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—Estoy viajando de incógnito —dijo Haviland Tuf—, aunque al parecer usted ha logrado descubrir mi disfraz.

Norren se pellizcó nuevamente la mejilla.

—Llámame Ratch —dijo, examinando atentamente a Tuf—, El disfraz no me parece especialmente bueno. Con peluca o sin ella, sigue siendo un enorme gigantón grueso y con cara de hongo.

—En el futuro emplearé el maquillaje —dijo Tuf—. Por fortuna, ninguno de los nativos de aquí ha sido capaz de tanta perspicacia como usted.

—Son demasiado corteses para mencionarlo. La gente de S’uthlam es así. Hay tantos… La mayor parte de ellos no pueden permitirse ningún tipo de auténtica intimidad y por eso respetan mucho a los demás. En público, harán como si no le vieran y no le dirán nada, a no ser que usted deje claro que así lo desea.

—Los habitantes de Puerto S’uthlam con los que me he encontrado hasta ahora no me parecieron excesivamente reticentes, ni tampoco sobrecargados por el peso de una elaborada etiqueta —dijo Haviland Tuf.

—Oh, los hilado res son diferentes —replicó con un gesto despreocupado Ratch Norren—. Ahí arriba todo es más relajado. Oiga, ¿Puedo darle un pequeño consejo? No venda aquí esa nave suya, Tuf. Llévela a Vandeen. Le daremos un precio mucho mejor por ella.

—No entra en mis intenciones vender el Arca —replicó Tuf.

—Venga, no hace falta que se ande con tapujos conmigo —dijo Norren—. De todos modos, no tengo la autoridad necesaria para comprarla, ni tampoco los medios. Ojalá los tuviera. —Rió en voz alta. Lo único que debe hacer es ir a Vandeen y ponerse en contacto con nuestra junta de Coordinadores. No lo lamentará. —Miró a su alrededor, como si estuviera asegurándose de que los camareros seguían bien lejos y que los demás pasajeros aún soñaban bajo sus cascos. Luego bajó aún más la voz hasta convertirla en un murmullo de conspirador—. Además, incluso si el precio no fuera un factor a considerar, he oído decir que esa nave suya tiene un poder francamente terrorífico, ¿no? No querrá entregarle a S’uthlam un poder tal. No miento, créame, les aprecio, realmente les aprecio. Vengo aquí regularmente por negocios y son buena gente, si se les toma en pequeños grupos pero… Tuffer, hay tantos y lo único que hacen es reproducirse y reproducirse como si fueran unos malditos roedores. Ya verá, ya. Hace un par de siglos hubo una gran guerra local justo por eso. Los sutis estaban metiendo colonias por todas partes y comprando todas las propiedades que se les ponían a tiro y si resultaba que ya había alguien viviendo ahí lo único que debían hacer era reproducirse hasta superarles en número. Al final tuvimos que acabar con ello.

—¿Tuvimos? —dijo Haviland Tuf. —Vandeen, Skrymir, el Mundo de Henry y Jazbo, oficialmente, pero nos ayudaron un montón de neutrales, ¿comprende? El tratado de paz dejó a los nativos de S’uthlam dentro de su propio sistema solar. Pero si les da esa nave infernal suya, Tuf, puede que logren escapar de él.

—Tenía entendido que se trataba de un pueblo singularmente honorable y dotado de un gran sentido ético. Ratch Norren se pellizcó nuevamente la mejilla. —Honorables, éticos… claro, claro. Son estupendos para hacer negocios con ellos y las chavalas conocen unos cuantos trucos eróticos de esos que te hacen quedar sin aliento. Ya se lo digo yo, tengo cien amigos sutis y les aprecio mucho a todos, pero entre mis cien amigos deben tener como unos mil críos. Esta gente no para de reproducirse, Tuf, ése es el problema, si quiere hacer caso de Ratch. Son unos vitaleros, ¿me entiende?

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Y, si se me permite preguntarlo, ¿qué es un vitalero?

—Los vitaleros —replicó Norren con impaciencia—, son antientrópicos, adoradores de los niños, devotos de la doble hélice y gente a quien le encanta chapotear en el gran estanque gen ético. Son fanáticos religiosos, Tuffer, están locos por la religión. —Habría seguido hablando, pero el camarero estaba volviendo por el pasillo con las bebidas y Norren se reclinó nuevamente en su asiento.

