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—El Arca se encuentra equipada con todas las lanzaderas necesarias y todas ellas funcionan —dijo Haviland Tuf—, pero no tengo grandes deseos de abandonar la comodidad de mis aposentos. Mi nave es realmente lo bastante grande como para que mi presencia no resulte un serio inconveniente durante los trabajos.

—Demonios, usted y yo lo sabemos, pero ellos trabajan mejor si no creen tener a alguien mirando por encima de sus espaldas —dijo Tolly Mune—. Por otra parte, había pensado que le gustaría airearse un poco fuera de esa lata. ¿Cuánto tiempo ha estado encerrado en ella?

—Varios meses —admitió Tuf—, aunque no me encuentro lo que se dice estrictamente solo. He gozado de la compañía de mis gatos y me he ocupado muy placenteramente aprendiendo lo que el Arca es capaz de hacer y aumentando mis conocimientos de ingeniería ecológica. Con todo, admitiré que quizá se imponga ahora un poco de diversión. La oportunidad de catar una nueva cocina es siempre apreciable.

—¡Espere a probar la cerveza de S’uthlam! Y el Puerto posee también otras diversiones, como gimnasios y deportes, hoteles, salones de droga, sensorias, casas de sexo y apuestas, teatro en vivo.

—Poseo cierta pequeña habilidad en algunos juegos —dijo Tuf.

—Y también está el turismo —dijo Tolly Mune—. Puede coger el tubotrén por el ascensor hasta la superficie y todos los distritos de S’uthlam serán suyos para que los explore.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Ha conseguido intrigarme Maestre de Puerto Mune. Me temo que soy curioso por naturaleza. Es mi gran debilidad. Por desgracia, mis fondos excluyen la posibilidad de una estancia prolongada.

—No se preocupe por ello —le replicó ella sonriendo—. Lo pondremos todo en la factura de reparaciones y luego ya nos arreglaremos. Ahora, métase en su condenada lanzadera y venga hasta… veamos… ahora tenemos vacía la cubierta nueve-once. Vea primero la Casa de la Araña y luego coja el tren hacia abajo. Debería resultarle condenadamente interesante: ya está en las noticias, por si quiere saberlo. Los gusanos de tierra y las moscas van a caer sobre usted como una plaga.

—Quizás esa perspectiva le resultara atrayente a un pedazo de carne en descomposición —dijo Haviland Tuf—, pero a mí no.

—Bueno —dijo la Maestre de Puerto—, entonces vaya de incógnito.

El camarero del tubotrén apareció con una bandeja de bebidas, un poco después de que Haviland Tuf se hubiera abrochado el cinturón, disponiéndose para el descanso. Tuf había probado la cerveza de S’uthlam en los restaurantes de la Casa de la Araña, y la había encontrado aguada, con poco cuerpo y notablemente desprovista de sabor.

—Quizás entre sus ofertas se incluyan algunos productos destilados fuera del planeta, destilados de malta —dijo—. De ser ése el caso, me alegraría adquirir uno.

—Por supuesto —dijo el camarero y extrajo de su bandeja una ampolla llena de un líquido marrón oscuro en la cual había una etiqueta en letras cursivas que Tuf reconoció como la escritura de ShanDellor. Le ofreció una pequeña tarjeta placa y Tuf marcó en ella su número de código. La moneda de S’uthlam era la caloría y el precio del recipiente era unas cuatro veces y media el contenido calórico de la cerveza.

—La importación —le explicó el camarero. Tuf sorbió su bebida con rígida dignidad, mientras el tubotrén iba cayendo por el ascensor hacia la superficie del planeta. El viaje no era demasiado cómodo. Haviland Tuf había descubierto que el precio de los pasajes en la clase estelar resultaba prohibitivo y, por lo tanto, se había instalado en clase especial, que venía en segundo lugar después de la clase estrella, sólo para descubrirse, encajado casi a presión, en un asiento aparentemente diseñado para un niño de S’uthlam (un niño, además, no demasiado crecido), situado en una hilera de ocho asientos similares divididos por un angosto pasillo central.

