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De esos tubos brotaban otros de menos tamaño; y de ellos, otros aún menores que se entre cruzaban a través del vacío, uniéndolo todo en una retícula cuya complejidad iba aumentando, de año en año, a medida que se le iban haciendo más y más adiciones.

Y entre las hebras de esa telaraña se encontraban las moscas: lanzaderas que aterrizaban y despegaban de la superficie de S’uthlam, con cargas demasiado grandes o volátiles para los ascensores; naves mineras que traían mineral o hielo de los Abismos; cargueros con alimentos de los asteroides granjeros terraformados, situados más al interior del sistema, a los que se conocía colectivamente como la Despensa. Y todo tipo de tráfico interestelar, desde los lujosos cruceros de placer de las Transcorp hasta los mercantes que procedían de mundos tan cercanos como Vandeen o tan lejanos como Caissa y Newholme, pasando por las flotas mercantes de Kimdiss, las naves de combate de Bastión y Ciudadela e incluso las naves alienígenas de los Hruun Libres, los Raheemai, los Getsoides y otras especies todavía más extrañas. Todos acudían al Puerto de S’uthlam y todos eran bienvenidos a él.

Quienes vivían en la Casa de la Araña, los que trabajaban en los bares y restaurantes, los encargados de transportar las cargas, de venderlas y comprarlas así como de reparar y proveer de combustible a las naves, se llamaban a sí mismos, honoríficamente, hiladores. Para ellos y para las moscas que iban allí, con la frecuencia suficiente como para ser consideradas habituales, Tolly Mune era Mamá Araña: irascible, mal hablada y normalmente malhumorada, aterradoramente competente, ubicua e indestructible, tan grande como una fuerza de la naturaleza y dos veces peor que ella. Algunos de ellos, los que se habían atravesado en su camino cuando no debían hacerlo o los que se habían ganado su odio, no la apreciaban ni pizca y, para ellos, la Maestre de Puerto era la Viuda de Acero.

Era una mujer de huesos grandes y buena musculatura, no demasiado atractiva y tan delgada como cualquier s’uthlamés auténtico, pero al mismo tiempo tan alta {casi dos metros) y tan corpulenta {esas espaldas…) que en la superficie habían llegado a considerarla casi como un fenómeno de circo. Su rostro estaba tan surcado de arrugas como un viejo y confortable asiento de cuero desgastado por el tiempo. Tenía cuarenta y tres años locales, lo que se aproximaba a los noventa años estándar, pero no parecía haber cumplido ni una hora más de los sesenta, lo cual atribuía a una vida entera en órbita. «La gravedad es lo que te envejece», decía siempre. Con la excepción de algunos balnearios de lujo, los hospitales y los hoteles para turistas situados en la Casa de la Araña, así como los grandes cruceros que poseían rejillas gravitatorias, el Puerto giraba en una eterna carencia de peso y la caída libre era el ámbito natural de Tolly Mune.

Tenía el cabello de un color gris acerado y cuando trabajaba se lo recogía en un apretado moño. Pero cuando estaba libre lo dejaba fluir tras ella como la cola de un cometa, agitándose a cada uno de sus movimientos. y se movía mucho. Su cuerpo, grande, enjuto, desgarbado y huesudo era tan firme como grácil. Podía nadar a través de los radios de la telaraña y los corredores, estancias y parques de la Casa de la Araña con la fluidez de un tiburón en el agua, agitando sus largos brazos y sus piernas, delgadas pero musculosas, en un continuo tocar y empujar que la llevaban siempre adonde quería. Nunca llevaba calzado y sus pies eran casi tan hábiles como sus manos.

Incluso en el espacio, allí donde los más veteranos hiladores llevaban trajes incómodos y se movían torpemente a lo largo de sus cables de seguridad, Tolly Mune escogía siempre la movilidad y los dermotrajes ajustados al cuerpo. La protección que éstos ofrecían contra las radiaciones duras de S’ulstar era mínima, pero Tolly parecía encontrar un orgullo enfermizo en el azul oscuro de su piel y cada mañana tragaba píldoras anticancerígenas a puñados para no tener que someterse a la lenta y poco ágil seguridad. Una vez se hallaba bajo la brillante negrura enmarcada por la telaraña era la señora de todo. Llevaba propulsores de aire en la muñeca y en el tobillo y no había nadie más experto que ella en su manejo. Volaba libremente de una mosca a otra, haciendo una comprobación aquí y una visita allá, asistiendo a todas las reuniones, supervisando el trabajo, dando la bienvenida a las moscas más importantes, contratando, despidiendo y, en general, resolviendo cualquier tipo de problema que pudiera presentarse.

Una vez en el centro de su telaraña, la Maestre de Puerto, Tolly Mune, Mamá Araña, la Viuda de Acero, era todo aquello que siempre había deseado ser.

No había tarea alguna que pudiera resistírsele y estaba orgullosa de cómo había utilizado las cartas que se le repartieron en el juego de la vida.

Durante uno de los ciclos nocturnos, la despertó de su profundo sueño el zumbido de llamada del comunicador. Era su Ayudante.

—Será mejor que se trate de algo condenadamente importante —dijo, clavando su dura mirada en la imagen de la videopantalla.

—Será mejor que vayas al Control —le respondió él. —¿Por qué?

—Se acerca una mosca —dijo—. Una mosca grande. Tolly Mune frunció el ceño.

—No te habrías atrevido a despertarme por una tontería. Suéltalo.

—Una mosca realmente muy grande —recalcó él—. Tienes que verlo. Es la mosca más condenadamente enorme que he visto jamás. Mamá, no estoy bromeando, esta cosa debe tener unos treinta k as de largo.

—Infierno, infierno —dijo ella en el último momento carente de complicaciones de toda su vida: aún no había conocido a Haviland Tuf.

Se tragó un puñado de píldoras anticancerígenas, de un vivo color azulado, haciéndolas pasar con un buen sorbo de cerveza, y estudió la holoimagen que se alzaba ante ella.

—Una nave realmente grande —dijo en tono despreocupado—. ¿Qué diablos es?

—El Arca es una sembradora de bioguerra del Cuerpo de Ingeniería Ecológica —replicó Haviland Tuf.

—¿El CIE? —dijo ella—. ¿En serio? —¿Debo repetir mis palabras, Maestre de Puerto Mune? —¿El Cuerpo de Ingeniería Ecológica del viejo Imperio Federal… ahora? —le preguntó ella—. ¿El que tenía su base en Prometeo? ¿Los especialistas en clonación y bioguerra, los que podían fabricar todo tipo de catástrofes ecológicas a medida? —Mientras pronunciaba esas palabras estudiaba atentamente el rostro de Tuf. Su figura dominaba el centro de su pequeña, atestada, revuelta y normalmente demasiado concurrida oficina en la Casa de la Araña. Su proyección holográfica se alzaba entre el amasijo de objetos en ingravidez, como una especie de inmenso fantasma blanco. De vez en cuando una bola de papel arrugado flotaba a través de él.

Tuf era grande. Tolly Mune se había encontrado moscas a las cuales les encantaba aumentar sus holos para dar la impresión de que eran más altos de lo que eran en realidad. Quizá Haviland Tuf estuviera haciendo exactamente eso pero, sin saber muy bien porqué, le parecía que no era tal el caso. No le daba la impresión de ser esa clase de hombre. y ello quería decir que en realidad medía como unos dos metros y medio de talla, con lo cual superaba en más de medio metro al hilador más alto que había visto en su vida y la estatura de éste ya era tan fenomenal como la de la propia Tolly. Los s’uthlameses eran un pueblo de baja estatura debido a sus genes ya su alimentación.