Haviland Tuf alzó un largo y cálido dedo para detener el avance del camarero.

—Otra ampolla, por favor —dijo. Durante el resto del viaje permaneció encogido en silencio, sorbiendo pensativamente su cerveza.

Tolly Mune flotaba en su abarrotada habitación, bebiendo y pensando. Una de las paredes era una enorme pantalla de vídeo, de seis metros de largo y tres de alto. Normalmente, Tolly la preparaba para que mostrara grandes panoramas. Le gustaba el efecto producido por una ventana sobre las grandes montañas heladas de Skrymir o los cañones resecos de Vandeen, con sus veloces torrentes de aguas blancas, así como también el de las interminables ciudades iluminadas de la propia S’uthlam, extendiéndose a través de la noche, con la brillante torre plateada que era la base del ascensor subiendo hasta perderse en el oscuro cielo sin luna, rozando y superando a las casastorre de clase estelar que tenían cuatro kas de alto.

Pero esta noche, en su pared se veían las estrellas y, enmarcada por ellas, la austera majestad metálica de la inmensa nave estelar llamada el Arca. Incluso en una pantalla tan grande como la suya, una de las prebendas de su poder como Maestre de Puerto, el verdadero tamaño de la nave resultaba imposible de apreciar.

y lo que representaba, tanto en sus esperanzas como en sus amenazas, bien lo sabía Tolly Mune, era aún mayor que la misma Arca.

Oyó el zumbido del comunicador en un lado de la habitación. Sabiendo que el ordenador no la habría molestado de no ser ésa la llamada que estaba esperando, dijo:

—La recibiré —las estrellas se volvieron borrosas y el Arca se disolvió. La pantalla mostró por unos instantes un torbellino de colores líquidos antes de que éstos se convirtieran en el rostro del Primer Consejero Josen Rael, el líder de la mayoría en el Gran Consejo Planetario.

—Maestre de Puerto Mune —dijo él. Con los implacables poderes de aumento de la pantalla, Tolly pudo percibir claramente la tensión que había en su largo cuello, lo apretados que estaban sus flacos labios y el duro brillo de sus ojos marrón oscuro. Se había empolvado la coronilla, de la que empezaba a caerle el pelo, pero a pesar de ello ya se le veían algunas gotitas de sudor.

—Consejero Rael —replicó ella—. Es muy amable al llamarme. ¿Ha examinado los informes?

—Sí. ¿Esta llamada cuenta con escudos protectores? —Desde luego —dijo ella—. Hable con toda libertad. Josen Rael lanzó un suspiro. Llevaba ya diez años siendo una parte imprescindible de la política planetaria. Primero había accedido a los noticiarios como consejero de guerra, luego había ascendido al cargo de consejero de agricultura y, durante cuatro años estándar había sido el líder de la facción que tenía la mayoría en el consejo de los tecnócratas, lo cual lo convertía en el hombre más poderoso de S’uthlam. El poder había acabado por darle un aspecto cansado y viejo y Tolly Mune jamás le había visto tan mal como ahora.

—Entonces, ¿está segura de los datos? —dijo—. ¿Sus cuadrillas no han cometido ningún error? No necesito decirle que este asunto es demasiado crucial y no quiero errores. ¿Es realmente una sembradora del CIE?

—Es una maldita sembradora —dijo Tolly Mune—. Tiene averías y le hace falta un buen montón de reparaciones, pero ese condenado trasto sigue más o menos en condiciones de funcionar y la biblioteca celular está intacta. Lo hemos verificado.

Rael se pasó sus largos dedos de puntas achatadas por su rala cabellera blanca.

—Supongo que debería sentirme jubiloso. Cuando todo esto haya terminado tendré que fingirlo para las noticias, pero, en estos momentos, no puedo pensar en otra cosa que no sea el peligro. Hemos tenido una reunión del consejo a puerta cerrada. No podemos correr el riesgo de que haya filtraciones hasta que todo se haya solventado. El consejo estuvo ampliamente de acuerdo: tecnócratas, expansionistas, ceros, el partido eclesiástico, las facciones extremistas… —Se rió. Jamás había visto tal unanimidad en toda mi carrera. Maestre de Puerto Mune, necesitamos esa nave.