Por fortuna, la casualidad le había deparado el asiento del pasillo pues, de no ser por ello, el trayecto le hubiera resultado difícilmente soportable. Incluso en ese asiento resultaba imposible moverse sin rozar el delgado y desnudo brazo de la mujer que tenía a su izquierda, un contacto que Tuf encontraba extremadamente repulsivo. Cuando se irguió en su asiento, tal y como solía hacer, su coronilla golpeó el techo, con lo cual se vio obligado a inclinarse y, como resultado de ello, a aguantar una rigidez creciente y muy molesta en su cuello. Tuf pensó que en la parte trasera del tubotrén debían encontrarse las plazas de primera, segunda y tercera clase y se decidió a evitar, al precio que fuera, sus dudosas comodidades.

Una vez empezó el descenso, la mayor parte de los pasajeros cubrieron sus cabezas con capuchones para asegurar la intimidad y escogieron la diversión que más les apetecía. Haviland Tuf vio que las ofertas incluían tres programas musicales distintos, un drama histórico, dos bobinas de fantasía erótica, una conexión de negocios, algo que se definía en la lista como «pavana geométrica» y estimulación sensorial directa del centro del placer. Tuf estuvo pensando en investigar la pavana geométrica, pero descubrió que la capucha de intimidad resultaba demasiado pequeña para su cabeza, dado que la longitud y anchura de su cráneo excedían en mucho las dimensiones normales en S’uthlam.

—¿Es usted la gran mosca? —preguntó una voz desde el otro lado del pasillo.

Tuf alzó la mirada. Los demás pasajeros estaban sumidos en silencioso aislamiento con las cabezas envueltas por sus oscuros cascos desprovistos de toda abertura. Aparte de los camareros, que se encontraban en la parte trasera del vagón, el único pasajero que seguía en el mundo real era el hombre sentado junto al pasillo, una fila más atrás que Tuf. Tenía el cabello largo y recogido en trencillas, la piel de color cobrizo y unas mejillas más bien fofas que le etiquetaban como no perteneciente a este mundo, de un modo tan claro como el mismo Tuf.

—La gran mosca, ¿no? —Soy Haviland Tuf, ingeniero ecológico. —Sabía que era usted una mosca —dijo el hombre—. Yo también lo soy. Me llamo Ratch Norren y soy de Vandeen. —Extendió su mano hacia Tuf.

Haviland Tuf le miró. —Estoy familiarizado con el viejo ritual del estrechamiento de manos, señor. Me he dado cuenta de que no lleva usted armas. Tengo entendido que esta costumbre fue establecida, en sus inicios, para dejar bien claro tal hecho. Yo también me encuentro desarmado. Ya puede usted retirar la mano, si es tan amable.

Ratch Norren la retiró con una sonrisa. —Como una cabra, ¿eh? —dijo.

—Señor —dijo Haviland Tuf—, no soy una cabra ni soy una mosca grande. Había pensado que tal hecho le resultaría evidente a cualquier persona de una inteligencia normal. Quizás en Vandeen los promedios intelectuales varían.

Ratch Norren alzó la mano y se dio un pellizco en la mejilla. La mejilla era muy carnosa y rosada y estaba cubierta por un polvo rojizo. El pellizco que le propinó parecía bastante fuerte. Tuf decidió que o se trataba de un tic particularmente psicopático o era un gesto típico de Vandeen, cuyo significado se le escapaba por completo.

—Todo eso de las moscas —dijo el hombre—, es el modo de hablar en este sitio. Es un idioma. A los que no son de aquí les llaman moscas.

—Ciertamente —dijo Tuf.

—Usted ha llegado en la gran nave de guerra, ¿no? ¿La que salía en todas las noticias? —Norren no esperó a que le respondiera—. ¿Por qué lleva esa peluca?