel estaba descontento porque los vecinos de Titlipur habían caído en la duda precisamente por la subida de una mártir al Paraíso. Les advirtió que el arcángel estaba pensando seriamente en retirar su ofrecimiento de dividir las aguas, «de manera que al llegar al mar de Arabia sólo conseguiréis un baño de agua salada, antes de regresar a los campos de patatas abandonados en los que no volverá a caer la lluvia». Los peregrinos estaban consternados. «No; no puede ser -suplicaban-. Bibiji, perdónanos.» Era la primera vez que utilizaban el nombre de la santa para dirigirse a la muchacha que los guiaba con un absolutismo que empezaba a asustarles tanto como les impresionaba. Después de la reprimenda, el sarpanch y Mirza Saeed se quedaron solos en el Mercedes. «Segundo asalto para el arcángel», pensó Mirza Saeed.
A la quinta semana, la salud de la mayoría de los peregrinos más viejos se había deteriorado considerablemente, las provisiones escaseaban, se hacía difícil encontrar agua y a los niños se les habían secado los lagrimales. Las bandadas de buitres no dejaban de rondar.
A medida que los peregrinos dejaban atrás las zonas rurales y entraban en territorio más poblado, el acoso iba en aumento. Eran muchos los autobuses y camiones que no se desviaban, y los peregrinos tenían que apartarse de su camino, gritando y atrepellándose. Los ciclistas, las familias de seis personas que viajaban en motos Rajdoot y los pequeños tenderos los insultaban. «¡Locos! ¡Palurdos! ¡Musulmanes!» En varias ocasiones tuvieron que viajar durante toda la noche porque las autoridades de tal o cual pueblo no querían que semejante chusma durmiera en sus calles. Se hicieron inevitables más muertes.
Y un día el toro de Osman, el converso, se arrodilló entre las bicicletas y el estiércol de camello de un pueblo sin nombre. «¡Levántate, idiota! -le gritaba Osman, impotente-. ¿Qué te has creído? ¿Es que vas a morirte delante de esos puestos de fruta de unos desconocidos?» El toro movió afirmativamente la cabeza para decir que sí y expiró.
Las mariposas cubrieron su cuerpo, adoptando el color gris de su piel, sus cucuruchos y sus cascabeles. El inconsolable Osman corrió hacia Ayesha (que se había puesto un sucio sari como concesión a la pudibundez urbana, a pesar de que las mariposas aún la envolvían en una nube de gloria). «¿Los toros van al cielo?», preguntó él con voz quejumbrosa; ella se encogió de hombros. «Los toros no tienen alma -dijo fríamente-. Y lo que nosotros queremos salvar con nuestra marcha son las almas.” Osman la miró fijamente y comprendió que ya no la amaba. «Te has convertido en un demonio», le dijo con repugnancia.
«Yo no soy nada -dijo Ayesha-. Soy una mensajera.»
«Entonces dime por qué tu Dios está tan deseoso de destruir a los inocentes -dijo Osman furioso-. ¿De qué tiene miedo? ¿Tan poco confía, que ha de obligarnos a morir para demostrar nuestro amor?»
Como en respuesta a esta blasfemia, Ayesha impuso medidas disciplinarias más rigurosas, insistiendo en que todos los peregrinos rezaran las cinco oraciones y decretando que el viernes sería día de ayuno. Al término de la sexta semana había hecho que los caminantes abandonaran otros cuatro cadáveres en el lugar en el que habían caído: dos ancianos, una anciana y una niña de seis años. Los peregrinos seguían andando, volviendo la espalda a los muertos; pero Mirza Saeed Akhtar recogía los cadáveres y se aseguraba de que recibieran un entierro decente. En esto le ayudaban el sarpanch Muhammad Din y Osman, el ex intocable. En estas ocasiones se quedaban bastante rezagados, pero un Mercedes «combi» no tarda mucho en dar alcance a más de ciento cuarenta hombres, mujeres y niños que caminan cansinamente hacia el mar.
El número de los muertos aumentaba, y los grupos de peregrinos desorientados que acudían al Mercedes se hacía mayor cada noche. Mirza Saeed empezó a contarles cuentos. Les habló de los lemmings y de la hechicera Circe, que convertía a los hombres en cerdos; también les contó el cuento del flautista que se llevó a todos los niños de una ciudad a una cueva de las montañas. Después de contarles el cuento en su propia lengua, les recitó versos en inglés, para que escucharan la música de la poesía aunque no entendieran las palabras. «La ciudad de Hamelin está en Brunsvick -empezó-. Próxima a la célebre Hannover. El río Weser, profundo y ancho, lame sus muros por el Sur…»
Entonces le cupo la satisfacción de ver a la joven Ayesha avanzar hacia él con expresión de furor, mientras las mariposas relucían como la hoguera que tenía a su espalda, haciendo que pareciera que las llamas partían de su cuerpo.
«Los que presten oído a los versos del diablo, recitados en la lengua del diablo, se irán con el diablo», exclamó.
«Entonces -respondió Mirza Saeed-, la elección está entre el diablo y el fondo del mar azul.»
Habían transcurrido ocho semanas, y las relaciones entre Mirza Saeed y Mishal, su esposa, se habían deteriorado hasta el extremo de que ya no se hablaban. Ahora, y a pesar del cáncer que la había vuelto gris como la ceniza funeraria, Mishal se había convertido en el brazo derecho y la más devota discípula de Ayesha. Las dudas de otros caminantes sólo habían servido para robustecer su propia fe, y de todas las dudas ella categóricamente echaba la culpa a su marido.
«Además -le había reprochado en su última conversación-, no hay en ti calor humano. Me da miedo acercarme a ti.